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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—Como siempre, príncipe.

—Pues le deseo sueños felices. ¡Ja, ja, ja!

Michkin atravesó la calle y se perdió en el parque, dejando muy intrigado a Keller. El boxeador no había visto nunca al príncipe en un estado tan raro y no le cabía imaginarle bajo aquel aspecto.

«Acaso tenga fiebre, ya que es muy nervioso y todas estas cosas le han impresionado; pero no siente miedo. Esta gente no suele ser cobarde —pensaba Keller ¡Hum! ¡Champaña! Doce botellas... No está mal... ¡Una docenita! Apuesto a que a Lebediev se las han regalado. Realmente este príncipe es muy amable. Me gusta la gente así. En fin, no hay que perder tiempo: si se trata de tomar champaña, el momento es éste.»

Michkin, que, en efecto, estaba febril, erró largo tiempo a través del parque y al fin «se encontró» caminando a lo largo de un paseo de árboles. Más tarde recordó haber paseado unas treinta o cuarenta veces desde el banco de la cita de Aglaya a un elevado y añoso árbol situado cien pasos más lejos. Pero jamás hubiese podido, por mucho que se lo propusiera, recordar lo que pensó durante aquel paseo de una hora como mínimo. Además se descubrió dando mentalmente vueltas a una idea que provocó de repente su hilaridad, aunque la idea en sí no tuviese nada de cómica. Mas él experimentaba deseos de reír. Decíase que la suposición de un duelo no había podido surgir sola, de la mente de Keller, y que la charla sobre el modo de cargar las pistolas podía no ser a su vez meramente casual. Después otra idea atravesó su mente, como un rayo de luz: «Antes, Aglaya ha bajado a la terraza donde yo estaba sentado en un rincón y se ha mostrado muy sorprendida al verme allá. Luego se rió, preguntándome si quería té... Pero ya llevaba esta nota en la mano, de modo que sabía que yo estaba en la terraza. ¿A qué vino su sorpresa? ¡Ja, ja, ja!»

Sacó el papel del bolsillo y lo besó, pero un momento después se tornó pensativo. «¡Es extraño!», díjose tristemente al cabo de un minuto. En sus momentos de alegría intensa experimentaba siempre una tristeza inexplicable. Miró atentamente en torno suyo y se preguntó cómo había llegado hasta allí. Sintiéndose muy cansado se acercó al banco para sentarse. Reinaba en torno profundo silencio. Ya no tocaba la música. Quizá no hubiese nadie en el parque: debían de ser sobre las once y media. Era una de esas noches claras, tibias, serenas, no raras en San Petersburgo a primeros de junio; pero en la avenida de umbrosos árboles donde Michkin se había sentado reinaba una oscuridad profunda.

Si alguien en aquel momento le hubiese dicho que estaba enamorado, apasionadamente enamorado, habríase sorprendido ante la idea, rechazándola con indignación. Y si se le dijera que la carta de Aglaya contenía una cita de amor, Michkin se habría ruborizado oyendo tal lenguaje y acaso hubiera desafiado a quien lo empleara. Todo esto era perfectamente sincero. Respecto a ello no experimentaba duda alguna; no admitía ni la más mínima idea «mixta» acerca de la posibilidad de un amor entre Aglaya Ivanovna y él. Semejante pensamiento, la hipótesis de que «un hombre como él» pudiese ser amado, se le antojaba monstruosa. De haber algo en aquello debía de ser, según imaginaba, una broma de la joven, no obstante lo cual aceptaba la idea con perfecta indiferencia, como cosa absolutamente normal. Lo que le preocupaba era cuestión muy distinta. Antes el general, en su agitación, había dejado escapar la apreciación de que Aglaya se mofaba de todos y de Michkin en particular. Y Michkin admitía esta opinión y no se sentía lastimado por ello: así debía ser, a su juicio. Pero lo importante era que mañana la vería, se sentaría en el banco, a su lado, la contemplaría, oiríale contar cómo se carga una pistola. No deseaba otra cosa. Una o dos veces se preguntó también cuál sería aquel importante asunto que ella deseaba comunicarle y que le concernía tan directamente. No dudó un solo momento de la existencia real de semejante asunto; pero no pensó en él para nada, ni siquiera sintió el deseo de pensar.

Un rumor de pasos rápidos en la arena le hizo levantar la cabeza. Un hombre, cuyo rostro resultaba impreciso en la oscuridad, llegó al banco y se sentó junto a Michkin. Éste se acercó en brusco movimiento al recién llegado y reconoció el rostro pálido de Parfen Semenovich.

—Hace tiempo que te buscaba. Ya sabía yo que andarías vagando por algún sitio así —dijo Rogochin, entre dientes.

Era la primera vez que se hallaban cara a cara después de su encuentro en el corredor del hotel. Sorprendido por aquella aparición imprevista, Michkin permaneció unos instantes sin poder coordinar sus ideas, mientras una sensación cruel despertaba en su corazón. Rogochin adivinó sin duda el efecto que producía su presencia y, aunque desconcertado al principio, adoptó en seguida un aire desenvuelto que Michkin estimó artificial. Pero pronto notó que no lo era, y que Rogochin no experimentaba realmente embarazo alguno al hablar. Si en sus gritos y palabras había cierta turbación, ésta no pasaba de la superficie. Aquel hombre no cambiaba jamás.

—¿Cómo me has... encontrado aquí? —preguntó el príncipe, por decir algo.

—He ido a tu casa, Keller me ha dicho que estabas paseando por el parque y pensé: «Bien; lo encontraré allí.»

Estas palabras inquietaron a Michkin.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz alarmada.

Rogochin se sonrojó, pero no agregó explicaciones...

—Recibí tu carta, León Nicolaievich... Todo es inútil... Tiempo perdido... Pero ahora vengo a buscarte de parte de ella. Quiere hablarte por encima de todo; necesita decirte una cosa urgente. Y me ha ordenado que fuese a tu casa esta noche misma.

—Iré a verla mañana. Ahora me vuelvo a casa. ¿Quieres venir?

—¿Para qué? Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Adiós.

—¿Por qué no vienes? —preguntó el príncipe con dulzura.

—Eres un hombre asombroso, León Nicolaievich.

Es imposible no admirarte de verdad —repuso Rogochin con amarga sonrisa.

—¿Por qué? ¿Qué motivos tienes ahora para odiarme así? —replicó Michkin con entristecido acento—. Bien sabes ahora que tus suposiciones son falsas. Desde luego, yo sabía que continuabas odiándome. ¿Y sabes por qué? Precisamente porque quisiste atentar contra mi vida. Pero te aseguro que el único Parfen Semenovich a quien recuerdo es aquel con quien he fraternizado una vez cambiando nuestras cruces. Ya te decía en mi carta de ayer que no pensases en aquel delirio, y no eludieses mi presencia. ¿Por qué te apartas de mí? ¿Por qué retiras la mano? Te repito que todo aquello es un delirio para mí. Me consta en qué estado te encontrabas aquel día. Lo que te imaginas no existió ni puede existir. ¿Por qué ha de persistir nuestra enemistad?

—¿Qué enemistad puede tenerse contigo? —contestó Rogochin, pagando con una risotada las afectuosas palabras del príncipe.

Y hablando así, se había retirado, en efecto, dos pasos y mantenía las manos escondidas. Añadió pausadamente, con grave acento:

—Es imposible que yo vaya ahora a tu casa.

—¿Tanto me aborreces?

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