El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—No te quiero, León Nicolaievich, ésa es la verdad. ¿Para qué, pues, voy a ir a tu casa? Pareces, príncipe, un niño encaprichado con un juguete... Pero no te haces cargo de las cosas. Lo que me dices, ya lo manifestabas en tu carta. ¿Y juzgas que no te creo? Creo en todas tus palabras, sé que no me has engañado ni me engañarás nunca, y a pesar de todo no te quiero. Me decías que todo está olvidado, que no recuerdas otro Rogochin sino aquel con quien fraternizaste y no el que alzó un cuchillo sobre ti. Pero —y Rogochin sonrió de nuevo—, ¿qué sabes tú lo que siento yo? Acaso yo no me he arrepentido nunca de lo que he hecho y tú en cambio me envías tu perdón fraternal. Bien puede ser que hoy mismo yo pensara de otro modo y que...
—¡Lo hayas olvidado! —atajó Michkin—. Estoy seguro. Apuesto a que te apresuraste a tomar el tren de Pavlovsk, que en cuanto llegaste fuiste al lugar de la música y que buscaste a Nastasia Filipovna por todas partes, entre la gente, exactamente lo mismo que hoy. ¡Y crees asombrarme diciéndome...! Pero yo estoy seguro de que, de no hallarte en un estado que no te permitía pensar en otra cosa, no hubieses alzado el puñal sobre mí. Aquel día, por la mañana, mirándote, lo presentí. ¡No sabes el estado en que te encontrabas! Acaso la idea empezara a agitarse en mi cerebro cuando cambiamos nuestras cruces. ¿Por qué me llevaste a ver a tu madre? Era una precaución que tomabas contra ti mismo, ¿verdad? Lo hiciste sin darte cuenta, por una especie de instinto, como yo dudé de ti por instinto también. Los dos sentimos la misma impresión en aquel momento. Si tú no hubieses alzado la mano (que Dios detuvo) sobre mí, yo habría sido muy culpable al haber sospechado en la forma que sospeché. No arrugues el entrecejo. ¿Por qué te ríes? Dices que no estás arrepentido. Pero es que no lo estarías aunque quisieras, porque me odias. Y aun suponiendo que yo procediese contigo tan ingenuamente como un ángel, tú no podrías sufrirme jamás mientras creyeses que ella me prefería en perjuicio tuyo. Todo eso no son más que celos. Mas yo, Parfen Semenovich, voy a decirte la opinión que me he formado durante estos ocho días: que ella te ama quizá como a nadie. ¿No lo sabías? Incluso te diré que cuanto más te tortura, más te ama. No te lo dice, pero se adivina. ¿Por qué, en resumen, quiere casarse contigo? Alguna vez te lo dirá ella misma. Hay mujeres que gustan de ser amadas así, y ella es una. Deben de impresionarle mucho tu carácter y tu pasión por ella. ¿No sabes que una mujer es capaz de atormentar cruelmente a un hombre, de someterle a crueles sarcasmos, sin experimentar un solo remordimiento de conciencia, sólo porque se dice para sí: «Es verdad que le hago sufrir lo indecible; pero más tarde le compensaré con mi amor»?
Rogochin, tras escuchar a Michkin hasta el final, rompió a reír.
—¿Acaso has encontrado una mujer semejante, príncipe? He oído algo por el estilo, pero no quería creerlo.
—¿Cómo? ¿Qué has oído decir? —exclamó Michkin, turbado y estremecido.
Rogochin seguía riendo. Había escuchado a su interlocutor con cierta curiosidad, quizá no exenta de satisfacción, porque había sido una sorpresa y un consuelo para él oír las palabras cálidas, afectuosas, persuasivas, de Michkin.
—No he oído gran cosa —dijo—, pero ahora veo que era verdad. Si no, ¿cuándo has hablado como acabas de hacerlo? Es un lenguaje muy poco corriente en tu boca... De no haber sabido algo semejante sobre ti, no habría salido a buscarte ni me hallaría en el parque a estas horas.
