El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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El rostro de Rogochin continuaba pálido y un tanto crispado. Después de hacer pasar al visitante continuaba presa de una agitación extraordinaria. Michkin, invitado a sentarse junto a la mesa, se volvió por casualidad y descubrió en su amigo una mirada tan extraña, que se detuvo en seco. A la vez cierto reciente recuerdo, sombrío y penoso, acudió a la mente de Michkin. En pie e inmóvil miró durante largo rato los ojos de Rogochin, los cuales, al principio, parecieron brillar más vivamente aún que antes. Al fin Parfen Semenovich sonrió, pero seguía algo turbado y como cohibido.
—¿Por qué me miras con tanta fijeza? —preguntó—. Anda, siéntate.
El príncipe ocupó una silla.
—Parfen Semenovich —dijo—, háblame francamente. ¿Sabías que yo iba a venir hoy a San Petersburgo, o no?
—No dudaba de que vendrías —repuso Rogochin. Y continuó, con una sonrisa agria—: Y ya ves que no me he equivocado. Pero, ¿cómo iba a saber que llegabas hoy?
Pronunció estas palabras con una especie de irritada brusquedad que aumentó más aún la sorpresa y confusión del visitante.
—Aunque supieses que llegaba hoy, ¿por qué enojarte así? —replicó suavemente el príncipe.
—Y tú, ¿por qué me haces esa pregunta?
—Porque al apearme del tren distinguí unos ojos muy parecidos a los que tú clavas en mí en este momento.
—¿Y de quién eran? —inquirió Rogochin.
Michkin creyó notar que Parfen Semenovich se estremecía.
—No lo sé. Los vi entre la gente, y pude sufrir una ilusión. Esto me pasa a veces. Amigo Parfen Semenovich, ahora me siento casi en el mismo estado que hace cinco años, cuando padecía ataques.
—Puedes haberte equivocado; es cierto. ¿Qué sé yo? —dijo Parfen Semenovich, entre dientes.
A pesar de sus esfuerzos para dar a su rostro una expresión afectuosa, la sonrisa que en aquel momento entreabría sus labios contrastaba fuertemente con el resto de su fisonomía.
—¿Vas a volver al extranjero? —dijo. Y luego preguntó de repente—: ¿Recuerdas nuestro viaje en el tren, de Pskov a San Petersburgo, el otoño pasado? ¿Recuerdas tu capote y tus polainas?
Y Parfen Semenovich estalló de improviso en una risa francamente aviesa, como si se sintiera satisfecho de poder dar así rienda suelta a su indudable enojo.
—¿Te has instalado aquí definitivamente? —interrogó el príncipe, recorriendo con los ojos la habitación.
—Sí; ésta es mi casa. ¿Dónde quieres que habite? —Hace tiempo que no nos hemos visto y he oído contar sobre ti cosas muy extrañas.
—¡Se cuentan siempre tantas cosas! —dijo, secamente, Rogochin.
—Pero el caso es que has licenciado tu cuadrilla, que moras en la casa paterna, que no haces locuras... Todo está muy bien... ¿Es tuya la casa u os pertenece en común?
—Es de mi madre. El pasillo separa sus habitaciones de las mías.
—¿Y tu hermano?
—Mi hermano Semen Semenovich habita en el pabellón.
—¿Es casado?
—Es viudo. Pero, ¿qué interés tienes en todo eso?
Michkin le miró sin contestar. Habíase tornado pensativo de repente y ni siquiera oyó la pregunta de Rogochin. Éste esperó, sin repetirla. Siguió un silencio.
—Hace un momento, estando a cien pasos de esta casa, adiviné que era la tuya —dijo el príncipe.
—¿Por qué?
—No puedo decírtelo. Tu casa tiene la fisonomía de tu familia. Los Rogochin, después de residir largo tiempo en ella, parecen haberla marcado con su sello. Pero si me preguntas cómo he llegado a esa conclusión, no podré explicártelo. Sin duda fue en virtud de una especie de delirio. Incluso me asusta ver lo que ello me agitó. Antes no se me hubiera ocurrido pensar que tú vivías en una casa semejante, y, sin embargo, en cuanto la distinguí, me dije: «Ésa debe de ser su residencia.»
—Ya, ya... —repuso, con vaga sonrisa, Parfen Semenovich, que no había comprendido apenas el confuso pensamiento del príncipe—. Fue mi abuelo quien hizo construir este edificio —añadió—. Unos skopetz, los Khludiakov, la han habitado siempre, y todavía continuamos teniéndolos por inquilinos.
