Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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María Nicolavna alzó los ojosal cielo para reflexionar, y dijo por fin:
—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá usted cuánto quiere de arras. Y ahora ¡basta cosi!—dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar—. Basta de ocuparse del vil metal. ¡Para mañana los negocios! ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta... (miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura... hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.
—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.
—¡Imposible! Pero decididamente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de mistó. Verá una vieja patilluda y bigotuda magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco es malejo: tiene una testa majestuosa y nariz aguileña; y cuando pone en el tapete un thaler, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted los periódicos, paséese, haga lo que quiera, en una palabra... Y a las tres, le espero... a pie firme. Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media. Tendióle ambas manos, diciéndole—: Sin rencor, ¿no es así?
—¡Oh, María Nicolavna! ¿Por qué la he de querer mal? Porque le he martirizado. Aguarde, que otras cosas ha de ver muy diferentes. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos;y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.
Inclinóse Sanin y salió. Alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba a la sazón: la señora Polozoff había metido el fez de color de grosella hasta las narices de su marido, quien se resistía dando manotazos al aire débilmente con ambas manos.
XXXVII
¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nicolavna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella medio intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al siguiente día en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometido! Pe ro ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que le trajo a Wiesbaderi, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados... Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro... ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!
Otra cosa le tenía trastornado y de mal temple. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que le aguardaba en lo venidero; y entre tanto aquella extraña mujer, aquella señora Polozoff se erguía sin descanso... ¡qué digo, se erguía!... se le metía incesantemente por los ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse dé la impresión del perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarle y burlarse de él... Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿En qué relaciones estaba con su mujer? ¿Y a asunto de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Polozoff ni de su mujer? ¿Y por qué no podía conseguir desechar esa imagen importuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos, de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas serpenteadoras, todo aquello, ¿se había verdaderamente agarrado tanto a él, que no tuviese ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?
—“¡Necedades!; —se dijo—. Todo eso desaparecerá sin dejar vestigios... Pero ¿me dejará partir mañana?”
Mientras se hacía todas estas preguntas, acercábase la hora de las tres. Se puso la levita negra; y después de un paseo por el parque, dirigióse a las habitaciones de los Polozoff.
Encontró en su salón un secretario de Embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era una novedad por aquel tiempo). Y... ¡oh sorpresa! ... se encontró con su Dónhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.
—¿Se conocían ustedes? —preguntó la señora Polozoff, a quien no se le había pasado por alto el desasosiego de Sanin.
—Sí, ya he tenido el honor... —dijo Dónhof—. E inclinándose ligeramente hacia María Nicolavna, añadió a media voz con una sonrisa—: Es él mismo... el compatriota... el ruso de que he hablado...
—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándole con el dedo.
Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba de ella enamorado hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dónhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear, pero María Nicolavna lo despachó sin la menor ceremonia del mundo.
—Váyase usted con su soberana —le dijo—. (Por aquel entonces hallábase en Wiesbaden cierta princesa di Monaco). ¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?
—Permítame usted, señora —replicó el malaventurado secretario—: todas las princesas del mundo...
Pero la señora Polozoff no tuvo piedad. Marchóse el secretario, con su raya cogotera y todo.
María Nicolavna iba puesta aquel día como más le “favorecía”, según modismo de nuestra abuela. Llevaba un traje de tafetán de color de rosa, con mangas á la Fontange,y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y en un día feliz.
Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar dentro de pocos días; de los alemanes, que la cargaban, y (según su dicho) son necios cuando quieren parecer lis tos, y tienen ingenio a contratiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:
—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que ahora mismo estaba aquí?