Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—Soy vuestro hermano José.
¡Qué alegría la del viejo Jacob al enterarse de que su querido hijo vivía! Se fue a Egipto, abandonando a su patria, y murió en tierra extranjera, legando al mundo una gran noticia que, con el mayor misterio, había llevado guardada durante toda su vida en su tímido corazón. Y este secreto era que sabía que de su raza, de la tribu de Judá, saldría la esperanza del mundo, el Reconciliador, el Salvador.
Padres y maestros, perdonadme que os cuente como un niño lo que vosotros me podríais explicar con mucho más arte. El entusiasmo me hace hablar así. Perdonad mis lágrimas. ¡Es tanto mi amor por la Biblia! Si el sacerdote derrama lágrimas también, verá que sus oyentes comparten su emoción. La semilla más insignificante produce su efecto: una vez sembrada en el alma de las personas sencillas, ya no perece, sino que vive hasta el fin entre las tinieblas y la podredumbre del pecado, como un punto luminoso y un sublime recuerdo. Nada de largos comentarios ni de homilías: si habláis con sencillez, vuestros oyentes lo comprenderán todo. ¿Lo dudáis? Leedles la conmovedora historia de la hermosa Ester y de la orgullosa Vasti, o el maravilloso episodio de Jonás en el vientre de la ballena. No os olvidéis de las parábolas del Señor, sobre todo de las que nos relata el evangelio de San Lucas, que son las que yo he preferido siempre, ni la conversión de Saúl (esto sobre todo), que se refiere en los Hechos de los Apóstoles. Y tampoco debéis olvidar las vidas del santo varón Alexis y la sublime mártir María Egipcíaca. Estos ingenuos relatos llegarán al corazón del pueblo y sólo habréis de dedicarles una hora a la semana. Entonces el sacerdote advertirá que nuestro piadoso pueblo, reconocido, le devuelve centuplicados los bienes recibidos de él. Recordando el celo y las palabras emocionadas de su pastor, le ayudará en su campo y en su casa, lo respetará más que antes, y con ello aumentarán sus emolumentos. Esto es una verdad tan evidente, que a veces no se atreve uno a exponerla por temor a las burlas. El que no cree en Dios, no cree en su pueblo. Quien cree en el pueblo de Dios, verá su santuario, aunque antes no haya creído. Sólo el pueblo y su fuerza espiritual futura pueden convertir a nuestros ateos separados de su tierra natal. Además, ¿qué es la palabra de Cristo sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, el pueblo perecerá, pues su alma anhela esta palabra y toda noble idea.
En mi juventud —pronto hará de esto cuarenta años—, el hermano Antimio y yo recorrimos Rusia pidiendo limosna para nuestro monasterio. En cierta ocasión, pasamos la noche con unos pescadores a la orilla de un gran río navegable. Un joven campesino de mirada dulce y límpida, que era un buen mozo y tenía unos dieciocho años, vino a sentarse a nuestro lado. Había de llegar a la mañana siguiente a su puesto, donde tenía que halar una barca mercante. Era una hermosa noche de julio, apacible y cálida. Las emanaciones del río nos refrescaban. De vez en cuando, un pez aparecía en la superficie. Los pájaros habían enmudecido y en torno de nosotros todo era como una plegaria llena de paz.
El joven campesino y yo éramos los únicos que no dormíamos. Hablábamos de la belleza y del misterio del mundo. Las hierbas, los insectos, la hormiga, la dorada abeja, todos conocen su camino con asombrosa seguridad, por instinto; todos atestiguan el misterio divino y lo cumplen continuamente. Vi que el corazón de aquel joven se inflamaba. Me dijo que adoraba los bosques y los pájaros que los habitan. Era pajarero y distinguía los cantos de todas las aves. Además, sabía atraerlas.
—Nada vale tanto como la vida en el bosque —dijo—, aunque a mi entender todo es perfecto.
—Cierto —le respondí—; todo es perfecto y magnífico, pues todo es verdad. Observa al caballo, noble animal que convive con el hombre; o al buey, que lo alimenta y trabaja para él, encorvado, pensativo. Mira su cara; ¡qué dulzura hay en ella, qué fidelidad a su dueño, a pesar de que éste le pega sin piedad; qué mansedumbre, qué confianza, qué belleza! Es conmovedor saber que están libres de pecado, pues todo es perfecto, inocente, excepto el hombre. Y Jesucristo es el primero que está con los animales.
—¿Es posible —pregunta el adolescente— que Cristo esté también con los animales?
