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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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Dejóse caer en una butaca y estalló en llanto. De improviso una nueva llama se encendió en sus ojos. Levantóse y clavó en Aglaya una mirada obstinadamente fija.

—¿Quieres que le dé una orden? ¿Oyes? Me bastará mandárselo y se quede conmigo para siempre. Basta que se lo mande para que nos casemos. ¡Y tú volverás sola a tu casa! ¿Quieres verlo, quieres? —gritó enloquecida, trémula y desencajada.

Era posible que ni ella misma se hubiese juzgado capaz de semejante lenguaje. Aglaya, aterrorizada, corrió hacia la puerta. Pero se detuvo en el umbral, inmóvil como clavada en tierra, y escuchó.

—¿Quieres ver cómo echo de aquí a Rogochin? Creías que ya me había casado con él para complacerte, ¿eh? Pues voy a ordenar a Rogochin que se vaya y luego diré al príncipe: «Acuérdate de lo que me has prometido.» ¡Dios mío! ¿Por qué me ha humillado de este modo ante esta gente? ¿No me has dicho, príncipe, que te casarías conmigo, que no te importaría nada de nada, que no me abandonarías jamás, que me amabas, que me lo perdonabas todo y que me esti... me esti...? ¡Sí, lo has dicho! No huí de tu lado sino para devolverte tu libertad. ¡Pero ahora no quiero dejarte libre! ¿Quién es esa mujer para tratarme como a una perdida? ¡Pregunta a Rogochin si soy una perdida! ¿Serás capaz, León Nicolaievich, ahora que esa mujer me ha puesto como un trapo delante de ti, de salir del brazo de ella? ¡Maldito seas si lo haces! Porque eres el único hombre en quien he creído... ¡Vete, Rogochin, no te necesito! —gritó casi inconsciente.

Las palabras surgían con trabajo de su garganta, su rostro estaba descompuesto, sus labios ardían. Era notorio que no creía ni por asomo en lo que decía, pero se obstinaba en engañarse y prolongar su ilusión por un segundo más. Michkin tuvo la impresión de que aquel arrebato tan violento podía incluso costar la vida a Nastasia Filipovna.

—¡Mírale! —gritó ella a Aglaya, señalando al príncipe con el dedo—. Si no me prefiere en el acto, si no opta por mí... llévatelo, te lo cedo.

Las dos mujeres esperaban, fijando en Michkin las miradas de sus ojos extraviados. Es probable, e incluso seguro, que él no comprendiese toda la emoción de aquella llamada. Sólo reparó en el ser loco y desesperado que tan dolorosa impresión le produjera siempre, como había dicho una vez Aglaya. No pudo contenerse más y dirigiéndose a la joven dijo, mostrándole a Nastasia Filipovna:

—¿Es posible? ¡Con una mujer tan desgraciada!

No pudo continuar. Enmudeció bajo la tremenda mirada de Aglaya, cuyos ojos mostraban una expresión de inmenso sufrimiento y de odio infinito. Michkin se golpeó las manos, lanzó un grito y se precipitó hacia Aglaya. Pero ésta había percibido el momento de vacilación del príncipe y semejante vacilación fue más de lo que se sentía capaz de soportar.

—¡Dios mío! —gritó.

Y huyó de la habitación, cubriéndose el rostro con las manos. Rogochin se apresuró a seguirla para abrirle la puerta. Michkin quiso salir también en pos de Aglaya, pero al ir a cruzar el umbral se sintió sujeto por los brazos de Nastasia Filipovna. El rostro dolorido y convulso de la joven le contempló fijamente. Sus labios exangües murmuraron:

—¿Te vas con ella? ¿Con ella?

Y la pobre mujer cayó desmayada en los brazos de Michkin. Él la sostuvo, la llevó a un sillón y permaneció inclinado hacia ella, sin saber a qué decidirse. Rogochin volvió, tomó un vaso de agua de sobre una mesilla y arrojó su contenido al rostro de la desmayada. Ella abrió los ojos. Por unos instantes pareció desconcertada, sin darse cuenta de lo que ocurría. De pronto miró en torno suyo, se estremeció, emitió un grito y se precipitó hacia Michkin.

—¡Es mío! ¡Mío! —gritó—. ¿Se ha ido esa chiquilla orgullosa?

Y prorrumpió en una risa histérica.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¿Yo se lo había dicho a esa mujer? ¿Por qué razón? ¡Loca de mí! ¡Vete, Rogochin! ¡Ja, ja, ja!

Rogochin los miró atentamente, cogió su sombrero y salió sin pronunciar una palabra. Diez minutos más tarde, Michkin, sentado junto a Nastasia Filipovna, la miraba sin cesar, acariciando su cabeza y su rostro como a una niña. Reía viéndola reír y cuando ella lloraba sentíase a punto de romper en llanto. Escuchaba en silencio, probablemente sin comprenderlas, pero con una dulce sonrisa en los labios, las palabras entrecortadas, entusiastas e incoherentes que pronunciaba la joven. Y tan pronto como imaginaba que ella le dirigiría algún reproche o que recaía en su dolor, le prodigaba nuevas caricias y palabras tiernas como a un niño desconsolado.

IX

En el curso de los quince días que siguieron a aquella escena, las situaciones respectivas de los principales personajes de esta historia se modificaron de tal modo, que no es fácil proseguir el relato sin entrar en explicaciones previas. Y sin embargo, nos parece mejor limitarnos, en lo posible, a la mera exposición de los hechos, ya que medían algunas circunstancias cuyos detalles no podemos esclarecer. Tal advertencia parecerá probablemente muy extraña al lector. ¿Cómo, dirá éste, relatar aquello que no tiene una idea clara? Para no colocarnos en una situación más falsa todavía, trataremos de explicar nuestro pensamiento con un ejemplo, y así acaso se comprenda en qué consiste, hablando propiamente, nuestra dificultad, tanto más cuanto que este ejemplo no ha de introducir una laguna en el relato, sino que constituirá su continuación directa.

