El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Bárbara Ardalionovna había dicho la verdad al comunicar a su hermano que las Epanchinas proyectaban una velada con asistencia de la princesa Biolokonsky. Ello se había decidido precipitadamente y con cierta agitación, sin duda, porque en aquella casa no podía hacerse nada como en las demás, según Lisaveta Prokofievna. La impaciencia de ésta, anhelosa de rápidas concreciones, lo explicaba todo, así como también la solicitud de los padres respecto al porvenir de su amada hija. Además, la princesa Bielokonsky iba a marchar en breve y como se contaba con que se interesase por el príncipe, se deseaba vivamente que él entrase en el gran mundo bajo los auspicios de la anciana dama, cuyo apoyo constituía la mejor recomendación para un joven. Los esposos pensaban que, si en aquel casamiento había algo de extraño, el «mundo» aceptaría mejor al futuro de Aglaya si aparecía patrocinado por la omnipotente princesa. De todos modos, antes o después, había que «presentar» a Michkin, había que introducirle en la sociedad, cosa de la que él no tenía la menor idea. Por otra parte, la reunión era una simple velada íntima, con asistencia de escasos amigos de la casa. A más de la Bielokonsky se aguardaba a otra señora, esposa de un alto dignatario. Como joven, sólo figuraría Eugenio Pavlovich, que debía acompañar a la princesa.
Michkin fue advertido con tres días de antelación de la llegada de aquella señora, pero sólo la víspera de la reunión se le notificó que ésta iba a celebrarse. Él observó el aspecto inquieto de los miembros de la familia y comprendió que distaban mucho de sentirse seguros acerca del efecto que su amigo había de causar. Pero las Epanchinas le juzgaban demasiado cándido para poder adivinar las dudas que ellas albergaban, y esto les hacía contemplarle con más precaución. Él no daba importancia alguna a la velada; sus preocupaciones eran muy diferentes. Aglaya se tornaba cada vez más caprichosa y sombría, y ello mortificaba mucho al príncipe. Cuando supo que aguardaba también a Radomsky, manifestó viva satisfacción, porque deseaba hablarle hacía mucho tiempo. Sus palabras no agradaron a nadie. Aglaya, irritada, se fue de la sala, y únicamente a las once, cuando el príncipe se despedía, la joven aprovechó la oportunidad para dirigirle algunas palabras a solas.
—Quisiera que no viniese usted mañana en todo el día y que por la noche llegase cuando estuviesen reunidos todos esos... visitantes. Ya sabe usted que habrá gente.
Su tono sonaba impaciente y duro. Era la primera alusión que hacía a la velada. Todos habían podido advertir que a Aglaya le resultaba insoportable la idea de que hubiese gente. De buen grado hubiese dado una escena a sus padres con tal motivo, pero callaba por orgullo y pudor. Michkin comprendió en el acto que Aglaya temía por él, sin querer confesarlo, y se sintió asustado repentinamente.
—Sí, lo sé. Me han invitado —dijo.
La joven continuó la conversación sintiéndose visiblemente confusa.
—¿Puedo hablarle en serio una vez siquiera en la vida? —preguntó con brusquedad, encolerizada de pronto sin saber por qué, advirtiéndose a la vez incapaz de dominarse.
—La atiendo con sumo gusto —contestó el príncipe.
Tras una breve pausa, Aglaya continuó con profundo desagrado:
—No he querido discutir con mi familia. A veces no hay manera de hacerlos entrar en razón... Me han horrorizado siempre los principios que rigen a veces la conducta de maman. Sobra hablar de papá; a él no hay que preguntarle nada. Maman, ya lo sé, es una mujer muy buena. Ocúrrasele proponerle una vileza, y usted verá lo que dice... Y, sin embargo, se inclina ante ciertos seres despreciables. No aludo a la princesa Bielokonsky. Aunque sea una vieja absurda y de mal carácter, tiene inteligencia y sabe meter a todos en un puño. ¡Eso siempre es una cosa buena! Pero hay ciertas bajezas... Y ridículas, porque nosotros hemos sido siempre gente de la clase media, de una clase tan media como pueda ser. ¿Por qué, pues, obstinarnos en deslumbrar al gran mundo? A mis hermanas les pasa igual. El príncipe Ch. les ha llenado la cabeza de aire... ¿Por qué le alegra tanto, príncipe, la noticia de que va a venir Eugenio Pavlovich?
—Escuche, Aglaya —repuso Michkin—, veo que teme usted por mí. Sí; teme verme meter la pata en la reunión.
—¿Que temo por usted? —continuó Aglaya, muy ruborizada—. ¿Y qué razón hay para que tema por usted? Aunque usted... aunque usted se cubriese de ridículo, ¿que podría importarme? ¿Cómo se le ocurren semejantes términos? ¡Meter la pata! Es una expresión de pésimo gusto.
—Suele decirse... y...
—Suele decirse en un sentido ordinario. Se me figura que se propone hablar mañana así toda la velada. Le aconsejo que hojee un poco más el diccionario de caló; obtendrá usted de ese modo un éxito definitivo. La única lástima es que sepa usted presentarse correctamente. ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Sabe usted coger y tomar con corrección un vaso de té cuando todas las miradas se fijan en usted para ver cómo lo hace?
—Creo que sabré.
—Lo siento, porque me habría divertido verlo cometer torpezas. Por lo menos, procure romper el jarrón de la sala. Vale bastante... ¡Rómpalo, se lo ruego! Es un regalo. Mamá se deshará en llanto delante de todos. Haga usted uno de sus ademanes habituales, descargue un buen puñetazo y rompa el jarrón. Para ello siéntese adrede junto a él.
—Por el contrario, me sentaré lo más lejos posible. Celebro que me haya prevenido.
—De modo que tiene miedo de empezar a accionar como siempre... Apuesto también a que se propone tratar algún tema serio, científico, trascendental. ¡Será correctísimo!
—Temo obrar torpemente, si no me orienta.
—Escuche de una vez para siempre —dijo Aglaya con impaciencia—: si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo»...en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo, pero después no vuelva a aparecer ante mis ojos. Le hablo seriamente. ¡Esta vez le hablo seriamente!
Y mostraba, en efecto, profunda seriedad al proferir semejante amenaza. En su mirada y su acento había una expresión insólita, que el príncipe no había visto nunca en Aglaya y que no se parecía en nada a la burla.
—Se ha puesto usted de tal modo, que ahora estoy seguro de «despotricar» y hasta quizá de romper el jarrón... Antes no temía nada y ahora lo temo todo. Meteré la pata seguramente.
—Entonces, cállese. Estése sentado y mudo.
—No podré. Tengo la certeza de que el temor me impulsará a hablar y a romper el jarrón. Puede que resbale y me caiga, o que haga otra cosa parecida. Ya me ha sucedido alguna vez. Voy a soñar en ello toda la noche. ¿Por qué me lo ha sugerido?
Aglaya le miró, sombría.
—Escuche: lo mejor será que no venga —indicó Michkin—. Diré que estoy enfermo de boquilla y asunto concluido.
La joven, pálida de ira, golpeó furiosamente el suelo con el pie.
—¡Señor! ¿Dónde se ha visto una cosa así? ¡No venir cuando esa reunión se organiza sólo para él! ¡Dios mío! ¡Éstas son las consecuencias de tratar con un hombre tan... absurdo como usted!