—¿Cómo no ha de estar? —repuse yo—. El Verbo es para todos. Todas las criaturas, hasta la más insignificante hoja, aspiran el Verbo y cantan la gloria de Dios, y se lamentan inconscientemente ante Cristo. Éste es el misterio de su existencia sin pecado. Allá en el bosque habita un oso terrible, feroz, amenazador. Sin embargo, está libre de culpa.
Y le conté que un gran santo que tenía su celda en el bosque recibió un día la visita de un oso. El ermitaño se enterneció al ver al animal, lo abordó sin temor alguno y le dio un trozo de pan. «Vete —le dijo— y que Dios te acompañe.» Y el animal se retiró dócilmente, sin hacerle ningún daño.
El joven se conmovió al saber que el ermitaño salió indemne del encuentro y que Jesús estaba también con los osos.
—¡Todas las obras de Dios son buenas y maravillosas!
Y se sumió en una dulce meditación. Advertí que había comprendido. Y se durmió a mi lado con un sueño ligero e inocente. ¡Que Dios bendiga a la juventud! Rogué por mi joven amigo antes de que se durmiera. ¡Señor, envía la paz y la luz a los tuyos!
c) Recuerdos de juventud delstarets Zósimo. El duelo
Pasé casi ocho años en Petersburgo, en el Cuerpo de Cadetes. Esta nueva educación ahogó en mis muchas impresiones de la infancia, pero sin hacérmelas olvidar. En cambio, adquirí un tropel de costumbres y opiniones nuevas que hicieron de mí un individuo casi salvaje, cruel y ridículo. Adquirí un barniz de cortesía y modales mundanos, al mismo tiempo que el conocimiento del francés, lo que no impedía que considerásemos a los soldados que nos servían en el Cuerpo como verdaderos animales, y yo más que mis compañeros, pues era el más impresionable de todos. Desde que fuimos oficiales estuvimos dispuestos a verter nuestra sangre por el honor del regimiento. Pero ninguno de nosotros tenía la más remota idea de lo que era el verdadero honor, y si hubiésemos adquirido esta noción de pronto, nos habríamos reído de él. Nos enorgullecíamos de nuestro libertinaje, de nuestro impudor, de nuestras borracheras. No es que fuéramos unos pervertidos. Todos teníamos buen fondo. Sin embargo, nos portábamos mal, y yo peor que todos. Como me hallaba en posesión de mi fortuna, me entregaba a la fantasía con todo el ardor de la juventud, sin freno alguno. Navegaba a toda vela. Pero me ocurría algo asombroso: a veces leía, y con verdadero placer; no abría la Biblia casi nunca, pero no me separaba de ella en ningún momento; la llevaba conmigo a todas partes; aun sin darme cuenta de ello, conservaba este libro «para el día y la hora, para el mes y el año» precisos. Cuando llevaba cuatro años en el ejército, llegué a la ciudad de K..., donde se estableció mi regimiento para guarnecer la plaza. La sociedad de la población era variada, divertida, acogedora y rica. Fui bien recibido en todas partes, a causa de mi carácter alegre. Además, se me consideraba hombre acaudalado, lo que nunca es un perjuicio para relacionarse con el gran mundo. Entonces ocurrió algo que fue el punto de partida de todo lo demás. Me sentí atraído hacia una muchacha encantadora, inteligente, distinguida y de noble carácter. Sus padres, ricos e influyentes, me dispensaron una buena acogida. Me pareció que esta joven sentía cierta inclinación hacia mí, y ante esta idea mi corazón se inflamaba. Pero pronto me dije que seguramente, más que verdadero amor, lo que yo experimentaba por ella era la respetuosa admiración que forzosamente tenía que inspirarme la grandeza de su espíritu. Un sentimiento de egoísmo me impidió pedir su mano. Yo no quería renunciar a los placeres de la disipación, a mi independencia de soltero joven y rico. Deslicé algunas insinuaciones sobre el particular, pero dejé para más adelante dar el paso decisivo. Entonces me enviaron con una misión especial a otro distrito. Al regresar, tras dos meses de ausencia, me enteré de que la muchacha se había casado con un rico hacendado de los alrededores. Este caballero tenía más edad que yo, pero era todavía joven y estaba relacionado con lo mejor de la sociedad, cosa que yo no podía decir. Era un hombre fuerte, amable e instruido, cualidades que yo no poseía tampoco. Tan inesperado desenlace me consternó hasta el punto de trastornarme profundamente, y más cuando supe que aquel hombre era novio de mi adorable amiga desde hacía tiempo. Me había encontrado muchas veces con él en la casa y no me había dado cuenta del noviazgo: la fatuidad me ponía una venda en los ojos. Esto fue lo que más me mortificó. ¿Cómo se explicaba que yo no estuviese enterado