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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—No puede usted imaginar —acabó— hasta qué punto es toda esa familia de Ivolguin irascible, egoísta, mezquina, vanidosa, ordinaria. ¿Sabe que me habían recibido en su casa sólo a condición de que me muriese lo antes posible? Ahora están furiosos porque no me muero, sino que mejoro... ¡Qué farsantes! Apuesto a que no me cree.

Michkin no contestó.

—A veces —continuó Hipólito con negligencia— se me ocurre incluso pensar en volver a su casa, príncipe... ¿No cree usted capaces a aquellas personas de ofrecer hospitalidad a un hombre a condición expresa de que muera cuanto antes?

—Yo pensaba que tenían otros propósitos al invitarle.

—Ya veo que no es usted tan ingenuo como se suele decir. No tengo tiempo ahora: sino le revelaría ciertas cosas concernientes a ese Gania y a sus esperanzas. Están minándole el terreno, príncipe, se lo están minando. Es una compasión verle tan tranquilo... Pero no podía suceder de otro modo.

—Veo que me compadece usted —rió Michkin—. ¿Sería más feliz si estuviese inquieto?

—Vale más ser desgraciado y saber, que feliz e ignorar. ¿No cree usted en la rivalidad de... ése?

—Siento no poder contestarle, Hipólito. La palabra «rivalidad» resulta aquí un poco cínica. Y respecto a Gabriel Ardalionovich, convendrá usted, si conoce sus asuntos, que no puede estar tranquilo después de lo que ha perdido. Para juzgarle, me parece necesario situarse en ese punto de vista. Aún puede enmendarse; tiene muchos años ante él y la vida es una gran escuela. Y en cuanto... a que me minan el terreno —añadió el príncipe, turbándose—, no le comprendo, Hipólito; mejor será hablar de otra cosa.

—Muy bien. No sabe usted desprenderse de su magnanimidad. Al contrario de Santo Tomás, príncipe, usted necesita tocar con el codo para dejar de creer. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Verdad que me desprecia usted en este momento?

—¿Por qué? ¿Porque ha sufrido usted y sufre más que nosotros?

—No: porque soy indigno de mi sufrimiento.

—Quien ha podido sufrir más que los otros es, en consecuencia, digno de sus sufrimientos. Cuando leí su confesión a Aglaya Ivanovna, ella hubiese querido verle, pero...

—...Lo aplaza para más tarde... No puede. Me hago cargo, me hago cargo —interrumpió Hipólito, deseoso al parecer, de cambiar de conversación—. A propósito: me han dicho que le leyó usted en persona todo aquel conjunto de atrocidades escritas en estado de delirio. Me parece increíble que se pueda ser lo bastante no diré cruel, porque sería humillarme, pero sí puerilmente vano y rencoroso para reprocharme esa confesión y emplearla como arma contra mí. Conste que no me refiero a usted...

—Hace usted mal en renegar de ese escrito, Hipólito. Es sincero, sin duda, y aunque no carezca de aspectos ridículos —la palabra hizo contraer el rostro al enfermo—, hasta los más ridículos quedan redimidos por el sufrimiento que los inspira. Esas confesiones han sido para usted un sufrimiento... y acaso una muestra de masculinidad. Su inspiración en principio era noble, aunque fuese juzgada aquella noche de un modo y otro. Cuanto más reflexiono, más convencido estoy de ello. Se lo aseguro. No pretendo juzgarlo, sino únicamente exponer mi opinión. Y lamento haber callado entonces...

Hipólito se sonrojó. Preguntóse por un momento si Michkin se propondría burlarse de él con hipócritas lisonjas, pero al mirar el rostro de su interlocutor, comprendió que éste hablaba con sinceridad, y su semblante se serenó.

—Y, sin embargo, no tengo más remedio que morir —contestó, reprimiendo a duras penas el deseo de agregar: «¡Morir un hombre como yo!» —Imagine que ese Gania creyó oportuno hacerme observar que tal vez muriesen antes algunas personas de las que oyeron el otro día la lectura de mi escrito. ¿Qué le parece? Gania juzga eso un consuelo. ¡Ja, ja, ja! En primer lugar, hasta ahora no ha muerto ninguno, y aunque así fuera, ¿de qué me valdría? Me juzga por lo que él es. Luego me dirigió verdaderas injurias, diciendo que en mi caso se debe morir silenciosamente, y que lo contrario no es sino egoísmo. ¿Qué me dice? ¡Él si que es egoísta! ¡Y con un egoísmo tan refinado, o, mejor dicho, tan grosero, que ni se da cuenta él! ¿Ha leído usted la historia de Esteban Gliebov, aquella figura del siglo dieciocho? Ayer cayó, en mis manos por casualidad.

—¿Quién era Esteban Gliebov?

—Aquel que fue empalado en la época del zar Pedro.

—¡Ah, sí! Estuvo quince horas en el palo y murió con un valor excepcional. Lo he leído, sí. ¿Y qué?

—Dios concede muertes así a ciertas personas, pero no a nosotros. Lo juzga así ¿verdad, príncipe? ¿No me cree capaz de morir como Gliebov?

—No digo eso —repuso el príncipe, confuso—: sólo quiero decir que usted... no que usted no pudiera parecerse a Gliebov..., sino que usted sería, más bien...

—¿Un Osterman y no un Gliebov?

—¿Osterman? —extrañóse Michkin.

—El diplomático Osterman, contemporáneo del zar Pedro —repuso Hipólito, algo desconcertado.

Siguió una pausa. Ambos se sentían un tanto molestos.

—No quería decir eso tampoco —repuso Michkin, con suavidad—. No creo que fuese usted un Osterman.

Hipólito frunció el entrecejo. Michkin se apresuró a excusarse.

—También en eso voy demasiado lejos. Pero quiero decir (y le juro que es cosa que siempre me ha impresionado) que los hombres de entonces no se parecían en nada a los de ahora. No, no eran de la misma raza. Nuestra naturaleza es muy distinta. Entonces la gente sólo tenía una sola idea. Hoy somos más nerviosos, más evolucionados, más sensitivos, tenemos dos o tres ideas a la vez... El hombre moderno es más amplio y, se lo aseguro, ello le impide ser de una sola pieza, como eran sus antepasados. A eso únicamente tendía mi observación y no...

—Comprendo. Me ha confesado usted ingenuamente que no compartía mi opinión y ahora quiere consolarme. ¡Ja, ja, ja! Es usted un verdadero niño, príncipe. Pero noto que me trata usted como a... como a una taza de porcelana. No importa, no importa, no me ofendo por ello... Hemos tenido una conversación muy estrafalaria. A veces es usted un verdadero niño, príncipe, lo repito. Además, sepa que yo preferiría ser cualquier cosa antes que un Osterman, porque siendo un Osterman no valdría la pena el resucitar de entre los muertos... Veo que urge que yo muera lo antes posible. De lo contrario, yo mismo... Ea, me voy. Adiós... A propósito: ¿qué manera de morir le parece mejor? Quiero decir la más virtuosa. ¡Hable!

—La que consiste en desaparecer antes que los demás, perdonándoles su dicha —repuso Michkin en voz baja.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ya sabía yo que diría usted algo parecido! Pero usted... usted... ¡Ustedes, las personas elocuentes...! Hasta la vista, hasta la vista...

VI

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