El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¿La semana pasada? ¿Por la noche? ¿Te has vuelto loco, muchacho?
Hipólito, sin hablar, llevóse el índice a la frente y reflexionó por un instante. De improviso, la débil y temerosa sonrisa que crispaba sus labios adquirió una expresión maligna, casi triunfal.
—¡Era usted! —repitió, casi en un murmullo, mas con intensa convicción—. Usted entró en mi cuarto y se sentó, sin hablar, en una silla, junto a la ventana. Allí permaneció una hora o más, porque llegó hacia las doce o la una y eran más de las dos cuando se fue. ¡Era usted, usted! Pero lo que no puedo comprender es por qué fue a espantarme, a torturarme...
Y en su rostro se pintó, una expresión de odio inmenso. Su cuerpo se estremecía de pies a cabeza.
—Van a saberlo todo... ahora mismo, señores... Porque yo...
Asió precipitadamente su manuscrito. Las hojas no estaban en orden y no consiguió intercalarlas debidamente sino con mucho trabajo. Le temblaban las manos terriblemente.
—Está loco, o delira —dijo Rogochin a media voz.
Al fin comenzó la lectura, titubeante y poco inteligible durante los primeros cinco minutos a causa de la emoción que obstruía la garganta del lector; luego clara y distinta cuando su voz se afirmó. En ocasiones, fuertes accesos de tos le interrumpían. Estaba muy ronco cuan do llegó a la mitad de su artículo. A medida que avanzaba en la lectura se animaba más y los oyentes experimentaban una impresión cada vez más penosa. El trabajo rezaba así:
«UNA EXPLICACIÓN NECESARIA»
Après mois le déluge.
Ayer por la mañana el príncipe vino a mi casa y en el curso de nuestra conversación me propuso ir a vivir con él en su villa. Yo sabía que él habría de insistir en tal sentido, y estaba seguro de que, para persuadirme a aceptar su oferta, me diría: «La muerte le será más dulce en el campo, entre personas y árboles», porque es así como se suele expresar. Pero hoy no pronunció la palabra «muerte», sino que dijo: «La vida le será más dulce...» lo cual, dada mi situación, viene a ser, poco más o menos, lo mismo para mí. Le pregunté qué importancia atribuía a esos «árboles» de que tanto me hablaba y que se pasa la vida poniéndome ante los ojos. Su contestación me hizo conocer algo que me sorprendió: parece que yo mismo dije la otra tarde que había ido a Pavlovsk para ver los árboles por última vez. Le contesté que en el momento de la muerte era igual tener a la vista árboles o un muro de ladrillo y que, para quince días, no merecía la pena andar con tanto cumplido. El príncipe no se negó a reconocerlo; pero dijo que, a su juicio, el aire puro y el verdor producirían en mí sin duda un cambio físico. Creía también que mi agitación y «mis sueños» no serían iguales en el campo, y que acaso resultaran menos penosos. Le hice notar, riendo, que su lenguaje trascendía a la legua a materialismo, a lo que me contestó con su sonrisa habitual que él había sido siempre un materialista. Como no miente nunca, comprendí que no decía palabras vanas. Su sonrisa —que ahora he observado bien— es muy agradable. No sé si le estimo o no; me ha faltado tiempo para quebrarme la cabeza con esa pregunta. Sólo quiero hacer constar una cosa: el odio que le profesé desde hace cinco meses se ha desvanecido por completo en estas últimas semanas. ¿Quién sabe si no fui a Pavlovsk sólo para verle? ¿Por qué, si no? ¿Y por qué, de todos modos, salí de mi alcoba de enfermo? Un condenado a muerte no debe moverse de su rincón. Y de no haber tomado ahora mi decisión final, de no haber resuelto aguardar hasta el último instante, no abandonaría mi cuarto por nada en el mundo y no aceptaría la oferta de ir a casa del príncipe, en Pavlovsk.
Necesito apresurarme para concluir de hoy a mañana esta «explicación». No voy a tener el tiempo de releer y corregir mi trabajo. La segunda lectura que haga de él será la que realice mañana ante el príncipe y las dos o tres personas que cuento encontrar en su casa. Y como en esto no habrá una sola palabra falsa, sino que todo será verdad, la última y pura verdad, tengo la curiosidad de saber qué impresión producirá sobre mí mismo en la hora y momento en que vuelva a leer lo que escribo. Por lo demás era perfectamente inútil escribir «última verdad», ya que si no vale la pena el vivir cuando sólo se tienen quince días ante uno, tampoco vale la pena el mentir para tan poco tiempo. Y ésta es la mejor prueba de que no voy a escribir sino la verdad. (Nota: no olvidar esta idea: Actualmente, ¿no estaré loco, al menos a ratos? Me han dicho que, a veces, en la última fase de su dolencia, los tuberculosos pierden a menudo momentáneamente la razón. Comprobarlo mañana observando la impresión que la lectura causa en los oyentes. No dejar de aclarar por completo este punto, pues sin ese esclarecimiento previo no es posible actuar.)
Creo que acabo de escribir una tremenda tontería; pero ya he dicho que no tengo tiempo de corregir. Aunque observe que me contradigo de una línea a otra, no haré la menor corrección. No cambio nada, adrede, porque deseo comprobar mañana si sigo un curso lógico en mis pensamientos y si reparo en mis errores. De ser así, puedo dar por exactas todas las conclusiones que he formulado razonando desde hace seis meses en esta habitación. En otro caso, sabré que no son más que delirios.
Si hace dos meses fuera, como ahora, a dejar en definitiva esta habitación y despedirme del muro de Meyer, tengo la certeza de que me habría entristecido. Pero ahora no siento nada, aunque mañana voy a abandonar para siempre la habitación y el muro. Así, pues, mi convicción de que, para dos semanas que faltan, no merece la pena lamentar nada ni entregarse a una impresión cualquiera, ha triunfado de mi carácter y acaso desde ahora domine todos mis sentimientos. Pero ¿es esto verdad? ¿Es cierto que mi carácter y naturaleza están totalmente vencidos? Si en este momento me sometieran a tortura, sin duda comenzaría a gritar en vez de decir que el sufrimiento es insignificante cuando sólo quedan quince días de vida.
Ahora bien, ¿es cierto que sólo me quedan quince días de vida? La otra tarde, en Pavlovsk, falté a la verdad. Botkin no me dijo nada, ni me reconoció nunca. Hace una semana me visitó un estudiante de medicina llamado Kislorodov, hombre materialista, nihilista e incrédulo. Por eso precisamente quise saber su opinión: yo deseaba hallar una persona que me dijese la verdad sin rodeos. Y, en efecto, me dijo, no sólo sin rodeos, sino incluso con visible satisfacción (lo que me pareció demasiado), que me quedaba como un mes de vida, y acaso algo más en circunstancias favorables, pero que también podía acabar mucho antes. Según él, puedo morir de repente en cualquier momento: por ejemplo, mañana. «Se han visto casos así —me dijo—. Anteayer mismo, en Kolomno, una señora joven, tuberculosa, en condiciones muy semejantes a las de usted, se sintió repentinamente mal en el momento en que iba a salir al mercado para hacer la compra; se tendió en un diván, exhaló un suspiro y murió.» Kislorodov me habló en el tono más indiferente que pudiera pensarse, y parecía darme un testimonio de aprecio al expresarse así. A sus ojos, yo parecía ser un hombre superior, tan al margen de todo que no le preocupaba en nada la vida. Sea como fuera, una cosa es cierta: que sólo me queda un mes de vida. Estoy seguro de que Kislorodov, en eso, no me ha engañado.