El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Me ha sorprendido antes oír hablar al príncipe de mis «malos sueños». ¿Cómo los habrá adivinado? Me dijo literalmente que en Pavlovsk «mi agitación y mis sueños» se modificarían. O es médico, o posee una inteligencia extraordinaria, que le permite adivinar muchas cosas, aunque no quepa duda que, en fin de cuentas, es un «idiota». Precisamente cuando él vino hacía una hora que yo había tenido un hermoso sueño (análogo a cientos de otros semejantes que suelo tener ahora). Al dormirme, soñé que me encontraba en un cuarto que no era el mío. La pieza era más clara, más espaciosa, más alta de techo y mejor amueblada que mi alcoba. Había en ella una cómoda, un armario, un diván y un lecho. Este último, ancho y grande, estaba cubierto por una colcha de seda verde. Mas en la misma habitación percibí un espantoso animal, una especie de monstruo. Se asemejaba a un escorpión, pero no lo era, sino un ser mucho más horrible que me producía la impresión de ser el único de su especie. Parecíame que había surgido expresamente para mí y esta circunstancia se me figuraba lo más misterioso de todo. Pude examinarle bien: era un reptil de unos cuatro verchoks de longitud, cubierto de un caparazón castaño oscuro. La cabeza tenía el grosor de dos dedos, y el cuerpo se adelgazaba paulatinamente hasta la cola, cuyo extremo no alcanzaba un décimo de verchok. A un verchok de distancia de la cabeza surgían dos patas, una a la izquierda y otra a la derecha, formando con el cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Medían como un par de verchoks, lo que daba al animal, visto desde arriba, la forma de un tridente. No pude observarle bien la cabeza, pero sí advertí en ella un par de antenas, semejantes a dos agujas gruesas, y también de color castaño. Al extremo de la cola y de cada pata surgían otras dos antenas iguales, de modo que tenía ocho en total. La bestia corría muy rápidamente por la habitación, apoyándose en las patas y en la cola, que se retorcían como minúsculas serpientes, a pesar de su caparazón. Esto era lo más horroroso de ver. Yo temía mucho ser picado por aquel animal, porque se me había dicho, no sé cuándo, que era venenoso; pero aún sentía una preocupación mayor: la de saber quién lo había puesto en mi cuarto. «¿Qué me quieren hacer y qué secreto se encierra en esto?», me preguntaba con ansiedad. El animal se ocultaba bajo la cómoda y el armario, y se deslizaba en los rincones, en el asiento. El reptil cruzó el cuarto rápidamente y desapareció no sé dónde, cerca de mi silla. Yo le busqué con los ojos, muy asustado, si bien, dada la forma en que me había puesto, esperaba que no pudiese alcanzarme. De pronto sentí un ruidillo seco tras de mí, muy cerca de mi nuca. Volvíme y vi al reptil trepando el muro. Había llegado a la altura de mi cabeza, y su cola, que se movía con rapidez, me rozaba ya los cabellos. Me levanté bruscamente y el animal desapareció. No me atrevía a acostarme, temeroso de que se deslizase bajo la almohada. Mi madre entró en la alcoba, acompañada de un conocido, y ambos empezaron a perseguir al reptil, aunque estaban tranquilos y no experimentaban temor alguno. Cierto que no comprendían nada... De pronto el monstruo salió de su escondite y se dirigió a la puerta. Esta vez se movía muy lentamente, sin ruido. Aquella lentitud, que parecía deliberada, era más repugnante que todo lo demás. Mi madre abrió la puerta y llamó a «Norma», nuestra perra, una terranova enorme de pelo negro y rizado, que murió hace cinco años. «Norma» se precipitó en el cuarto y se detuvo en seguida, como petrificada, ante el reptil. Éste se paró, pero seguía retorciéndose. Las extremidades de su pata y su cola continuaban resonando en el pavimento. Si no estoy engañado, los animales no sienten el terror de lo desconocido. Y, sin embargo, yo creí notar entonces en la perra algo de extraordinario, como si presintiese en aquella aparición el terror de una cosa misteriosa, abominable. «Norma» retrocedió lentamente ante el reptil, y éste avanzó con precaución hacia su enemigo, como si sólo esperase el momento de lanzarse sobre él y picarle. La perra temblaba intensamente, pero, pese a su espanto, miraba al monstruo con ojos de odio. De pronto abrió sus terribles mandíbulas, mostró su ancha y roja boca y, decidiéndose, apresó entre los dientes al reptil. Éste hizo un tremendo esfuerzo para liberarse, y «Norma» hubo de atraparle otra vez al vuelo. Oí quebrarse el caparazón entre los dientes del terranova. La cola y la cabeza del reptil, que salían de entre los dientes de la perra, se agitaban frenéticamente. De pronto «Norma» lanzó un doloroso quejido: el monstruo había logrado picarle en la lengua. Gimiente y aullante, la pobre perra abrió las mandíbulas, y vi al reptil que, partido por la mitad, se agitaba aún, vertiendo de su cuerpo roto, sobre la lengua del terranova, un líquido blanco semejante al que sale de una cucaracha aplastada... entonces me desperté y el príncipe entró...»
