Los hermanos Karamazov
Los hermanos Karamazov читать книгу онлайн
Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Estas conversaciones apasionantes ocupaban enteramente nuestras vidas. Incluso abandoné a la sociedad, a la que sólo acudía de tarde en tarde. Por otra parte, empecé a pasar de moda. No lo digo en son de queja, pues todos seguían demostrándome afecto y mirándome con buenos ojos; pero no cabe duda de que la moda desempeña un papel preponderante en el mundo. Acabé por sentirme entusiasmado ante mi misterioso visitante: su inteligencia me seducía. Además, mi intuición me decía que aquel hombre tenía algún proyecto, que se preparaba para realizar algún acto heroico. Sin duda, sabía que yo no tenía el propósito de desvelar su secreto, y que ni siquiera aludiría a él. Finalmente, advertí que le atormentaba el deseo de hacerme una confidencia. Esto ocurrió al cabo de un mes aproximadamente.
—¿Sabe usted —me preguntó un día— que somos el blanco de la curiosidad general? Mis frecuentes visitas a esta casa han atraído la atención de la gente... En fin, pronto se explicará todo.
A veces, le asaltaba repentinamente una agitación extraordinaria. Entonces casi siempre se levantaba y se iba. En otras ocasiones, fijaba en mí una mirada larga y penetrante. Yo me decía: «Ahora va a hablar.» Pero se arrepentía y empezaba a comentar algún hecho sin importancia.
Se quejaba de dolores de cabeza. Un día, tras una charla larga y vehemente, vi que palidecía de pronto. Sus facciones se contrajeron y me miró con gesto huraño.
—¿Qué le ocurre? —le pregunté—. ¿Se siente mal?
—No, es que yo... es que yo... he cometido un asesinato.
Hablaba sonriendo. Estaba blanco como la cal. Antes de que en mi pensamiento se restableciera el orden, una pregunta atravesó mi cerebro. «¿Por qué sonreirá?» Y también yo palidecí.
—¿Habla en serio? —exclamé.
Mi visitante seguía sonriendo tristemente.
—Me ha costado empezar, pero continuar no me será difícil.
Al principio no lo creí. Sólo le di crédito al cabo de tres días, cuando me lo hubo contado todo detalladamente. Empecé creyendo que estaba loco; después, con dolor y sorpresa, me convencí de que decía la verdad.
Hacía catorce años había asesinado a una dama rica, joven y encantadora, viuda de un terrateniente, que poseía una finca en los alrededores de nuestra ciudad. Se enamoró de ella apasionadamente, le declaró su amor y le pidió que se casara con él. Pero ella había entregado ya su corazón a otro, a un distinguido oficial que estaba en campaña y que había de regresar muy pronto. Rechazó la petición del pretendiente y le rogó que dejara de visitarla. El despechado conocía la disposición de la casa, y una noche se introdujo en ella. Atravesó el jardín y subió al tejado, con una audacia increíble, exponiéndose a que lo descubrieran. Pero suele ocurrir que los crímenes más audaces son los que más éxito tienen. Entró en el granero por un tragaluz y bajó a las habitaciones por una escalerilla, sabiendo que los sirvientes no cerraban siempre con llave la puerta de comunicación. Contó —y acertó— con la negligencia de los criados. A través de las sombras, se dirigió al dormitorio, donde ardía una lamparilla. Como hecho adrede, las dos doncellas habían salido a escondidas para asistir a una fiesta en casa de una amiga. Los demás domésticos estaban acostados en la planta baja. Al ver dormida a la dama, su pasión se despertó; después, los celos y el deseo de venganza se adueñaron de él y lo llevaron a clavarle un cuchillo en el corazón. Ella ni siquiera pudo gritar.
Con infernal astucia, hizo todo lo necesario para que las sospechas recayeran en los sirvientes. Se apoderó del monedero de la víctima, abrió la cómoda con las llaves que encontró bajo la almohada y robó, como un criado ignorante, el dinero y las joyas, eligiendo éstas por su volumen: desdeñó las más preciosas y tampoco tocó los valores. Se llevó también algunos recuerdos de los que hablaré más adelante. Realizada la fechoría, salió de la casa por el mismo camino que había seguido para entrar. Ni al día siguiente, cuando se conoció el hecho, ni más adelante tuvo nadie la menor idea de quién era el verdadero culpable. Se ignoraba su pasión por la víctima, pues era un hombre taciturno, encerrado en sí mismo y que no tenía amistades. Se le consideraba simplemente como conocido de la muerta, a la que, por cierto, no había visto desde hacía quince días. Se sospechó inmediatamente de un criado llamado Pedro, y todas las circunstancias contribuyeron a confirmar estas sospechas, pues el tal Pedro sabía que la dueña del lugar estaba decidida a incluirlo entre los reclutas que debía entregar, ya que era soltero y de mala conducta. Estando ebrio, había amenazado de muerte a una persona en la taberna. Dos días antes del asesinato había desaparecido y, al siguiente, lo encontraron en las cercanías de la ciudad, junto a la carretera, borracho perdido. Llevaba un cuchillo encima y en su mano derecha había manchas de sangre. Dijo que había sufrido un derrame nasal, pero no lo creyeron. Las doncellas declararon que habían salido y que habían dejado la puerta exterior abierta para poder entrar cuando regresaran. Se acumularon otros indicios análogos, que provocaron la detención del criado inocente. Se instruyó un proceso, pero, transcurrida una semana, el procesado contrajo unas fiebres y murió en el hospital sin haber recobrado el conocimiento. El sumario se archivó, se puso la causa en manos de Dios, y todos, jueces, autoridades y público, quedaron convencidos de que el autor del crimen había sido el difunto sirviente.
