Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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Constituía además gran motivo de escándalo para Sergio el hecho de que el abad de ese monasterio, hombre de mundo, muy listo, que estaba haciendo una brillante carrera eclesiástica, le era sumamente antipático. Por más que luchara consigo mismo, Sergio no podía vencer esa antipatía. Se sometía, pero en el fondo de su alma no cesaba de censurarle. Y este mal sentimiento estalló.

Fue en el segundo año de su estancia en el nuevo monasterio. He aquí lo que sucedió. Con motivo de las fiestas de Intercesión, se celebraban las vísperas en la iglesia mayor. El templo estaba muy concurrido. Oficiaba el propio abad. El padre Sergio se había entregado al rezo en su lugar habitual, pero estaba torturado por la lucha que en él solía desencadenarse durante los oficios religiosos, especialmente en la iglesia mayor, cuando no oficiaba. Se debía esta lucha a la irritación que le producían los señores y, especialmente, las damas que allí acudían.

Sergio se esforzaba por no verlos, por no advertir lo que pasaba en torno suyo. No quería ver como un militar acompañaba a unas damas abriéndose paso entre la gente, ni como otros se hacían señas mirando a los monjes, a menudo a él mismo y a otro monje conocido por su distinguido porte y hermosas facciones. Era como si pusiera anteojeras a su atención a fin de obligarse a no ver más que la llama de los cirios junto al iconostasio, las imágenes sagradas y los sacerdotes que oficiaban; a no oír nada excepto las palabras del rezo, cantadas o recitadas, y a no experimentar ningún sentimiento que no fuera el de abandono de sí mismo en el cumplimiento del deber, como lo experimentaba siempre al oír las oraciones tantas veces oídas y repetir anticipadamente sus palabras.

Estaba, pues, de pie, inclinándose profundamente, persignándose cuando el ritual lo prescribía, luchando consigo mismo, entregándose al frío raciocinio o ahogando conscientemente en su interior sentimientos e ideas, cuando se le acercó el tesorero de su abadía, el padre Nikodim, otro gran motivo de escándalo para el padre Sergio, que le tachaba, a pesar suyo, de adulador servil del abad. El padre Nikodim saludó a Sergio con una profunda reverencia y le dijo que el abad le llamaba. Sergio recogió el manteo, se puso el bonete y avanzó con sumo cuidado entre la multitud que llenaba el templo.

— Lise, regardez à droite, c´est lui [13]— se oyó que decía una voz de mujer.

— Où, où? It n´est pas tellement beau [14].

El padre Sergio sabía que hablaban de él. Oyó lo que decían y, como siempre que se sentía tentado, repitió: «y no permitáis que caigamos en la tentación». Bajó la cabeza y la mirada, dejó atrás el ambón, cedió el paso a los canocarcas que vestidos con sus albas llegaban en ese momento delante del iconostasio, y entró en el altar por la puerta del lado norte. Como de costumbre, hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura ante el icono.

Luego, sin pronunciar palabra, levantó la cabeza en dirección al abad, cuya figura había visto con el rabillo del ojo junto a otra vestida de gala. El abad, de pie junto a la pared, puestas las vestiduras sagradas, se frotaba los galones de la casulla apoyando sus cortos y rollizos brazos sobre su prominente abdomen. Se sonreía hablando con un militar que vestía uniforme de general y llevaba varias condecoraciones y charreteras, de las que enseguida se dio cuenta el padre Sergio, con su mirada experta en estas cuestiones. El general pertenecía al séquito del emperador y había sido comandante del regimiento en que Sergio había prestado sus servicios. Ahora, por lo visto, era una persona muy influyente y el padre Sergio advirtió en seguida que el abad lo sabía y se alegraba, razón por la cual tenía radiante la roja y gorda cara.

El padre Sergio se sintió herido y amargado, y esa sensación fue todavía mayor cuando oyó de labios del abad que éste le había llamado porque el general tenía mucha curiosidad por ver, como él mismo decía, a su antiguo compañero de servicio militar.

— Estoy muy contento de verle a usted en figura de ángel — le dijo el general alargándole la mano —. Espero que no haya olvidado usted a un antiguo camarada.

El rostro del abad, encarnado y sonriente en el marco de sus canas como aprobando las palabras del general; la cara acicalada y satisfecha de éste, el olor a vino que de su boca se desprendía y el olor a tabaco de sus patillas, acabaron con la ecuanimidad del padre Sergio, quien se inclinó una vez más ante el abad y dijo:

— Reverendo padre, ¿ha tenido a bien llamarme? — tanto la expresión de su cara como su actitud añadían: ¿para que?

El abad dijo:

— Le he llamado para que se entreviste con el general.

— Reverendo padre, me aparté del mundo para librarme de las tentaciones — replicó palideciendo y con los labios temblorosos —. ¿Por qué me somete usted a ellas aquí, durante las horas del rezo y en el templo de Dios?

— Vete, vete — le dijo el abad, irritado y frunciendo el seño.

Al otro día el padre Sergio pidió perdón al abad y a los demás hermanos por su orgullo, pero después de haber pasado la noche rezando, creyó que debía abandonar la abadía.

Escribió en este sentido a su padre espiritual, suplicándole le permitiera volver a su lado. Le dijo que se sentía débil e incapaz de luchar contra las tentaciones, solo, sin su ayuda. Y se arrepentía de su pecado de orgullo. El siguiente correo le trajo la respuesta. Su padre espiritual le decía que todo el mal estaba en su orgullo. El arranque de cólera que había sufrido — proseguía el padre espiritual — se debía a que al humillarse y renunciar a los honores no había obrado por amor de Dios, sino por orgullo, como diciendo, fijaos en mí, no necesito nada. Por este motivo no pudo soportar el acto del abad: «ya veis, he renunciado a todo por amor a Dios y ahora me muestran como si fuera un animal raro».

«Si hubieras despreciado la gloria por amor a Dios, lo habrías soportado. Aún no has ahogado en ti el orgullo mundano. He pensado en ti, hijo mío, Sergio, he rezado, y he aquí lo que Dios me dicta: vive como hasta ahora y sométete. Acabo de enterarme de que ha muerto en santidad el anacoreta Hilarión, después de vivir dieciocho años en su celda. El abad del monasterio de Tambino me ha preguntado si sé de algún hermano que quiera vivir allí. En esto me llega tu carta. Preséntate al padre Paisi, en el monasterio de Tambino, y pídele que te deje ocupar la celda vacía. Por mi parte ya le escribiré. No es que puedas tú sustituir a Hilarión, pero necesitas la soledad para vencer tu orgullo. Que Dios te bendiga.»

Sergio obedeció a su padre espiritual. Enseño la carta al abad y, obtenido el permiso correspondiente, se dirigió hacia la celda solitaria de Tambino, después de haber hecho entrega de todos sus bártulos a la abadía.

El superior de la comunidad de Tambino, excelente persona, procedente de una familia de mercaderes, acogió, tranquilo y sencillo, al padre Sergio y le instaló en la celda de Hilarión, poniendo a su servicio un hermano lego, si bien luego lo dejó solo, atendiendo al ruego del propio Sergio. La celda era una cueva abierta en la montaña. Allí mismo, en la parte posterior, se había enterrado a Hilarión. En la parte anterior había un nicho con un jergón de paja para dormir, una mesita y una estantería para las imágenes sagradas y los libros. Junto a la puerta exterior, que se cerraba, había una tablita en la que una vez al día un monje del monasterio dejaba el alimento.

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