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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—¿Así que, según usted —exclamó Gania— los ferrocarriles son una maldición, constituyen la perdición de la humanidad, el veneno caído sobre la tierra para envenenar las «fuentes de la vida»?

Aquella noche Gabriel Ardalionovich, parecía bastante animado y, a lo que estimó, Michkin, evidenciaba en su talante una especie de aspecto triunfal. La pregunta dirigida a Lebediev era pura broma, desde luego, sin más fin que acalorar al funcionario, pero acabó acalorándose él también.

—¡Los ferrocarriles no! —rebatió Lebediev, con un sentimiento mixto de satisfacción intensa y violenta cólera—. Los ferrocarriles, considerados en sí mismos, aisladamente, no corrompen las fuentes de la vida; pero todo aquello de que forman parte es lo que considero maldito en conjunto: toda esta tendencia de los últimos siglos, en su aspecto científico y práctico, es lo que probablemente puede considerarse maldito, en efecto.

—¿Maldito con certeza, o sólo probablemente? Es importante discernirlo —intervino Eugenio Pavlovich con seriedad.

—¡Es maldito, maldito, maldito con toda certeza! —replicó, con vehemencia, Levediev.

—¡Prudencia, Levediev! Por las mañanas está usted mucho más ponderado —sonrió, Ptitzin.

—Pero por las noches soy más franco. ¡Por las noches soy más franco y más sincero! —afirmó fogosamente el empleado—. Sí: más cándido, más preciso, más honrado, más respetable... Y aunque con esto le descubra mi punto débil, me tiene sin cuidado. Y yo desafío a todos los ateos a contestarme: ¿cómo salvarán ustedes al mundo? ¿En dónde le encontrarán un camino normal, ustedes, hombres de ciencia y de industria, partidarios de la cooperación, de los salarios y de todo lo demás? ¿En el crédito? ¿Y qué es el crédito? ¿A qué les conducirá el crédito?

—¡No pregunta usted poco! —observó Radomsky.

—Mi opinión es que quien no se interese en tales cuestiones no es más que un chenapan, por distinguido que sea.

—El crédito, por lo menos, conduce a la solidaridad general y al equilibrio de los intereses —sentenció Ptitzin.

—¿Y conseguirá usted eso sólo con el crédito? ¿Sin recurrir a ningún principio moral? ¿Fundándose exclusivamente en el egoísmo privado y la satisfacción del bienestar material? ¿La paz y la felicidad universales dependen sólo de la satisfacción de las necesidades? ¿Debo entenderlo así, señor mío?

—La necesidad universal de vivir, comer y beber, y la convicción plena y científica de que sólo se satisfarán esas necesidades mediante la asociación general y la solidaridad de intereses, es, me parece, una idea lo bastante sólida para ofrecer un punto de apoyo y una «fuente de vida» a la humanidad en los siglos venideros —dijo Gania, con calor.

—La necesidad de comer y beber... o sea únicamente el instinto normal de conservación...

—¿Y no basta? El instinto de conservación personal es la ley común de la humanidad.

—¿Quién le ha dicho semejante cosa? —intervino súbitamente Eugenio Pavlovich—. Esa es una ley, sin duda, pero una ley no más ni menos normal que la de la destrucción, e incluso la de la destrucción personal. ¿Acaso la única ley normal de la humanidad consiste en el instinto de personal conservación?

—¡Ah! —exclamó Hipólito de repente.

Y contempló a Radomsky con extraña mirada. Pero notando que Radomsky reía, rió él también, tocó a Kolia con el codo y le preguntó nuevamente la hora. Después, cogió él mismo el reloj de plata de su amigo y examinó las manecillas con ansiedad. Luego, como olvidándolo todo, Hipólito se tendió en el diván, púsose las manos cruzadas tras la cabeza y miró al cielo. Medio minuto más tarde se incorporó, sentóse en una silla ante la mesa y prestó oído a las palabras de Lebediev, que rebatía apasionadamente la paradoja de Eugenio Pavlovich.

—¡Es una idea pérfida y burlona, una idea insidiosa e hiriente! —vociferaba el funcionario—. Ha sido lanzada aquí como una manzana de discordia... y, sin embargo, es justa... Usted, oficial de caballería e irónico hombre de mundo, a pesar de lo cual no está desprovisto de inteligencia, no sabe bien lo verdadera y profunda que su idea es. ¡Sí: la ley de conservación personal y la de destrucción personal son igualmente poderosas en el mundo! El diablo seguirá conservando su imperio de siempre sobre la humanidad hasta un momento y un límite que nos son desconocidos todavía. ¿Se ríe? ¿No cree usted en el diablo? Pues yo le digo que la incredulidad en el diablo es una idea francesa, y un concepto frívolo. ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se llama? Pues, no obstante, sin saberlo, se burla usted de su forma, a ejemplo de Voltaire, de sus patas ganchudas, de su cola, de sus cuernos, de todo eso que ustedes han inventado. En realidad, el demonio es un espíritu amenazador y potente y no tiene cuernos ni cola: ustedes son quienes le atribuyen esos detalles. ¡Pero ahora no se trata de él!

—Y, ¿por qué sabe usted que no se trata de él ahora? —preguntó Hipólito, con una risa convulsiva.

—La idea es sutil e invita a pensar —aceptó Lebediev—; pero tampoco se trata de eso. Se discutía si hemos debilitado o no las fuentes de la vida con la extensión...

—¿De los ferrocarriles? —sugirió vivamente Kolia.

—No precisamente de los ferrocarriles, impetuoso joven, sino en general con la tendencia de la que los ferrocarriles pueden ser considerados símbolo y expresión. Se nos asegura que ellos, al apresurarse, al precipitarse, al correr, trabajan por la dicha humana. «La humanidad es ya demasiado industrial y demasiado agitada», deplora un pensador solitario. «Sí, pero el fragor de los vagones que llevan pan a la humanidad hambrienta vale más que la tranquilidad de espíritu», replica triunfalmente otro pensador, del que hallamos ejemplares en todas partes. Y después continúa su camino, satisfecho. Pero yo, el despreciable Lebediev, no creo en los vagones que transportan pan para la humanidad. Porque, si les falta un principio moral de la acción, los vagones que transportan pan, pueden, fríamente, privar de él a parte de la humanidad, como ya se ha visto que sucede a veces...

—¿Son los vagones los que privan fríamente? —insinuó uno.

Lebediev no se dignó atender la interrupción.

—Se ha visto ya —repitió—. Malthus se consideraba un amigo de la humanidad. Pero, cuando tiene principios morales inciertos, el más amigo de la humanidad es un antropófago, aun prescindiendo de hablar del desprecio con que la mira. Si quieren verlo, hieran la vanidad de uno de esos innumerables filántropos y verán como, para vengar su minúsculo amor propio, será capaz de prender fuego al mundo por sus cuatro costados. Y para ser justos, hemos de confesar que todos somos lo mismo. Yo personalmente soy el más infecto de todos: sería capaz de acarrear el combustible y huir luego para ponerme a salvo. ¡Pero tampoco se trata de eso!

—Pues entonces, ¿de qué?

—¡Es usted un cargante!

—Se trata de la anécdota siguiente, una anécdota de antaño, porque creo absolutamente necesario citar una ocurrencia de otros tiempos. En nuestra época, en nuestra patria, que, según creo, señores, ustedes aman tanto como yo, y por la cual, en lo que me concierne, estoy dispuesto a verter hasta la última gota de mi sangre...

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