El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Y volvió, a reír.
—Lo malo es —dijo Michkin, tras un momento de reflexión— que sólo Dios sabe cuándo se marcharán esos amigos. ¿No sería mejor que saliésemos a dar una vuelta por el parque? Que me esperen y nada más. Ya les pediré que me excusen.
—No, no. Por especiales razones, no deseo que se crea que hemos tenido una conferencia extraordinaria y misteriosa. Hay aquí gente que se interesaría mucho por conocer el trato que nos une. ¿No lo sabía, príncipe? Más vale que mi visita se explique meramente ante su opinión como resultado de nuestras relaciones afectuosas y que no se figuren... qué sé yo. ¿Me entiende? Dentro de un par de horas se retirarán, y entonces, le ruego que me conceda veinte minutos o media hora.
—Con mucho gusto. Celebro mucho oírle decir que median entre nosotros relaciones afectuosas. Le agradezco mucho su amabilidad. Pero usted me dispensará si me nota algo distraído. Como observará fácilmente, no consigo concentrarme en nada en este momento.
—Ya lo veo —murmuró Eugenio Pavlovich con una leve sonrisa.
Parecía hallarse de un humor muy jovial.
—¿Qué es lo que ve usted? —exclamó el príncipe, con un sobresalto.
Radomsky no contestó directamente. Continuó sonriendo y dijo:
—Supongo, príncipe, que no pensará que he venido a engañarle... y de paso a hacerle hablar, ¿verdad?
Michkin acabó, por reír también.
—Que ha venido usted a hacerme hablar, es cosa evidente —repuso—, y quizá lo sea igualmente que a engañarme un poquito también. Pero no le temo y, aunque no lo crea, ahora todo me da lo mismo. Y como, después de todo, es usted un hombre excelente, creo que terminaremos siendo buenos amigos. Me es usted muy simpático. Eugenio Pavlovich; es usted un hombre... muy correcto, verdaderamente correcto, según me parece.
—En todo caso, es muy grato tratar con usted, sea por el motivo que fuere —concluyó Eugenio Pavlovich—. Ea, voy a vaciar una copa a su salud. Me alegro mucho de hacerle esta visita. ¡Ah! —añadió, deteniéndose—. Ese joven, Hipólito Terentiev, ¿ha venido a vivir con usted?
—Sí.
—Parece que no va a morir lo pronto que se creía.
—¿Y...?
—Nada. He pasado media hora charlando con él...
Mientras ambos hablaban aparte, Hipólito, en espera de Michkin, no había dejado de observar a éste y a Eugenio Pavlovich. Cuando ambos se acercaron a la mesa, el enfermo manifestó una nerviosidad febril. Estaba agitado, excitado, tenía la frente perlada de sudor. Sus ojos inquietos y brillantes expresaban una difusa impaciencia; su mirada vagaba de un sitio a otro sin fijarse en nada concreto. Aunque tomaba parte en la conversación general, su animación era puramente febril. No escuchaba lo que se decía, sus palabras eran incoherentes, irónicas y negligentemente paradójicas; no desarrollaba las ideas hasta el fin y a veces abandonaba de repente el tema que tratara con entusiasmo un minuto antes. Michkin supo, con sorpresa y disgusto, que le habían permitido beber dos copas grandes de champaña y que tenía ante sí una tercera copa. Pero el príncipe no se informó de ello sino mucho más tarde. En aquel momento no estaba en condiciones de reparar en nada.
—Celebro que sea hoy precisamente el día de su cumpleaños —declaró Hipólito.
—¿Por qué?
—Ahora se lo diré... Pero siéntese... En primer lugar, porque toda su gente está reunida aquí. Yo lo esperaba así y, por primera vez en mi vida, no he sido defraudado en mis esperanzas. Pero siento no haber sabido que era su cumpleaños, pues, de saberlo, habría venido con algún regalo. Aunque acaso se lo haya traído de todos modos. ¡Ja, ja, ja! ¿Cuánto falta para que amanezca?
—De aquí a un par de horas apuntará el sol 13—dijo Ptitzin, después de mirar su reloj.
—¿Y qué necesidad hay de sol cuando tenemos tanta claridad que hasta podríamos leer aquí mismo? —comentó alguien.
—Quiero ver salir el sol. Debíamos beber a la salud del sol, ¿no le parece, príncipe?
Hipólito hablaba a todos con imperiosidad y altanería, pero al parecer no se daba cuenta de ello.
—Bebamos. Pero usted debía irse a descansar, Hipólito, ¿no es cierto?
—No hace usted más que insistir en que me acueste. Es usted una verdadera niñera para mí. En cuanto salga el sol y «comience a resonar» en el cielo... ¿Qué poeta ha dicho: «En el cielo comienza el sol a resonar»? Es una cosa sin sentido, pero bella... Pues cuando resuene el sol en el cielo me iré a descansar. Lebediev, ¿será el sol la fuente de la vida? ¿Qué significa en el Apocalipsis la expresión «las fuentes de la vida»? ¿Ha oído usted hablar de la estrella del Apocalipsis, príncipe?
—He oído decir que Lebediev ve en esa estrella la red ferroviaria que cubre Europa.
Comenzaron a sonar risas por todas partes. Lebediev se levantó de pronto.
—No, no, perdón; aquí no se trata de eso —dijo, agitando los brazos, como para contener la hilaridad—. Con estos señores... porque todos estos señores... —quiso aclarar, dirigiéndose a Michkin—, sobre ciertas cosas... Eso es...
Y dio dos puñetazos en la mesa, lo que aumentó las risas generales.
Lebediev se hallaba en su estado habitual de todas las noches, pero acababa de tener una discusión «científica» que le había irritado bastante. Y en casos tales solía prodigar a sus adversarios las muestras del más hondo desprecio.
—¡No es eso! Hace media hora, príncipe, se convino que nadie interrumpiría, que nadie reiría, que cada uno podría exponer su pensamiento libremente y que luego podrían aducirse réplicas y objeciones, incluso por parte de los ateos que pudiese haber aquí. Y hemos otorgado la presidencia al general. ¡Eso es! De otro modo, cabe poner en ridículo a cualquiera, incluso al que desarrolle la idea más profunda y más alta...
—Hable, hable; nadie le interrumpirá —exclamaron varias voces.
—Hable, pero no divague.
—En primer lugar, ¿qué estrella era ésa? —indagó uno.
—No tengo la menor idea —repuso el general Ivolguin, que desempeñaba la presidencia con toda la dignidad propia del cargo.
—Me gustan mucho estas discusiones, príncipe —murmuraba entre tanto Keller, quien, muy bebido por cierto, se movía sin cesar en su silla—. Y también las políticas —y añadió interpelando a Radomsky, que se sentaba a su lado—. Me encanta leer en los periódicos las sesiones del Parlamento inglés, ¿sabe? No es que me interesen los debates, porque yo no soy un político, ¿comprende?, pero me parece admirable el modo que tienen de hablar esas gentes entre sí: «el noble vizconde que se sienta frente a mí; el noble conde que comparte mi opinión; mi noble adversario cuya moción ha admirado a Europa...» Todas esas expresiones, ese parlamentarismo de un pueblo libre, es lo que me seduce, príncipe. Le juro, Eugenio Pavlovich, que en el fondo he sido siempre un artista.