El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—¡Al grano, al grano!

—En nuestra patria, como en Europa, terribles y generales hambres visitan la humanidad a épocas fijas. A lo que puedo recordar, ahora no se presentan sino cada cuarto de siglo, o, en otros términos, una vez cada veinticinco años. No discuto la exactitud absoluta de la cifra: lo esencial es que esas hambres son relativamente raras...

—¿Relativamente, a qué?

—A las del siglo doce y a los anteriores y posteriores a él. Porque entonces, según aseguran los historiadores, las grandes escaseces sobrevenían cada dos o tres años, hasta el punto de que, dado tal estado de cosas, el hombre solía recurrir hasta la antropofagia, si bien, eso es cierto, a escondidas. Pues bien, uno de esos caníbales, al llegar a una edad avanzada, declaró espontáneamente y sin que le obligasen, que en el curso de su larga y mísera vida había personalmente dado muerte y devorado en el más profundo secreto a sesenta monjes y a algunos niños seglares. El número de éstos no pasaba de seis, es decir, que resultaba insignificante en comparación al enorme número de eclesiásticos consumidos por aquel hombre. Respecto a los adultos seglares, se supo que no los tocaba jamás.

—¡Es imposible que eso sea cierto! —exclamó el general, casi enojado—. Suelo discutir con Lebediev a menudo, señores, y siempre sobre cosas de ese jaez, y no hace nunca sino contar absurdidades que molestan a todos los oídos. Lo que ha dicho no tiene la menor apariencia de verdad.

—Pues, ¿y tu asedio de Kars, general? Y ustedes señores, deben saber que mi anécdota es rigurosamente verídica. Quiero advertirles, de paso, que la realidad, aunque sometida a leyes invariables, casi siempre parece inverosímil. A veces una cosa es tanto más real cuanto más inverosímil parece.

—¿Cómo puede nadie comerse sesenta monjes? —exclamaron riendo, los oyentes.

—De una sola vez, claro que no; pero el hombre los devoró en un lapso de quince o veinte años. La cosa así, resulta perfectamente comprensible y natural...

—¿Natural?

—¡Natural! —insistió Lebediev con tenacidad y suficiencia—. No veo por qué aquel hombre no podía atraer a sus víctimas a un bosque o a cualquier lugar misterioso y hacer allí lo que he dicho. Tampoco discuto que la cantidad de muertos no sea extraordinaria y no acredite gula...

—Eso puede ser cierto, señores —observó el príncipe, de improviso.

Hasta entonces había escuchado en silencio, sin intervenir en la conversación. A menudo reía de corazón con todos los demás, notoriamente satisfecho de ver que la gente se divertía, hablaba con animación y bebía en abundancia. Acaso no hubiese dicho una palabra en toda la noche de no ocurrírsele aquella inesperada salida. Ya la sazón habló con tal seriedad que todos le miraron, curiosos.

—Quiero decir, señores, que antaño había grandes hambres con mucha frecuencia. Así lo tengo entendido, aunque no conozco bien la historia. Y creo que no podía ser de otro modo. Cuando yo vivía en Suiza miraba con estupor las ruinas de antiguos castillos feudales encaramados sobre rocas escarpadas, a media versta de altura como mínimo en línea vertical, lo que significa varias millas de senderos tortuosos para llegar hasta ellos. Ya saben lo que es un castillo: una montaña de piedras. ¡Un trabajo tremendo, increíble! Los que los construían eran los siervos. Además, debían pagar toda clase de impuestos y mantener a sus señores. ¿De qué vivirían, pues, y cuándo encontrarían tiempo para dedicarse a las labores de la tierra en provecho propio? Es seguro que pocos debían cultivarla y que los más debían perecer de hambre. Lo que yo me pregunto con frecuencia es cómo la gente ha podido resistir, sin ser aniquilada, tanta miseria. Lebediev no se ha engañado ciertamente al decir que entonces debía de haber antropófagos, y en gran número. Pero, esto admitido, quiero preguntarle: ¿cuál es su conclusión, Lebediev?

Hablaba con seriedad al dirigirse al funcionario, de quien todos se mofaban, y su tono, exento de toda ironía. Contrastaba cómicamente con el de los demás. De seguir así, corría el riesgo de que incluso se burlasen de él, mas no lo advertía. Radomsky se inclinó hacia Michkin y le cuchicheó al oído:

—¿No ve usted que ese hombre está loco, príncipe? Antes me ha dicho que le atrae la profesión forense y que piensa examinarse de abogado. ¡Habrá que verlo!

—Mi conclusión —dijo Lebediev, con voz tonante— contiene la respuesta a uno de los mayores problemas de antaño y de hogaño. El culpable concluyó entregándose a las autoridades. Dadas las costumbres de entonces, ¿qué torturas no le esperaban, qué instrumentos de suplicio no se ofrecían ante él? ¿Qué le impulsó a denunciarse? ¿Por qué no se detuvo meramente en la cifra de sesenta víctimas, ocultando el secreto hasta la hora de su muerte? ¿No podía dejar en paz a los monjes e ir a hacer penitencia en un desierto? Pero ésta es la clave del enigma. Para él había algo más fuerte que los suplicios, la rueda, el fuego, el potro, algo más fuerte que una costumbre de veinte años. Un sentimiento íntimo más poderoso que todas las calamidades de entonces como el hambre, las torturas, la lepra; una idea que, guiando los corazones y ampliando las fuentes de la vida, hacía soportable a la humanidad aquel infierno. Pues bien, muéstrenme algo semejante en nuestro siglo de vicios y de ferrocarriles... Ya sé que debía decirse «en nuestro siglo de vapores y de ferrocarriles»; pero yo digo «en nuestro siglo de vicios y de ferrocarriles», porque puedo estar borracho, pero tengo razón. Señálenme una sola idea que ligue entre sí a los hombres con la mitad de fuerza que aquélla los unía en tales siglos. ¡Y aún se atreven ustedes a sostener que las fuentes de la vida no se han debilitado y corrompido bajo esa «estrella», dentro de esa red en que los hombres se encuentran apresados! No me hablen de prosperidad, de riquezas, de la rareza de las carestías, de la rapidez de los medios de transporte... Hoy hay más riquezas, pero menos fuerza. Ya no existe idea alguna que una los corazones: todo se ha ablandado y relajado, todo está lisiado y nosotros también. ¡Todo, todos! Pero en fin, no se trata tampoco de eso, respetable príncipe. Se trata ahora de prepararnos para la colación que vamos a ofrecer a nuestros visitantes.

Las palabras de Lebediev habían indignado a varios de los concurrentes (debe advertirse que en el intermedio se habían descorchado varias botellas más), pero su inesperada conclusión apaciguó los ánimos por completo. El propio Lebediev definió tal modo de terminar su perorata como «un hábil procedimiento abogacil de hacer cambiar de aspecto un asunto». El buen humor de los visitantes se manifestó con nuevas risas. Todos, levantándose, comenzaron a pasear por la terraza para desentumecer los miembros. Sólo Keller se manifestó descontento y extremadamente agitado cuando Lebediev acabó su discurso. Iba de uno a otro, exclamando con fuerte voz:

—¡Es monstruoso! Ataca la cultura, elogia el atraso del siglo doce, hace espavientos a todo y, sin embargo, ¿es un hombre puro? ¿Quieren decirme cómo se ha arreglado para comprar esta casa?

En otro rincón, el general Ivolguin peroraba ante un grupo de oyentes, dirigiéndose en particular a Ptitzin, a quien había cogido por un botón de la levita.

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