Aguas Primaverales
Aguas Primaverales читать книгу онлайн
Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Sanin miró en la dirección indicada.
—Creo que sí.
—¡Muy bien! Voy a ordenarle que se detenga ahí, y que beba cerveza esperando nuestro regreso.
—Pero... ¿qué va a pensar?
—¿Qué nos importa? Pero ¿bah! No pensará absolutamente nada: beberá cerveza, y pare usted de contar. Vamos, Sanin (era la primera vez que le llamaba así familiarmente): ¡adelante, al trote!
Así que llegaron delante de la posada, la señora Polozoff llamó al lacayo y le dio instrucciones. El lacayo, un groom inglés de origen y por temperamento, sin decir una palabra, se llevó la mano a la visera de la gorrilla y se apeó del caballo, conduciéndolo de la brida. —¡Ya estamos ahora libres como los pájaros! —exclamó María Nicolavna—. ¿A qué parte nos dirigiremos? ¿Al Norte, al Mediodía, al Poniente, al Oriente? Mire: soy como el rey de Hungría el día de su coronación (enseñaba con la punta del latiguillo los cuatro puntos cardinales). Todo nos pertenece. No... ¿Sabe una cosa? ¡Mire las hermosas montañas allá lejos, y qué bosques! Vámonos allí, arriba, arriba... In die Borge wo die Freiheit thront. (Sobre las alturas, donde reina la libertad.)
Abandonó la carretera y tomó al galope por un estrecho sendero apenas trillado, que, en efecto, parecía dirigirse a la montaña. Sanin la siguió a galope también.
XLI
El camino convirtióse bien pronto en una senda y desapareció por completo, cortado por un foso. Sanin habló de volver atrás.
—¡No! dijo la señora Polozoff—. ¡Quiero ir a la montaña! ¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!
Hizo que la yegua saltase el foso, y Sanin la imitó. Por detrás de la trinchera extendíanse unos prados, al principio secos, luego húmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; filtrábase el agua por todas partes, formando charcas, a través de las cuales tenía gusto la señora Polozoff en meter a su yegua.
—¡Hagamos novillos! —dijo con alegres carcajadas—. ¿Sabe lo que se llama en Rusia cazar salpicando?
—Sí.
—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en primavera, cuando por todas partes hay agua. Yo le acompañaba. ¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos salpicando!...Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con una italiana. Pero eso es a usted a quien le interesa. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otro foso! ¡Hop!
La yegua saltó por encima del obstáculo, pero María Nicolavna perdió el sombrero. El cabello desparramósele en rizos por los hombros. Sanin quería apearse para recoger el objeto caído, pero ella exclamó:
—¡No lo toque! ¡Yo misma lo cogeré!
Inclinóse muy abajo desde la silla, enganchó la punta del latiguillo y recogió, en efecto, el sombrero, poniéndoselo en la cabeza sin arreglarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca carrera, dando el grito gutural del cosaco al cargar contra el enemigo.
Sanin iba tras ella, saltando zanjas, setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hundiéndose en los barrizales, saliendo del paso bien o mal él y su caballo, y siempre con los ojos puestos en la señora Polozoff.
En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos y devoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y las ventanillas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez al viento que la azotaba de lleno. Miraba de frente, y hubiérase dicho que su alma quería tragarse todo, conquistar todo lo que veía, la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía no sentir sino un solo pesar: el de que fuesen tan poca cosa los peligros, para darse el gusto de vencerlos todos.
—¡Sanin! —exclamó— ¡Esto es enteramente como en la Lenorede Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdad que usted no está muerto?... ¡Yo estoy viva!
Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza, todo se había desencadenado. Ya no era una amazona lanzando a su caballo a galope tendido, era una joven centaura que triscaba, medio alimaña montaraz y medio diosa, y la comarca honrada y apacible que hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, la veía pasar con asombro.
Por fin detuvo a la yegua, cubierta de espuma y salpicaduras de lodo, que se rendía bajo su peso. El brioso, pero pesado semental de Sanin, resollaba jadeante.
—¡Vamos! ¿Y esto, le gusta? murmuró ella quedo, muy quedo.
—¡Que si me gusta...! —respondió Sanin con un arrebato de exaltación.
Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.
—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo la mano, cuyo guante estaba hecho tiras—. Le dije que le llevaría al bosque, a la montaña... ¡Ahí está la montaña!
En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían detenido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse altos montes, cubiertos de grandes bosques.
—Mire un camino —prosiguió ella—. ¡Juntos y adelante! Pero al paso: es preciso dejar que respiren nuestras cabalgaduras. Pusiéronse en marcha. Con un solo movimiento de mano, María Nicolavna se echó atrás vigorosamente los cabellos. Luego se miró los guantes y se los quitó diciendo:
—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿no es cierto?
La señora Polozoff se sonreía, y Sanin le sonrió también.
—¿Qué edad tiene usted? — le preguntó de pronto.
—Veintidós años.
—¡Toma, toma! También yo tengo veintidós años. ¡Bonita edad! Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez. Pe ro hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?
—Como una amapola.
María Nicolavna se pasó el pañuelo por la cara.
—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco. Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene usted amigos? Sanin reflexionó un instante, y dijo:
—Sí... pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.
—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos... Y mire, un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nos llevan! ¡Ah, qué buen estar hace aquí! ¡Y cuando pienso que pasado mañana estaré en París!
—¡Sí... cuando se piensa eso! —repitió Sanin. —¿Y usted en Francfort?
—En Francfort, con seguridad.
—Pues bien; sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy es nuestro... nuestro... ¡nuestro!
Los jinetes saltaron la linde y se metieron en el bosque, que los envolvió con su sombra húmeda y profunda.
—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Nicolavna—. ¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!