Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Prolongóse aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca se había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma... ¡Y aquella mujer lo había acaparado!
—¿No está usted fatigada? —preguntó más de una vez.
—Nunca me fatigo —respondía ella.
Cruzáronse con escasos paseantes: casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, muy guapo mozo y elegantemente vestido, gritóle ella desde lejos con el más puro acento parisiense:
—Conde, no hay que ir a verme, ¿sabe?, ni hoy ni mañana.
El Conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.
—¿Quién es? — interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos. —¿Ése? ¡Un franchutillo...! Hay muchos mariposeando por aquí... También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa: paréceme que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haber abierto sus ventanas.
“¡Mi hombre! ¡Sus ventanas! repitió Sanin para sus adentros...—¡Y decir que habla con tanta elegancia francés! ... ¡Qué pícara de mujer!”
Tenía razón la señora Polozoff Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o mejor dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color de grosella en la cabeza.
—¡Ya no te esperaba! —exclamó, gesticulando con cara de pocos amigos—. Había resuelto tomarme el café sin ti.
—Eso no le hace, nada importa eso —dijo ella alegremente—. ¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a escape! ¡Vamos, tomemos café, del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel como el ampo de la nieve!
Quitóse el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra otra. Polozoff la miraba con el rabillo del ojo.
—¿Qué demonios tienes, María Nicolavna, que tanto te rebulles hoy? dijo a media voz.
—Eso no te importa, Hipólito Sidorovitch. ¡Llama! Siéntese, Demetrio Pavlovitch, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo! —Cuando te obedecen —rezongó el marido.
—¡Exacto: Cuando me obedecen! Eso es precisamente lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!
Había un anuncio de teatro en la enorme bandeja que traía el criado. Al momento se apoderó de él la señora Polozoff.
—¡Un drama! —dijo con enfado—. ¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me tomen un palco, una platea, no...un palco de los extranjeros, la Fremden-Logedijo al criado.
—Pero, ¿y si la Fremden-Logeestá ya apartada para Su Excelencia el señor gobernador de la ciudad? ( Seine Excelenz der Herr Stadt-Director?) preguntó el criado.
—Dale diez táleros a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿oyes?
El criado bajó la cabeza con aire sumiso.
—Demetrio Pavlovitch, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted... ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?
—Como gustes —respondió Polozoff hablando dentro de la taza, que se había aproximado a la boca.
—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro; y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí más bien lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada...
—Bueno, bueno —respondió Polozoff.
—Vamos, perfectamente, eres buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro gran negocio. Demetrio Pavlovitch, en cuanto el mozo haya llevado el servicio, nos dirá usted todo lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como arras, en una palabra, todo, todo. (¡Al cabo! —pensó Sanin—, ¡gracias a Dios!) Ya me había dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros... Que escuche; siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda... Le había prometido ocuparme de usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas, ¿no es así, Hipólito Sidorovitch?
—La verdad, verdad: no engañas a nadie.
—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Demetrio Pavlovitch, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado. Sanin se puso a exponer su asunto, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a hablar de “hechos y cifras”, invocando de tiempo en tiempo el testimonio de Polozoff para confirmar sus dichos. Pero Polozoff no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio nada hubiera puesto en claro. Por lo demás, la señora Polozoff se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que había para quedarse en Babia! Conocía al dedillo todos los secretos de la gerencia de un dominio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos los detalles, cada una de sus preguntas iba derecha al fin y ponía puntos a las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un acusado en el banquillo de los reos, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!” —decíase con angustia—. Al preguntarle, se reía la señora Polozoff como para decir que aquello era una broma; mas no por eso estaba a gusto Sanin, y le goteaba el sudor en la frente cuando en el curso de aquel interrogatorio se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos que significan “hijuela” o “tierra de labor”.
—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Polozoff—. Ahora conozco su posesión... lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma?
(Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de colonos siervos que contenía).
—Pues... me parece... que no se puede pedir menos de... quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo.
—(¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estabas? Entonces hubiera sido el verdadero momento oportuno para que exclamases: ¡Barbari!).