Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Pero Severnikov se interrumpió. Sus compañeros de juego habían hecho algo inconveniente. Mientras hablaba con Paviel Ivanovich Pajtin, no había dejado de observarles.
En aquel momento descargó unos cuantos puñetazos en la mesa para demostrar que no se le podía engañar. Pajtin se levantó y, acercándose a otra mesa, comunicó a un señor respetable la nueva que traía; luego fue a hacer lo mismo a las demás mesas por turno. El regreso de Labazov alegró a todos, de manera que Iván Pavlovich, que, al principio, vacilara si debía demostrar contento por aquella noticia, acabó por ir al grano, sin valerse de preámbulos tales como los comentarios acerca de un baile, de un artículo de El Noticiero, de la salud o del tiempo.
El viejecito, que aún seguía con sus vanos intentos de hacer carambola, se alegraría sin duda de aquella noticia. Pajtin se acercó a él.
—¡Qué bien juega usted, excelencia! —exclamó.
Había pronunciado la palabra «excelencia» de un modo completamente distinto a como os lo figuráis, sin servilismos (eso no estaba de moda el año 56). Por lo general, solía llamar a ese viejo por el nombre y el patronímico. En aquel momento había empleado la palabra «excelencia», en parte, para burlarse de los que la decían y, en parte, para dar a entender que, aunque sabía con quién trataba, se permitía gastar alguna bromita. Desde luego había sido muy sutil.
—Acabo de enterarme de que ha vuelto Pierre Labazov. Viene de Siberia con toda su familia.
Pajtin pronunció estas palabras en el momento en que el viejo erraba otro golpe;
decididamente tenía mala suerte.
—Si vuelve tan atolondrado como lo era al marcharse, no hay por qué celebrarlo‑replicó el viejecito con aire sombrío, irritado por aquella incomprensible mala suerte.
Esta réplica turbó a Iván Pavlovich ; no supo si debía o no alegrarse de la llegada de Labazov. Para salir de dudas, se dirigió a la sala en que discutían las personas inteligentes ;
estas conocían perfectamente el significado y el valor de cada cosa. Iván Pavlovich estaba en buenas relaciones con los que frecuentaban la sala de los inteligentes, lo mismo que con la juventud de oro y los nobles. Nadie se sorprendió al verlo entrar y sentarse en el diván, a pesar de que, a decir verdad, no era aquel su lugar adecuado. Se discutía el año y el motivo con que había surgido una polémica entre dos periodistas rusos. Iván Pavlovich esperó a que se hiciera el silencio para comunicar la novedad que traía, no como un acontecimiento agradable o desagradable, sino sencillamente como una novedad. Pero inmediatamente, por la manera en que los inteligentes (empleo la palabra inteligente como apodo de los visitantes de aquella sala) acogieron la noticia y se pusieron a discutir sobre ella, comprendí que era precisamente allí donde correspondía comunicarla. Solo allí sabrían darle la forma necesaria para poder seguir propagándola y savoir á quoi s'en tenir.
—El único que faltaba era Labazov —dijo uno de los inteligentes—. Ahora ya todos los decembristas supervivientes están en Rusia.
—Era uno de los de la bandada de los buenos.. —comentó Pajtin todavía en tono inquisidor, dispuesto a dar a aquella cita un tono serio o irónico, según conviniera.
—¡Cómo! Labazov es uno de los hombres más notables de aquella época‑empezó diciendo otro inteligente. En mil ochocientos diecinueve era abanderado del regimiento Semionovsky, lo enviaron al extranjero a llevar comunicados al duque Z***. Volvió en el año veinticuatro, año en que lo admitieron en la primera logia masónica. Todos los masones de aquella época se reunían en casa de D*** y en la de Labazov. Era muy rico. El príncipe J***, Fidor P***, e Iván P***, eran íntimos amigos suyos. Entonces su tío Visarion, con objeto de alejarlo de aquella sociedad, lo trasladó a Moscú.
—Perdone, Nikolai Stepanovich‑le interrumpió uno de los presentes—, me parece que eso fue en el año veintitrés. Porque Visarion Labazov fue nombrado comandante del tercer Cuerpo de Varsovia en el veinticuatro. Quiso llevarse a su sobrino como ayudante, pero al negarse este, se vio obligado a trasladarlo a Moscú. Pero, perdóneme, le he interrumpido.
—¡Oh, no se preocupe! Siga, siga…
—No, por favor.
—Le ruego que siga, debe de estar mejor enterado que yo ; además, su memoria y sus conocimientos han quedado bien demostrados aquí.
—En Moscú, en contra del deseo de su tío, pidió el retiro‑continuó aquel cuya memoria y cuyos conocimientos habían quedado demostrados—, y allí se formó en torno suyo la segunda sociedad, de la que fue el promotor y el alma misma, si puede uno expresarse así. Era rico, bien parecido, culto, inteligente y de una educación perfecta. Mi tía solía decirme que no había conocido en su vida a un hombre tan interesante como él. Unos meses antes de la sublevación se casó con la Krinskaya.
—Era hija de Nikolai Krinsky, del de Borodino… ; ese célebre… — le interrumpió alguien.
—Sí. Su inmensa fortuna pasó a manos de Labazov, y la suya propia a su hermano, el príncipe Iván, el ex ministro.
—Se portó admirablemente con su hermano‑prosiguió el narrador—. Cuando lo detuvieron le faltó tiempo para destruir sus cartas y sus documentos.
—¿Acaso estaba complicado?
El narrador no dijo «sí», pero apretó los labios y guiñó un ojo en señal afirmativa.
—Posteriormente, Labazov negó siempre en los interrogatorios todo lo que se refiriese a su hermano ; eso le hizo mucho daño. Y lo terrible es que el príncipe Iván, que heredó todos sus bienes, jamás le ha mandado un solo céntimo.
—Decían que Piotr Labazov había renunciado voluntariamente a su fortuna‑observó uno de los oyentes.
—Sí, pero lo hizo porque el príncipe Iván le escribió, antes de la coronación, diciéndole que, si no se hubiese hecho cargo de los bienes, los habrían confiscado ; le decía que tenía varios hijos, que estaba cargado de deudas y que no le era posible devolverle nada. Piotr Labazov contestó con dos líneas «Ni yo ni mis herederos tenemos ni queremos tener ningún derecho sobre unos bienes que le ha adjudicado la ley.»
—¿Qué les parece? El príncipe Iván guardó ese documento como oro en paño, en la caja fuerte, sin enseñárselo a nadie.
Una de las particularidades de aquella sala consistía en que sus visitantes sabían, si lo deseaban, cuanto ocurría en el mundo, por muy secreto que fuese.
—A decir verdad, no se sabe si es justo quitar esa fortuna a los hijos del príncipe Iván ; se han criado y educado gracias a ella, y creían ser los dueños.
La conversación derivó hacia temas abstractos que no interesaban a Pajtin. Sintió la necesidad de seguir divulgando la noticia. Empezó a recorrer las salas, lanzando la nueva a derecha e izquierda. Un colega lo interpeló al paso para anunciarle que habían llegado los Labazov.
—i Pero si lo sabe todo el mundo! —replicó Pajtin, sonriendo con aire de satisfacción.