Entonces empezó el castigo. El misterioso visitante, ya unido a mí por lazos de amistad, me explicó que al principio no había sentido el menor remordimiento. Se limitaba a lamentar haber matado a una mujer querida, ya que, al darle muerte, había matado a su propio amor, un amor apasionado que hacía circular por sus venas una corriente de fuego. Casi se olvidaba de que había derramado sangre inocente, de que había dado muerte a un ser humano. No podía tolerar la idea de que su víctima hubiera sido la esposa de otro. Así, estuvo mucho tiempo convencido de que había obrado como tenía que obrar. La detención del criado le inquietó en el primer momento, pero su enfermedad y su muerte le tranquilizaron, ya que el desgraciado había muerto no a causa de la acusación que pesaba sobre él, sino por efecto de una pulmonía, contraída al permanecer toda una noche tendido sobre la tierra húmeda. El robo de joyas y dinero no le inquietaba, puesto que no había obrado por codicia, sino para alejar de si las sospechas. La cantidad era insignificante. Además, pronto entregó una suma mayor a un hospicio que se había fundado en nuestra ciudad. Hizo esto para descargar su conciencia, y lo consiguió —cosa notable— para mucho tiempo. Por su propia conveniencia, redobló sus actividades. Consiguió que le confiasen una ardua misión que duró dos años, y, gracias a la entereza de su carácter, casi se olvidó de su delito. A ello le ayudó su empeño de apartar de su mente la ingrata idea. Se dedicó a las buenas obras a hizo muchas en nuestra localidad. Su fama de filántropo llegó a las capitales, y en Petersburgo y en Moscú fue nombrado miembro de varias instituciones benéficas.
Al fin, se sintió dominado por vagas y dolorosas preocupaciones que eran superiores a sus fuerzas. Entonces se prendó de una encantadora muchacha con la que se casó muy pronto, con la esperanza de que el matrimonio, al poner fin a su soledad, disiparía sus angustias, y de que, al entregarse de lleno a sus deberes de esposo y de padre, desterraría los malos recuerdos. Pero sucedió todo lo contrario de lo que él esperaba. Desde el primer mes de matrimonio empezó a obsesionarle una idea atormentadora. «Mi mujer me quiere, pero ¿qué sucedería si lo supiera todo?» Cuando su esposa le anunció que estaba encinta de su primer hijo, él se turbó. «Yo que he quitado la vida, ahora la doy.» Cuando ya tenía más de un hijo, se preguntó: «¿Cómo puedo atreverme a quererlos, a educarlos, a hablarles de la virtud, yo que he matado?» Sus hijos eran hermosos. Anhelaba acariciarlos. «No puedo mirar sus caras inocentes; no soy digno de mirarlas.» Finalmente tuvo una visión siniestra y amenazadora de la sangre de su víctima, que clamaba venganza; de la vida joven que había aniquilado. Empezó a tener horribles pesadillas. Su entereza de ánimo le permitió resistir largo tiempo este suplicio. «Este sufrimiento secreto es la expiación de mi crimen.» Pero esta idea era una vana esperanza: su sufrimiento iba aumentando a medida que pasaba el tiempo. La gente lo respetaba por sus actividades filantrópicas, aunque su cara sombría y su carácter severo inspiraban temor. Pero cuanto más crecía este general respeto, más intolerable le resultaba. Me confesó que había pensado en el suicidio. Otra idea empezó a torturarle, una idea que al principio le pareció descabellada y absurda, pero que acabó por formar parte de su ser hasta el punto de no poder expulsarla. Esta idea fue la de confesar públicamente su crimen. Pasó tres años presa de esta obsesión que se presentaba de diversas formas. Al fin, creyó con toda sinceridad que esta confesión descargaría su conciencia y le devolvería la paz interior para siempre. Pero, pese a esta seguridad, se sintió atemorizado. ¿Cómo lo haría? Entonces se produjo el incidente de mi desafío.