Aguas Primaverales
Aguas Primaverales читать книгу онлайн
Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente, cabeceando y dando relinchos apagados. La senda por donde iban hizo un brusco recodo y los condujo a un desfiladero bastante angosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinos y las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban el aire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas pardas exhalaban por sus grietas una frescura profunda. A los dos lados del camino veíanse acá y allá colinas redondeadas, cubiertas de verde musgo.
—¡Alto! —exclamó la señora Polozoff—. Quiero sentarme y descansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.
Sanin bajó a escape del caballo y acudió. Apoyóse ella en sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse en uno de los musgosos terromonteros. Sanin, de pie ante ella, tenía de las riendas ambos caballos.
—María Nicolavna le miró, y dijo: —Sanin, ¿sabe usted olvidar?
Sanin se acordó de su conversación de la víspera... de su prometida que le esperaba.
—Eso, ¿es una pregunta o un cargo?
—En mi vida he hecho cargos a nadie. Y dígame: ¿cree usted en los filtros?
—¿En qué?
—En los filtros, ¿sabe?, de que hablan nuestros cantares, nuestros cantares campesinos.
—¿Ah!, se refería usted a eso —dijo con lentitud Sanin. —Sí, a eso. Yo sí, yo creo en ellos... y usted creerá.
—Los filtros, los sortilegios, todo es posible en este mundo —repitió Sanin—. En otro tiempo no creía en eso, ahora creo. Ya no me conozco.
María Nicolavna miró en torno suyo con atención.
—Me parece que conozco este sitio. Mire, Sanin, ¿hay o no hay detrás de este gran roble una cruz de madera roja?
Sanin dio algunos pasos, y dijo:
—¡Sí, ahí está la cruz!
La señora Polozoff se sonrió.
—¡Ah, muy bien! Ya sé dónde estamos. Hasta ahora, por lo menos, no nos hemos perdido aún. ¿Qué ruido se oye a lo lejos? ¿Un leñador?...
Sanin miró por entre la espesura.
—Sí... por allá hay alguien cortando ramas secas. Entonces tengo que cogerme el pelo.
Se quitó el sombrero y se puso a trenzar sus largas matas de cabellos, con aire formal y sin decir una palabra. Sanin continuaba de pie delante de ella... Las líneas armoniosas de su cuerpo se dibujaban bajo los oscuros pliegues del vestido, al que se habían agarrado acá y allá algunas pequeñas briznas de musgo.
De pronto, uno de los caballos resolló con fuerza detrás de Sanin, quien se estremeció involuntariamente de pies a cabeza. Todo él trastornado, y sus nervios tensos como cuerdas. No se equivocó al decir: “Ya no me conozco”. Realmente, estaba hechizado. Todo su ser estaba reconcentrado en un solo pensamiento, en un solo deseo. María Nicolavna le miró fijamente.
—Vamos, ahora está todo como debe estar dijo volviendo a ponerse el sombrero—. ¿No se sienta usted? Mire, aquí. No; espere... no se siente. ¿Qué es eso que oigo? Una vibración sorda y prolongada pasaba sobre las copas de los árboles y por el aire del bosque.
—¿Será un trueno?
—Creo que sí —respondió Sanin.
—¡Ah, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fiesta! Sólo esto nos faltaba.
Un trueno sordo se dejó oír por segunda vez, creciendo y retumbando con estruendo.
—¡Bravo! ¡Que se repita! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de la Eneida. También ellosfueron sorprendidos por la tempestad en un bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos.
Se levantó con rapidez, diciendo:
—Tráigame la yegua. Extienda la mano... así. No soy muy pesada. Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó a caballo. —¿Quiere usted... volverse atrás? preguntó con voz insegura. —¡Volverme atrás! —respondió ella tras breve pausa, cogiendo las riendas; y añadió con tono duro, casi brutal—: ¡Sígame!
Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó la ladera hasta una encrucijada, torció a la derecha y volvió a subir por la colina... Evidentemente sabía a dónde iba a parar aquel camino, que penetraba cada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronunciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba ella en línea recta con aire imperioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa de voluntad en el flaco corazón.
Comenzó a caer la lluvia en gotas aún escasas.
Unas cuantas horas más tarde, María Nicolavna y Sanin regresaban a Wiesbaden, con el groom detrás, dormido en la silla. Polozoff, con la carta del administrador en la mano, recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; nublóse un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:
—¿Habré perdido mi apuesta?
María Nicolavna se limitó a encogerse de hombros.
Y el mismo día, dos horas después, enloquecido y absorto, estaba Sanin de pie ante la señora Polozoff.
—¿A dónde vas? —díjole ella—. ¿A París... o a Francfort?
—Iré donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me arrojes —respondió él desesperadamente.
Una sonrisa de triunfo culebreó por sus labios y en sus dilatados ojos, claros hasta parecer blancos, leíase tan sólo la saciedad y la implacable inmovilidad de la victoria. Cuando el gavilán clava las garras en los ijares de su víctima, ésos deben ser sus ojos.
XLII
Todo esto fue lo que se le vino a la memoria a Demetrio Sanin, cuando en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus papeles antiguos, se le vino a las manos la crucecita de granates. Los acontecimientos que acabamos de referir, se dibujaron con claridad ante los ojos de su alma... Pero al llegar a la hora en que había dirigido a la señora Polozoff aquella humillante súplica, en que había comenzado su esclavitud, en que se había puesto a los pies de aquella mujer, apartóse de aquellas imágenes evocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fuese infiel la memoria, no; sabía bien, harto bien lo que siguió a aquella hora fatal; pero la vergüenza le ahogaba, aun entonces, al cabo de tantos años transcurridos. Temía ese sentimiento de irresistible menosprecio de sí mismo, que estaba seguro de que había de acometerle, y que semejante a una ola sumergiría en él cualquier otro sentimiento si no hacía callar a su memoria. Pero por grande que fuera su empeño en luchar contra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogarlos por completo. Acordábase de aquella lastimosa y miserable carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que había escrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta... Respecto a presentarse delante de ella, volver a su lado después de tal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todo lo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se había opuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí mismo, toda estimación en sí propio? ¿Cómo se atrevería en lo sucesivo a dar su palabra de honor?