Los hermanos Karamazov
Los hermanos Karamazov читать книгу онлайн
Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Sus superiores y la justicia se vieron obligados a llevar adelante el asunto, pero pronto se archivó el proceso. Aunque las cartas y objetos presentados eran dignos de tenerse en cuenta, se estimó que, aun suponiendo que estas pruebas fuesen auténticas, no podían servir de base para una acusación en toda regla. La misma difunta podía habérselas confiado. Supe que su autenticidad había sido confirmada por numerosas amistades de la víctima. Pero tampoco esta vez llegaría el asunto a su fin. Cinco días después se supo que el infortunado estaba enfermo y que se temía por su vida. De su enfermedad sólo sé que se atribuía a trastornos cardíacos. A petición de su esposa, los médicos examinaron su estado mental y llegaron a la conclusión de que estaba loco. Yo no presencié ninguno de estos hechos. Sin embargo, me abrumaban a preguntas. Intenté visitarlo, pero se me negó la entrada. Esta prohibición duró largo tiempo, especialmente por la voluntad de su esposa.
—Ha sido usted —me dijo ésta— el que ha provocado su ruina moral. Mi marido fue siempre un hombre taciturno. En este último año su agitación y su extraña conducta han sorprendido a todo el mundo. Ha sido usted el causante de su perdición. Durante el mes pasado no ha cesado usted de inculcarle sus ideas. Mi esposo le ha visitado a diario.
No era sólo su mujer la que me acusaba, sino también todos los habitantes de la ciudad.
—La culpa es suya —me decían.
Yo callaba, con el corazón lleno de gozo por esta manifestación de la misericordia divina ante un hombre que se había condenado a sí mismo. No creí en su locura. Al fin me permitieron entrar en su casa. Él lo había pedido insistentemente, con el deseo de despedirse de mí. En seguida vi que sus días estaban contados. Era visible su agotamiento. Tenía la tez amarilla y las manos temblorosas. Respiraba con dificultad. Sin embargo, su mirada estaba saturada de emoción y de alegría.
—Ya está hecho —me dijo—. Hace tiempo que deseaba verte. ¿Por qué no has venido?
No quise decirle que no me habían permitido entrar.
—Dios se ha compadecido de mí y me llama a su lado. Sé que voy a morir, pero me siento feliz y tranquilo por primera vez desde hace muchos años. Después de mi confesión me sentí como en un paraíso. Ahora ya me atrevo a querer a mis hijos y a abrazarlos. Nadie me cree, nadie me ha creído; ni mi esposa ni los jueces. Mis hijos no lo creerán nunca. Veo en ello una prueba de la misericordia divina hacia esas criaturas. Heredarán un nombre sin tacha. Ahora presiento a Dios. Mi corazón rebosa de gozo... He cumplido con mi deber.
Estuvo unos momentos jadeante, sin poder hablar. Me estrechaba las manos, me miraba con un brillo de exaltación en los ojos. Pero no pudimos seguir hablando mucho tiempo. Su mujer nos vigilaba furtivamente. No obstante, mi amigo pudo murmurar:
—¿Te acuerdas de aquella vez que volví a tu casa a medianoche? ¿Te acuerdas de que te dije que no lo olvidaras? Pues bien, ¿sabes por qué volví? Porque había decidido matarte.
Me estremecí.
—Después de dejarte, empecé a vagar en la oscuridad, luchando conmigo mismo. De pronto, sentí un odio intolerable hacia ti. Pensé: «Estoy en sus manos. Es mi juez. Estoy obligado a entregarme a la justicia, pues lo sabe todo.» No es que temiera que me denunciases. Ni siquiera pensé en ello. Es que me decía: «No me atreveré a mirarle si no confieso.» Aunque hubieras estado en los antípodas, la sola idea de que existías, lo sabías todo y me juzgabas, me habría sido insoportable. Sentí un odio a muerte hacia ti; te consideraba culpable de todo. Volví a tu casa al recordar que había visto un puñal en la mesa. Me senté y te pedí que te sentaras. Estuve un minuto reflexionando. Si te mataba, me perdería aunque no confesara mi crimen anterior. Pero yo no pensaba, no quería pensar en ello en aquel momento. Te odiaba y ardía en deseos de vengarme de ti. Pero el Señor triunfó en mi corazón sobre el diablo. Sin embargo, te aseguro que nunca has estado tan cerca de la muerte como entonces.
Murió una semana después. Toda la ciudad fue al cementerio tras su ataúd. El sacerdote pronunció una alocución conmovedora, lamentándose de la cruel enfermedad que había puesto fin a los días del difunto. Pero, después del entierro, todo el mundo se volvió contra mí. Incluso se negaban a recibirme. Sin embargo, algunos —y su número fue creciendo— admitieron la veracidad de la confesión. Más de uno vino a interrogarme con maligna curiosidad, pues la caída y el deshonor de los justos suele causar satisfacción. Pero yo guardé silencio y pronto me marché de la ciudad. Cinco meses después, el Señor me consideró digno de entrar en el buen camino y yo le bendije por haberme guiado de un modo tan manifiesto. En cuanto al infortunado Miguel, lo incluyo todos los días en mis oraciones.
