El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—Vendré, vendré —se apresuró a contestar el príncipe—, y le doy mi palabra de honor de que pasaré la noche entera sin abrir los labios. Lo haré así.
—Y acertará. Antes ha dicho: «Diré que estoy enfermo de boquilla» ¿De dónde saca tales expresiones? ¿Qué placer encuentra en hablarme así? Lo hace para molestarme, ¿verdad?
—Perdón. Es una expresión de colegial. No volveré a emplearla. Comprendo (¡no se enfade!) que teme usted por mí y eso me encanta. No sabe usted lo que me asustan sus palabras... y lo feliz que me hacen. Pero ese temor no significa nada: es una pequeñez. ¡Se lo aseguro, Aglaya! En cambio, la ventura persistirá. Me encanta verla tan niña, tan buena... ¡Qué mujer tan buena puede ser usted, Aglaya!
Ella estuvo a punto de incomodarse, pero, de pronto, un sentimiento inesperado se adueñó de su alma.
—¿Y no me reprochará usted más tarde, la aspereza de mis palabras de ahora? —preguntó de pronto.
—¿Qué dice usted? Parece mentira... Y ¿por qué vuelve a sonrojarse y a tener la mirada sombría? Eso, que le ocurre hace cierto tiempo, no le pasaba antes. Aglaya. Sé a lo que se debe...
—¡Calle, calle!
—No: es mejor hablar. Hace tiempo quise explicarme con usted y le dije lo que era, pero como no me creyó, tengo que volver a empezar. Hay una persona entre nosotros...
Aglaya asió con fuerza el brazo de su interlocutor y le miró, casi aterrada.
—¡Calle, calle, calle! —interrumpió bruscamente.
En aquel momento la llamaron. Satisfecha de poder abandonar al príncipe oportunamente, huyó a toda prisa. Michkin pasó la noche con fiebre. Tal era su estado desde hacía varias noches. Y a la sazón, en un semidelirio, se le ocurrió una idea: ¿iría a sufrir un ataque en presencia de todos? Ya le había sucedido otras veces. El pensamiento le dejó helado. Soñó que estaba en una sociedad asombrosa, insólita, entre gentes extrañas. Lo esencial era que «despotricaba», que sabía que no debía hablar y que hablaba sin cesar ni un instante, esforzándose en persuadir no sabía de qué cosa a sus interlocutores. Entre éstos se hallaban Radomsky e Hipólito, que parecían estar en muy buenos términos mutuos.
Despertó algo después de las ocho, sintiendo dolor de cabeza y un desorden mental extraordinario. Experimentaba un extraño y fuerte deseo de hablar con Rogochin, no sabía acerca de qué. Luego adoptó la decisión de visitar a Hipólito. Merced a la turbación de su ánimo, los incidentes de aquella mañana, aunque le impresionaron mucho, no lograron absorberle por entero. Uno de aquellos incidentes lo constituyó la visita de Lebediev.
Éste se presentó bastante temprano, es decir, poco después de sonar las nueve. Estaba completamente beodo. Aunque el príncipe no reparase apenas, desde hacía algún tiempo, en lo que sucedía a su alrededor, no había dejado de notar el hecho de que, desde la marcha del general, la vida de Lebediev era muy disipada: descuidaba su persona, llevaba los vestidos llenos de manchas, la corbata torcida, el cuello desgarrado. Armaba en casa alborotos cuyo rumor llegaba hasta las habitaciones de Michkin, aunque éstas se hallasen separadas de las otras por un patinillo. Una vez Vera había acudido, llorosa, para narrar al príncipe lamentables escenas domésticas.
Cuando Lebediev se halló ante Michkin, comenzó a hablar de un modo extraño, golpeándose el pecho, como si se confesase:
—He recibido... la recompensa de mi bajeza y mi perfidia. ¡He recibido una bofetada! —declamó trágicamente.
—¿Una bofetada? ¿De quién? ¿Y a estas horas?
—¿A estas horas? —repitió Lebediev, sarcásticamente—. La hora no tiene nada que ver con esto... ni siquiera para un castigo físico... Pero es un bofetón moral... moral y no físico, el que he recibido.
Sentóse sin cumplidos e inició un relato incoherente Michkin arrugó el entrecejo y ya se disponía a marcharse cuando ciertas palabras que escuchó le detuvieron en seco, petrificándole de sorpresa. Lebediev contaba cosas muy extrañas.
Ante todo, tratábase de una carta. Habíase pronunciado el nombre de Aglaya Ivanovna. Luego, a boca de jarro, Lebediev rompió en amargos reproches dirigidos al príncipe. Parecía estar quejoso de alguna cosa. Según decía, el príncipe, al comienzo, le había honrado con su confidencia en los asuntos referentes a cierta persona (Nastasia Filipovna), pero después había roto con él, expulsándole de su presencia ignominiosamente. El príncipe había llevado incluso su falta de gratitud hasta negarse a contestar a una «inocente pregunta relativa a próximos cambios en la casa». Lebediev, entre hipidos de beodo, declaró que no había esperado tal cosa jamás, sobre todo teniendo en cuenta que «sabía muchas cosas por Rogochin... y por Nastasia Filipovna... y por la amiga de Nastasia Filipovna... y por Bárbara Ardalionovna... y por... hasta por Aglaya Ivanovna... ¿Comprende? Sí, a través de Vera, mi hija queridísima, mi hija única... No, única, no; me engaño... porque tengo tres... ¿Y quién ha informado secretamente a Lisaveta Prokofievna? ¡Je, je! ¿Quién le ha escrito para ponerla al corriente de todos los hechos y movimientos... de Nastasia Filipovna? ¡Je, je! ¿Quién le envió esos anónimos, quiere decírmelo?»
—¿Es posible que haya sido usted? —exclamó Michkin.
—Exactamente —repuso el beodo, con dignidad—. Hoy mismo, a las ocho y media, hace treinta minutos... No, tres cuartos de hora... he notificado a esa noble madre que tenía que informarle de una aventura... significativa. He enviado a mi hija con unas palabras. Vera ha subido por la escalera de servicio.
—¿Y ha ido usted a ver a Lisaveta Prokofievna? —preguntó el príncipe, incrédulo.
—Sí, y he recibido un bofetón... moral. Me ha devuelto la carta, me la ha tirado a la cara sin abrirla siquiera... y a mí me ha echado por las escaleras... figuradamente hablando... Aunque ha faltado poco para que lo hiciese materialmente también.
—¿Qué carta es esa que le ha tirado a la cara sin abrir?
—Pero... ¡Je, je! ¿No se lo he dicho? Creía que sí. He recibido una carta con el ruego de enviarla a...
—¿De quién? ¿A quién?
Entonces Lebediev se enfrascó en «explicaciones» incomprensibles. Michkin creyó entender que la carta había sido llevada muy temprano por una criada que la entregó a Vera Lebediev para ser transmitida a su destino «como antes... como antes, también entregaran una de parte de cierta persona y para cierto personaje (porque doy a una el nombre de personaje y a la otra el de persona para distinguir una joven inocente, hija de un general, de una... señora de otro estilo...). Sí, una carta escrita por cierta persona cuyo nombre comienza con A...»
—¿Es posible? ¿Una carta para Nastasia Filipovna? ¡Qué absurdo! —protestó Michkin.
—Sí... y no para Rogochin... que es lo mismo —repuso Lebediev con una sonrisa y un guiño—. Una vez también le envió otra por conducto del señor Terentiev... Una carta enviada por la persona cuyo nombre empieza por A...