Pasadas dos semanas, es decir, a principios de julio, la última aventura de nuestro protagonista se había convertido en objeto de las conversaciones de todos, mencionándose como anécdota extraña, divertida, inverosímil y, a la vez, casi cierta. En Pavlovsk no había quien no refiriese, con mil variantes, el caso de un príncipe que, a punto de casarse con una muchacha de familia honrada y muy conocida, se había prendado de una mujer equívoca, rompiendo con su novia y proponiéndose a despecho de todos, y a trueque de arrostrar la pública indignación, casarse en breve con dicha mujer. La historia incluía tales escándalos, se hacían figurar en ella personajes tan importantes, se presentaba bajo colores tan fantásticos, se alegaban hechos tan positivos, que la general curiosidad y las desbordadas habladurías se hallaban, en aquel caso, justificadas en gran parte. La versión que parecía más probable y que divulgaban los narradores más serios —es decir, esa clase de comentaristas que se encuentran en todas las capas sociales, que conocen todo lo concerniente a quienes tratan, y que parecen hallar su ocupación y hasta su consuelo en semejante trabajo— era la siguiente: un joven de buena familia con título de príncipe, casi imbécil, demócrata, trastornado por el nihilismo contemporáneo que acaba de descubrir Turguenev, y casi ignorante del idioma ruso, se había prendado de una de las hijas del general Epanchin y sido aceptado como novio oficial. Pero su intención era jugar a la familia una pasada semejante a la de aquel seminarista francés que, tras dejarse ordenar y cumplir todas las fórmulas rituales, había hecho, al día siguiente de ser ordenado, pública profesión de ateísmo, en carta dirigida al obispo y reproducida por los periódicos liberales. Decíase que a ejemplo de aquel hombre, el príncipe había resuelto promover un escándalo en casa de los padres de su prometida, aprovechando una recepción en que iba a ser presentado a varios elevados personajes. Había, en efecto, aguardado aquel momento para proclamar sus opiniones ante todos, injuriar a funcionarios de alta jerarquía y retirar públicamente la palabra dada a la novia. En vista de ello se ordenó a los criados que le expulsaran y, luchando con ellos, había roto un magnífico jarrón de China. Como detalle característico de las costumbres modernas, se añadía que aquel joven amaba locamente a la hija del general y que si había roto con ella era sólo por fidelidad a los principios nihilistas, ya que deseaba proporcionarse la satisfacción de casarse con una cualquiera, probando así que a sus ojos no existía diferencia entre las mujeres virtuosas y las mujeres sin honra, y que, de existir dicha diferencia, era en favor de las últimas. Esta explicación parecía la más plausible y los moradores de Pavlovsk la aceptaban con tanto mayor motivo cuanto que los hechos diarios tendían a confirmarla. Existían, desde luego, circunstancias oscuras. Contábase, por ejemplo, que la pobre joven quería tanto a su prometido —algunos decían «a su seductor»— que al día siguiente del escándalo había ido a buscarle a casa de su amante. Otros, por el contrario, decían que era él quien la había traído allí para afirmar sus principios nihilistas cubriéndola de oprobio. Fuese como fuera, el caso despertaba un interés que aumentaba de un día a otro y la curiosidad pública estaba muy excitada. La perspectiva de una boda escandalosa era juzgada indudable para todos. Y si ahora se nos pidieran a nosotros esclarecimientos, no sobre el aspecto nihilístico del asunto —¡oh, eso no!—, pero sí sobre si tal casamiento entraba o no en los propósitos del príncipe, y sobre cuáles eran los deseos reales de éste confesaríamos que nos veríamos en grave dificultad. Sólo podemos decir que el casamiento, en efecto, había sido decidido y que Michkin había descargado el trabajo para cumplir los trámites necesarios en Keller, Lebediev y un amigo presentado al príncipe por Lebediev. Estos hombres tenían orden de no reparar en gastos para abreviar las gestiones. Nastasia Filipovna insistía en que el casamiento tuviese efecto lo antes posible; Keller había suplicado al príncipe que le aceptase como padrino y Michkin accedió a ello; Burdovsky, designado para llenar idénticas funciones cerca de Nastasia Filipovna, las aceptó con entusiasmo, y la boda debía celebrarse a primeros de julio.. Pero, aparte esos hechos, de exactitud indiscutible, poseemos otros detalles que nos desconciertan, porque desmienten los primeros. Así, o mucho nos engañamos o, casi inmediatamente de haber dado poderes a Lebediev y a los demás, Michkin olvidó al maestro de ceremonias, a los padrinos y a todo lo concerniente a la boda. Y si se dio tanta prisa en descargarse de aquellas gestiones, tal vez fuese porque deseara olvidarlo todo cuanto antes. ¿Qué cabe pensar, pues? ¿Qué quería recordar y a qué aspiraba? Es indudable, por ende, que ninguna clase de coacción fue ejercida sobre él, ni por parte de Nastasia Filipovna ni por parte de nadie. Cierto que la joven anhelaba un casamiento rápido y que era ella quien lo había propuesto; pero él consintió de buen grado aunque con cierta distracción, como si se tratara de cosa que le fuese indiferente o poco menos. Aun podríamos indicar otros detalles singulares, pero creemos que, lejos de esclarecer las cosas, las tornarían más obscuras. Citaremos, sin embargo, un ejemplo más.

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