—¡Qué oscuridad hay aquí! Tu casa no es muy alegre —dijo el visitante, examinando el despacho una vez más.
Era una vasta estancia, alta, sombría y muy embarazada por los muebles que la llenaban. Se veían por doquier grandes mesas de escritorio, pupitres, armarios llenos de papeles y libros de negocios. Había un ancho diván de tafilete rojo que servía sin duda de lecho a Rogochin. En la mesa ante la que Parfen Semenovich hizo sentar a Michkin, éste distinguió dos o tres libros, uno de los cuales, la Historia de Soloviev, se hallaba abierto a la sazón. Una señal marcaba el punto en que el lector había suspendido la lectura. Pendían de las paredes cuadros al óleo, de marcos parcialmente desdorados y tan empañados por el humo que sólo difícilmente cabía reconocer su conjunto. Un retrato de tamaño natural atrajo la atención del príncipe: representaba un hombre de cincuenta años vestido con una levita de corte alemán, de amplio vuelo. El retratado llevaba dos medallas al cuello, tenía la barba blanca, rala y corta, el rostro amarillento y surcado de arrugas, la mirada desafiadora, concentrada y triste.
—¿Era tu padre? —preguntó Michkin.
—Sí, él es —repuso Rogochin, con una sonrisa desagradable, como si creyese que el visitante hacía la pregunta para añadir alguna molesta broma respecto al difunto.
—¿Era un antiguo creyente?
—No. Iba normalmente a la iglesia. Pero es cierto que albergaba preferencias por el antiguo culto. Y apreciaba mucho a los skopetz. Esta habitación era su despacho antes de convertirse en mío. ¿Por qué me has preguntado si era antiguo creyente?
—¿Piensas casarte aquí?
—Sí... —repuso Parfen Semenovich, estremeciéndose, muy sorprendido por la inesperada pregunta.
—¿Y pronto?
—Bien sabes tú que ello no depende sólo de mí.
—Yo no soy enemigo tuyo, Parfen Semenovich, y no quiero estorbarte en nada. Te lo digo ahora, como te lo dije otra vez, en una circunstancia análoga a la de ahora. Ya sabes que no fui yo quien estorbó tu casamiento cuando éste iba a efectuarse en Moscú. La primera vez fue la misma Nastasia Filipovna quien sacó, por decirlo así, la cabeza de debajo de la corona nupcial y quien fue en mi busca rogándome que la «salvara» de ti. Cito sus propias palabras. Más tarde me abandonó también; la encontraste y cuando ibas a conducirla al altar, te dejó plantado y huyó, refugiándose aquí, según dicen. ¿Es verdad? Lebediev me escribió manifestándomelo y por eso he venido. Respecto a la reconciliación que ha habido ahora entre vosotros dos, no tuve la primera noticia hasta ayer, en el tren, y me la transmitió uno de tus antiguos amigos: Zaliochev. Al venir a San Petersburgo, yo tenía el fin de proponer a Nastasia Filipovna marchar al extranjero, en interés de su salud. Está enferma de cuerpo y de alma y, sobre todo, de la mente, y necesita muchos cuidados. Mi intención no era llevarla conmigo al extranjero: la habría hecho marchar, pero no la hubiese acompañado. Te digo la pura verdad. Pero si, en efecto, os habéis reconciliado, no me presentaré ante ella jamás ni volveré a hacerte visita alguna. Tú sabes que no pretendo engañarte y que he sido siempre sincero contigo. Nunca te he ocultado mi opinión sobre este asunto y te he dicho siempre que vuestro casamiento causará infaliblemente la desgracia de ella. También a ti te será fatal... y acaso más que a Nastasia Filipovna. Celebraría que volvierais a romper vuestro compromiso, pero nada haré para procurarlo. Estate tranquilo, pues, y no sospeches de mí. Además, no ignoras que yo no he sido jamás un rival en el sentido verdadero de la palabra, ni aun cuando Nastasia Filipovna se refugió junto a mí. Ya veo que te ríes: sabía que esto te iba a hacer reír. Pero así es: ella y yo vivíamos allí separados, cada uno en un sitio diferente, y tú no lo ignoras. Ya te he explicado que no la quiero por amor, sino por compasión. Juzgo exacta la definición. Tú me dijiste entonces que comprendías estas palabras. ¿Es cierto? ¿Las comprendes? ¡Oh, qué expresión de odio hay en tu mirada! Pero he venido para tranquilizarte, porque también a ti te quiero mucho, Parfen Semenovich. En fin: me voy y no volveré más. Adiós.