CAPÍTULO III
Resumen de las conversaciones y la doctrina del staretsZósimo
e) El religioso ruso y su posible papel
Padres y maestro, ¿qué es un religioso? En la actualidad, las gentes más esclarecidas pronuncian esta palabra con ironía y, a veces, incluso como una injuria. El mal va en aumento. Verdad es, ¡ay!, que entre los monjes no faltan los holgazanes, los sensuales, los vagabundos desvergonzados. «No sois más que unos vagos, miembros inútiles de la sociedad, que vivís del trabajo ajeno; unos mendigos sin escrúpulos.» Sin embargo, ¡cuántos hay que son dulces y humildes, que buscan la soledad para entregarse a sus fervientes oraciones! De éstos apenas se habla; algunos ni siquiera los nombran. Por eso muchos se asombrarán si les digo que, en caso de que vuelva a salvarse la tierra rusa, a ellos se deberá. Pues están verdaderamente separados para «el día y la hora, el mes y el año». En su soledad, estos monjes conservan la imagen de Cristo espléndida e intacta, en toda la pureza de la verdad divina, legada por los padres de la Iglesia, los apóstoles y los mártires, y cuando llegue la hora, la revelarán a este resquebrajado mundo. Es una idea grandiosa. Esta estrella brillará en Oriente.
He aquí lo que yo pienso de los religiosos. Tal vez sea una simple suposición mía; tal vez me equivoque. Pero observad a esa gente que se eleva por encima del pueblo cristiano. ¿No han alterado la imagen de Dios y su verdad? Esos hombres poseen la ciencia, pero una ciencia supeditada a los sentidos. Al mundo espiritual, la mitad superior del género humano, se le rechaza alegremente, incluso con odio. Sobre todo en estos últimos años, el mundo ha proclamado la libertad. ¿Pero qué significa esta libertad? La esclavitud y el suicidio. Pues se dice: «Tienes necesidades: satisfácelas. Posees los mismos derechos que los grandes y los ricos. No temas satisfacer tus necesidades. Incluso las puedes aumentar.» Éstas son las enseñanzas que se dan ahora. Así interpretan la libertad. ¿Y qué consecuencias tiene este derecho a aumentar las necesidades? En los ricos, la soledad y el suicidio espirituales; en los pobres, la envidia y el crimen, pues se conceden derechos, pero no se indican los medios para satisfacer las necesidades. Se dice que la humanidad, acortando las distancias y transmitiéndose los pensamientos por el espacio, se unirá cada vez más estrechamente, y que reinará la fraternidad. Pero no creáis en esta unión de los hombres. Al considerar la libertad como el aumento de las necesidades y su pronta saturación, se altera su sentido, pues la consecuencia de ello es un aluvión de deseos insensatos, de costumbres e ilusiones absurdas. Esos hombres sólo viven para envidiarse mutuamente, para la sensualidad y la ostentación. Ofrecer banquetes, viajar, poseer objetos valiosos, grados, sirvientes, se considera como una necesidad a la que se sacrifica el honor, el amor al prójimo e incluso la vida, pues, al no poder satisfacerla, habrá quien llegue al suicidio. Lo mismo ocurre a los que no son ricos ni pobres. En cuanto a estos últimos, ahogan por el momento en la embriaguez la insatisfacción de las necesidades y la envidia. Pero pronto no se embriagarán de vino, sino de sangre: éste es el fin al que se les lleva. ¿Pueden considerarse libres estos hombres? Un campeón de esta doctrina me contó un día que, estando preso, se encontró sin tabaco y que esta privación le resultó tan insoportable, que estuvo a punto de hacer traición a sus ideas para fumar. Pues bien, este individuo pretendía luchar por la humanidad. ¿De qué podía ser capaz? A lo sumo, de un esfuerzo momentáneo, de escasa duración. No es sorprendente que los hombres hayan encontrado la servidumbre en vez de la libertad, y que lejos de alcanzar la fraternidad y la unión, hayan caído en la desunión y la soledad, como me dijo antaño mi visitante misterioso. La idea de la devoción a la humanidad, de la fraternidad, de la solidaridad, va desapareciendo gradualmente en el mundo. En realidad, se la recibe incluso con escarnio, pues ¿quién puede desprenderse de sus hábitos? ¿Dónde irá ese prisionero de las múltiples y ficticias necesidades que se ha creado él mismo? A este ser aislado apenas le preocupa la colectividad. En resumidas cuentas, sus bienes materiales han aumentado, pero su alegría ha disminuido.