Hipólito, confuso, se interrumpió súbitamente.
—Señores —dijo—, no he vuelto a releer este escrito y temo haber anotado en él muchas cosas inútiles. Este sueño...
—No dices más que la verdad —se apresuró a indicar Gania.
—Reconozco que hay demasiados detalles personales, quiero decir, demasiadas cosas que sólo se refieren a mí...
Hipólito, al hablar, se enjugaba con el pañuelo el sudor que cubría su frente. Estaba, al parecer, cansado y exhausto.
—Sí, usted se ocupa demasiado de sí mismo —dijo Lebediev, con voz sibilante.
—Repito, señores, que no exijo la atención de nadie. Si alguno no quiere escuchar, puede irse.
—¡Pone a la gente a la puerta de una casa que no es la suya! —rezongó Rogochin.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿No ve que entonces nos iríamos todos? —intervino Ferdychenko, que hasta entonces no había vuelto a hablar.
Hipólito bajó la cabeza y empuñó su manuscrito. Pero, casi inmediatamente, volvió a levantar la cabeza, sus ojos relampaguearon y en sus mejillas se acentuaron las dos manchas rojas.
—Ya veo que no me estima usted —dijo, contemplando a Ferdychenko con fijeza.
Sonaron risas. Sin embargo, los más no rieron. El joven se ruborizó intensamente.
—Hipólito —aconsejó Michkin— déme el manuscrito y no lea más. Va usted a acostarse en mis habitaciones. Antes de dormirnos charlaremos y mañana también; pero quede bien entendido que en el futuro no volverá a pensar en ese trabajo. ¿Quiere?
—¿Lo cree posible? —repuso Hipólito, con aspecto de profunda extrañeza. Y añadió, con animación febril—: Señores, éste ha sido un lance tonto; no he sabido comportarme. No volveré a interrumpir la lectura. Quienes quieran, que escuchen.
Bebió apresuradamente un trago de agua, se acodó en la mesa, inclinando la cabeza para sustraerse a las miradas de los demás y, a despecho de todo, comenzó a leer. Su confusión desapareció en seguida.
«La idea de que no vale la pena vivir por unas semanas —prosiguió— principió, sino me equivoco, a invadir mi espíritu hace un mes, es decir, cuando me quedaban cuatro semanas de existencia; pero no se adueñó de mí por completo hasta hace tres días, o sea a raíz de la velada transcurrida en Pavlovsk. La primera vez que me sentí plenamente penetrado de ese pensamiento fue en la terraza del príncipe, en el momento en que yo imaginaba hacer un último ensayo de vida. Entonces quise ver gente, mirar los árboles, y hasta parece que lo dije; me acaloré, sostuve el derecho de Burdovsky; soñé con que todos me abrieran sus brazos y me estrecharan contra sus corazones; imaginé que habría entre ellos y yo no sé qué perdones mutuos, y, en resumen, terminé como un imbécil. Y en aquellos precisos instantes se produjo también en mí la «convicción definitiva». Hoy me pregunto cómo pudo hacerse esperar seis meses enteros. Me sabía positivamente víctima de una dolencia implacable, y no me hacía ilusión alguna, pero experimentaba el deseo de vivir tanto más ardientemente cuanto con más claridad me daba cuenta de mi estado: me asía a la vida, deseaba vivir, costase lo que costara. Admito que pude entonces irritarme contra el destino ciego y sordo que, sin motivo, quería aplastarme como a una mosca; pero ¿por qué no me atuve a esa ira? ¿Por qué comencé a vivir, sabiendo que no valía la pena de comenzar; por qué intenté el ensayo cuya inutilidad de antemano reconocía? Ni siquiera podía leer un libro hasta el fin, y había renunciado a la lectura, porque, ¿a qué leer ni instruirse para sólo seis meses? Este pensamiento me hizo tirar lejos de mí, más de una vez, el libro que tenía entre manos.»