Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Los pies mojados, sobre todo el izquierdo, le dolían, y se puso a descalzarse apresuradamente sin dejar de sonreír, contenta no tanto de haber logrado lo que se proponía, sino de haber visto que había conturbado al padre Sergio, a ese hombre magnífico, sorprendente, raro y atractivo. «No ha correspondido… ¡Qué más da!», se dijo para sí.
— ¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! Es así cómo le llaman, ¿verdad?
— ¿Qué quiere usted? — le respondió una voz tranquila.
— Por favor, perdóneme que haya roto su soledad. Pero créame, no he podido evitarlo.
Me habría puesto enferma. No sé lo que me va a pasar. Estoy empapada. Tengo los pies hechos un témpano.
— Perdóneme — respondió la voz sosegada —, nada puedo hacer por usted.
— Por nada del mundo le habría incomodado. Me quedaré sólo hasta el amanecer.
El padre Sergio no respondió, y la mujer oyó un leve balbuceo. «Por lo visto reza», se dijo.
— No entrará usted aquí, ¿verdad? — preguntó sonriéndose —. He de quitarme la ropa para secarla.
El padre Sergio no respondió y continuó rezando sus oraciones al otro lado del tabique con la misma voz reposada.
«Este sí es un verdadero hombre», pensó ella tirando con dificultad de la bota mojada.
Por más que tiraba, no podía quitársela y esto le hizo gracia. Se rió muy bajito, pero sabía que él oía su risa y que esta risa influía en él tal como ella deseaba. Se rió más fuerte, y aquella risa alegre, natural y bondadosa influyó realmente sobre el padre Sergio tal como ella había deseado.
«A un hombre como éste se le puede amar. ¡Qué ojos los suyos! ¡Y qué rostro más abierto, más noble y más apasionado!, por muchas que sean las oraciones que rece — pensó ella —. Las mujeres no nos engañamos. Tan pronto acercó su rostro al cristal y me vio, lo comprendí y lo supe. Lo leí en el brillo de sus ojos. Me amó, me deseó. Sí, me deseó», decía sacando, por fin, zapato y bota y quitándose luego las medias. Para quitarse aquellas largas medias prendidas en elásticos, tenía que levantarse la falda. Sintió vergüenza y dijo:
— No entre.
Pero del otro lado del tabique no llegó respuesta alguna. Seguía oyéndose el acompasado murmullo, al que se añadió el ruido de unos movimientos. «Se inclina hasta poner la frente en el suelo, no hay duda — pensó ella —; pero de nada le servirá — musitó —. Piensa en mí.
Como pienso yo en él. Piensa en estas piernas mías», dijo quitándose las medias mojadas y recogiendo las desnudas piernas sobre el camastro. Permaneció sentada unos momentos, abrazándose las rodillas en actitud pensativa. «¡Cuánta soledad, cuánto silencio! Nadie sabría nunca…» Abrió la estufa y puso las medias a secar. Después, pisando levemente el suelo con sus pies descalzos, volvió al camastro, donde se sentó otra vez con las piernas recogidas. Al otro lado del tabique no se oía ni el más leve ruido. Makovkina consultó el diminuto reloj que le pendía del cuello. Eran las dos de la madrugada. «Mis amigos han de venir a buscarme a eso de las tres.» Tenía a su disposición una hora escasa.
«¿He de permanecer todo este tiempo aquí sola? ¡Qué tontería! No quiero. Ahora mismo lo llamo.»
— ¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! ¡Sergio Dmitrich, príncipe Kasatski!
Nada se oyó al otro lado del tabique.
— Óigame, no sea usted cruel. No le llamaría si no le necesitara. Estoy enferma. No sé lo que me pasa — exclamó con voz quejumbrosa —. ¡Ay, ay! — gimió, dejándose caer sobre el camastro.
Y, cosa rara, se sentía realmente mal, creía desfallecer, le dolía todo el cuerpo, temblaba como si tuviera fiebre.
— Óigame, ayúdeme. No sé lo que me pasa. ¡Ay, Ay! — Se desabrochó el vestido, dejando los senos al aire, y extendió los brazos desnudos hasta los codos —. ¡Ay, ay!
El padre Sergio permanecía en su cuartucho rezando. Acabadas las oraciones vespertinas, se quedó de pie, inmóvil, fija la mirada en la punta de la nariz, componiendo una prudente oración y repitiendo con toda el alma: «Señor mío Jesucristo. Hijo de Dios, ten compasión de mí».
Pero lo oía todo. Oyó el roce de la seda cuando ella se quitó el vestido, oyó las pisadas de los desnudos pies por el suelo, la oyó frotarse las piernas. Se sintió débil y comprendió que podía caer en cualquier momento. Por esto no dejaba de orar. Experimentaba algo semejante a lo que debía experimentar el héroe legendario obligado a caminar sin volver los ojos a su alrededor. Sergio notaba, sentía que el peligro y perdición estaban ahí, encima, en torno, y que sólo podía salvarse si no contemplaba a aquella mujer ni un instante. Pero de pronto se apoderó de él el deseo de verla. En aquel mismo momento dijo ella:
— Escúcheme, esto es inhumano. Puedo morirme.
«Sí, iré, como aquel padre que puso una mano sobre la mujer del pecado y la otra sobre una parrilla al rojo vivo. Pero no tengo parrilla.» Miró a su alrededor. Vio el candil. Puso el dedo en la llama y frunció el ceño, dispuesto a resistir. Por unos momentos le pareció que no sentía ningún dolor, pero de repente, sin tener aún conciencia de si lo que sentía era dolor y cuál era su intensidad, hizo una mueca y retiró la mano sacudiéndola «No, no lo resisto.»
— ¡Por Dios! ¡Oh, socórrame! ¡Me muero, oh!
«¿Debo, pues, condenarme? No puede ser.»
— Ahora la atenderé — dijo, y abrió la puerta de su cuartucho, pasó por delante de ella sin mirarla, entró en el pequeño zaguán donde cortaba la leña y buscó a tientas el tajo sobre el que hacía las astillas y el hacha que tenía apoyada al muro.
— Ahora mismo — repitió, y agarrando el hacha con la mano derecha puso un dedo de la izquierda sobre el tajo, levantó la herramienta y de un golpe se lo cortó, más abajo de la segunda articulación. El trozo de dedo cortado saltó más fácilmente que las astillas del mismo grosor, rodó por el tajo y cayó al suelo produciendo un sordo ruido.
Sergio oyó este ruido antes de percibir el dolor. Pero no había tenido tiempo aún de sorprenderse de que no le doliera, cuando sintió como una mordedura intensísima y notó que por el dedo cercenado le salía la tibia sangre. Envolvió rápidamente el dedo herido con el borde de su hábito y, apretándolo a la cadera, volvió sobre sus pasos. Se detuvo ante la mujer, y bajando la vista preguntó quedamente:
— ¿Qué quiere usted?
Al ver aquel pálido rostro, con un leve temblor en la mejilla izquierda, la mujer se sintió de pronto avergonzada. Saltó del camastro, agarró el abrigo y se lo echó encima, envolviéndose en él.
— Me sentía mal… me he resfriado… yo… Padre Sergio… yo…
Sergio levantó los ojos, que le brillaban con dulce y alborozado resplandor, y dijo:
— Dulce hermana, ¿por qué has querido perder tu alma inmortal? Las tentaciones son propias del mundo, pero ¡ay de aquel que las provoca!… Reza para que Dios te perdone.