—No te comprendo, Parfen Semenovich.
—Hace tiempo que Nastasia Filipovna me ha hablado de eso, y hoy he podido observarlo personalmente cuando te vi sentado junto a aquella mujer, ante la orquesta. Ayer y hoy Nastasia Filipovna me ha asegurado que estás enamorado como un loco de Aglaya Ivanovna Epanchina. Pero eso no me importa, príncipe. Si tú no estás enamorado ya de..., ella lo sigue estando de ti. Bien sabes que está empeñada en casarte con la Epanchina. Se ha jurado conseguir ese matrimonio. ¡Ja, ja! Me ha dicho: «No nos casaremos hasta que ellos no hayan ido a la iglesia antes.» No lo comprendo: si te ama... y te ama con un amor infinito..., ¿por qué quiere que te cases con otra? Siempre me dice: «Deseo verle feliz.» Y, por consiguiente, te ama.
—Ya te he dicho y escrito que Nastasia Filipovna tiene... tiene el cerebro perturbado —repuso el príncipe, que sufría cruelmente oyendo las palabras de Rogochin.
—¡Dios sabe! Acaso seas tú el que te equivoques. En fin, hoy, cuando me la llevé después del escándalo, me fijó el día de la boda: de aquí a tres semanas, y acaso antes, me ha asegurado que la conduciré a la iglesia. Lo ha jurado besando un icono. Así que todo depende de ti, príncipe. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué insensatez! En cuanto a lo que se refiere a mí, lo que dices no sucederá nunca. Mañana iré a veros, y...
—¿Dices que está loca? —interrumpió Rogochin—. Entonces, ¿por qué todos la juzgan normal y sólo tú la miras como una alienada? ¿Y sus escritos? De estar loca, se notaría en sus cartas.
—¿Qué cartas? —preguntó Michkin, anheloso.
—Las que escribe a Aglaya Ivanovna. ¿No lo sabías? Pues ya lo averiguarás: te las enseñará ella misma.
—¡Es imposible! —exclamó el príncipe.
—¡Vamos, León Nicolaievich! Ya veo que sólo estás empezando a recorrer tu sendero. Pero cuando te adentres más acabarás teniendo vigilantes a sueldo, pasarás en vela noche y día, espiarás cuanto suceda en torno a la que quieres y...
—¡No me hables más de eso! —interrumpió vivamente Michkin—. Escucha, Parfen: poco antes de tu llegada, yo paseaba solo y de pronto me puse a reír. ¿De qué? No lo sé; sólo he recordado que mañana es mi cumpleaños precisamente. Y ahora es casi medianoche. Ven a mi casa para esperar, juntos, la llegada del día. Tengo vino: beberemos y tú desearás para mí lo que yo no sé desear personalmente. Yo, en cambio, haré votos por tu dicha. Si no quieres, devuélveme mi cruz. ¡No me la enviaste al día siguiente de aquello! ¿La llevas aún sobre ti?
—Sí —respondió Rogochin.
—Bueno. Acompáñame. Quiero que asistas al principio de mi nueva vida. ¡Porque voy a inaugurar una existencia nueva! ¿No sabes, Parfen, que hoy ha empezado una vida nueva para mí?
—Lo veo y advierto que ha comenzado. No dejaré de decírselo a ella. No te hallas en tu estado normal, León Nicolaievich...
IV
Cuando se acercaba a su casa, Michkin quedó no poco maravillado al ver una numerosa y alegre reunión en su terraza, muy iluminada. Sonaban joviales risas, altas voces; incluso se advertían señales de animada discusión. No era difícil comprender que los reunidos pasaban el tiempo de un modo muy agradable. Al subir a la terraza encontraron, en efecto, a todos bebiendo champaña. Algunos estaban ya medio beodos, lo que daba a entender que la orgía había empezado rato atrás. Los circunstantes en su totalidad eran conocidos de Michkin; pero resultaba raro que hubiesen acudido de consuno, ya que él no había invitado a nadie y sólo por casualidad recordó poco antes que era el día de su cumpleaños.