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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—No le insulte. Veo que tiene usted motivos de queja contra él.

—¡Me ha molido a golpes! —contestó Lebediev con extraordinaria vehemencia—. En Moscú lanzó un perro contra mí. Era un lebrel, un animal terrible, que me persiguió a lo largo de toda una calle.

—Me toma usted por un niño, Lebediev. Dígame seriamente si es verdad que ella abandonó a Rogochin en Moscú.

—Seriamente, seriamente... Y también esta vez en vísperas de la boda. Rogochin estaba ya contando los minutos que faltaban cuando ella huyó a San Petersburgo. En cuanto llegó, vino a buscarme, diciéndome: «Sálvame, Lukian Timofeievich, escóndeme y no lo digas al príncipe.» Nastasia Filipovna le teme, príncipe; le teme incluso más que a Rogochin. Es una cosa incomprensible.

Y Lebediev, con aire perplejo, se llevó un dedo a la frente.

—¿Y ahora los ha puesto usted de nuevo en relación?

—¿Cómo podía yo, ilustrísimo príncipe..., cómo podía yo impedir que se vieran?

—Bueno, basta; ya lo averiguaré yo todo. Dígame únicamente dónde está ahora Nastasia Filipovna. ¿En casa de Rogochin?

—No, no; nada de eso. Ella vive aún separada de él. Como suele decir, es libre, y usted sabe, príncipe, cuánto insiste en ese punto. Siempre está refiriéndose a su completa libertad. Sigue habitando en la Peterburgskaya, en casa de mi cuñada, como ya le dije en mi carta.

—¿Se hallará ahora allí?

—Sí, a no ser que se haya ido a Pavlosk. Quizá el buen tiempo la haya decidido a marchar al campo, a casa de Daría Alexievna. Como Nastasia Filipovna dice, sigue siendo libre. Aun ayer alardeaba de su libertad hablando con Nicolás Ardalionovich. 8¡Mala señal! —comentó Lebediev, sonriendo.

—¿La visita Kolia a menudo?

—Kolia es un mozo aturdido, extraño e indiscreto.

—¿Y hace tiempo que no ha ido usted a verla?

—Voy todos los días, todos los días...

—¿Ha ido usted ayer?

—No... No voy hace tres días.

—Es lástima que haya usted bebido un poco más do la cuenta, Lebediev. Si no, le preguntaría una cosa.

—No estoy ebrio del todo; tranquilícese —repuso el funcionario, prestando oído.

—Dígame, pues: ¿cómo la encontró usted la última vez que estuvo visitándola?

—Es una mujer ocupada en buscar...

—¿En buscar el qué?

—Parece siempre estar buscando algo, como si hubiese perdido alguna cosa. La simple idea de su próximo matrimonio la repugna. Lo considera una afrenta para ella. Y de Rogochin no se preocupa más que de una cáscara de naranja. Pero me equivoco: piensa en él con temor, con miedo. Incluso prohíbe que se le mencione. Si se ven, es sólo por necesidad... y él se da buena cuenta de ello. Pero no hay más remedio... Ella se muestra inquieta, sarcástica, violenta, habla siempre con segunda intención...

—¿Se muestra violenta y habla con segunda intención?

—La prueba de su violencia es que la última vez casi estuvo a punto de asirme del cabello sólo por una sencilla palabra que le dije. Yo quise tranquilizarla leyéndole el Apocalipsis...

—¿Cómo? —preguntó Michkin, creyendo no haberle entendido bien.

—Leyéndole el Apocalipsis. Esa señorita tiene la imaginación inquieta... ¡Je, je! Además, he observado en ella un gusto muy acusado por los temas serios de conversación, por indiferentes que puedan parecer a su persona. Le gustan mucho, y hasta casi la lisonjea que se le hable de ellos. Sí. Y yo, por mi parte, estoy muy interesado en la explicación del Apocalipsis y hace quince años que trabajo en esa tarea. Nastasia Filipovna ha convenido conmigo en que estamos en la época simbolizada por el caballo negro, es decir, el tercero, y por el jinete que lleva en la mano una balanza, ya que en nuestro siglo todo reposa sobre la balanza y los contratos, y todos los hombres se esfuerzan en buscar únicamente su derecho: «una medida de trigo por un dinero y tres medidas de cebada por un dinero»... Y, con todo esto, quieren conservar un espíritu libre, un corazón puro, un cuerpo sano y los demás dones de Dios... Pero fundándose sólo en el derecho nunca los conservarán y a continuación vendrá el caballo pálido, y aquel que se llama la Muerte, y después el infierno. Tal es el tema de nuestras conversaciones cuando nos vernos... y por cierto que la han impresionado mucho.

—¿Cree usted en esas cosas? —preguntó el príncipe, dirigiendo a su interlocutor una mirada de extrañeza.

—Las creo y las explico. Yo soy un pobre hombre, un mendigo, un átomo en la circulación humana. ¿Quién aprecia a Lebediev? Sirve de irrisión a todos y puede decirse que no hay quien no le abrume a puntapiés. Pero en esta explicación me igualó a cualquier gran personalidad. ¡Tan grande es el poder del espíritu! Yo he hecho temblar a un alto funcionario, muy arrellanado en su sillón, impresionándole al hacerle sentir el poder del espíritu.

Hace dos años, la víspera de Pascuas, Su Ilustrísima Excelencia Nilo Alexievich, a cuyas órdenes trabajaba yo, quiso oírme y me hizo llamar adrede a su despacho por Pedro Zaharich. «¿Es verdad —me dijo cuando estuvimos a solas— que tú explicas la profecía relativa al Anticristo?» Yo no vacilé en contestar que sí, y empecé a comentar la visión alegórica del apóstol. Él principió por sonreír, pero los cálculos numéricos y las similitudes le hicieron temblar. Me rogó que cerrase el libro, me despidió y puso mi nombre en la lista de recompensas. Esto pasaba en el momento de las fiestas de Pascuas. Ocho días más tarde, Nilo Alexievich entregaba su alma a Dios.

—¿Qué dice usted, Lebediev?

—La verdad. Se cayó de su coche después de comer, dio con la sien contra un guardacantón y murió en el acto. Era un hombre de setenta y tres años, de rostro muy encarnado y cabellos blancos. Se inundaba literalmente de agua perfumada y sonreía siempre como un niñito. Pedro Zaharich recordó después mi conversación con el difunto. «Tú profetizaste esto», me dijo.

El príncipe se levantó. Lebediev quedó sorprendido, al notar que su visitante se marchaba tan pronto.

—Veo que se ha vuelto usted muy indiferente. ¡Je, je, je! —osó comentar, con familiaridad respetuosa.

—En realidad no me encuentro del todo bien. Siento la cabeza pesada, sin duda por efecto del viaje —repuso Michkin, arrugando un tanto el entrecejo.

—¿Y si se fuese usted al campo? —sugirió tímidamente Lebediev.

El príncipe quedó pensativo.

—Yo mismo, ¿sabe?, me voy al campo con toda mi familia de aquí a tres días. La salud de la pequeña exige en absoluto ese traslado. Así, mientras estemos fuera, se harán en casa las reparaciones necesarias. Me voy también a Pavlovsk.

—¿Va usted a Pavlovsk? —preguntó repentinamente Michkin—. ¿Cómo es eso? ¿Es que todos se van este año a Pavlovsk? ¿Tiene usted también una casita de campo allí?

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