de una cosa que sabía todo el mundo? De pronto me asaltó un pensamiento intolerable. Rojo de cólera, recordé que más de una vez había declarado, o poco menos, mi amor a aquella joven, y como ella, ni me había prevenido, ni había hecho nada por detenerme, llegué a la conclusión de que se había burlado de mí. Después, como es natural, me di cuenta de mi error, al recordar que la joven cortaba, bromeando, tales temas de conversación; pero los primeros días fui incapaz de razonar y ardía en deseos de venganza. Ahora recuerdo, sorprendido, que mi animosidad y mi cólera me repugnaban, pues mi carácter ligero no me permitía estar enojado con una persona durante mucho tiempo. Sin embargo, me enfurecía superficialmente hasta la extravagancia. Esperé la ocasión, y un día conseguí ofender a mi rival ante numerosa concurrencia, sin razón alguna, riéndome de su opinión sobre ciertos sucesos entonces importantes [37]—era el año —1826— y burlándome de él con palabras que me parecieron ingeniosas. Acto seguido le exigí una explicación por sus manifestaciones, y lo hice tan groseramente, que él me arrojó el guante, a pesar de que yo era más joven que él, insignificante y de clase inferior. Algún tiempo después supe de buena fuente que aceptó mi provocación, en parte, por celos. Mis relaciones anteriores con la mujer que ya era su esposa le habían molestado, y ahora, ante mi provocación, se dijo que si su mujer se enteraba de que no había replicado debidamente a mis insultos, le despreciaría, aun sin quererlo, y que su amor hacia él sufriría grave quebranto. Pronto encontré un padrino, un compañero de regimiento que tenía el grado de teniente. Aunque los duelos estaban prohibidos entonces, tenían entre los militares el auge de una moda, de tal modo arraigan y se desarrollan los prejuicios más absurdos. El mes de junio llegaba a su fin. El encuentro se fijó para el día siguiente a las siete de la mañana, en las afueras de la capital. Pero antes me ocurrió algo verdaderamente fatídico. Por la noche, al regresar con un humor de perros, me enfurecí con mi ordenanza, Atanasio, y lo golpeé con tal violencia, que su cara empezó a sangrar. Hacía poco que estaba a mi servicio y ya le había maltratado otras veces, pero nunca de un modo tan salvaje. Pueden creerme, mis queridos amigos: han pasado cuarenta años desde entonces y todavía recuerdo esta escena con vergüenza y dolor. Me acosté, y cuando desperté, al cabo de tres horas, ya era de día. Como no tenía sueño, me levanté. Me asomé a la ventana, que daba a un jardín. El sol había salido, era un día hermoso, trinaban los pájaros... «¿Qué me pasa? —me pregunté—. Tengo la sensación de que soy un infame, un ser vil. ¿Se deberá esto a que me dispongo a derramar sangre? No, no es eso. ¿Será el temor a la muerte, el temor a que me maten? No, de ningún modo...» Y de pronto advertí que el motivo de mi inquietud eran los golpes que había dado a Atanasio la noche anterior. Mentalmente reviví la escena como si en realidad se repitiese. Vi al pobre muchacho de pie ante mí, en posición de firmes, mientras yo lanzaba mi puño contra su rostro con todas mis fuerzas. Mantenía la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, y, aunque se estremecía a cada golpe, ni siquiera levantaba el brazo para cubrirse. ¡Que un hombre permaneciera así mientras le pegaba otro hombre! Esto era sencillamente un crimen. Sentí como si una aguja me traspasara el alma. Estaba como loco mientras el sol brillaba, el ramaje alegraba la vista y los pájaros loaban al Señor. Me cubrí el rostro con las manos, me arrojé sobre el lecho y estallé en sollozos. Me acordé de mi hermano Marcel y de las últimas palabras que dirigió a la servidumbre: «Amigos míos, ¿por qué me servís, por qué me queréis? ¿Merezco que me sirváis?» Y me dije de pronto: «Si, ¿merezco que me sirvan?» Ciertamente, ¿a título de qué merecía yo que me sirviera otro hombre, creado, como yo, a imagen y semejanza de Dios? Fue la primera vez que este pensamiento atravesó mi mente. «Madre querida, en verdad, cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todos. Pero los hombres lo ignoran. Si lo supieran, el mundo sería un paraíso.» Y me dije llorando: «Señor, yo soy el más culpable de todos los hombres, el peor que existe.» Y de súbito apareció en mi imaginación, con toda claridad y todo su horror, lo que iba a hacer: iba a matar a un hombre de bien, de corazón noble, inteligente, sin que hubiera recibido de él la menor ofensa. Y, por mi culpa, su mujer sería desgraciada para siempre, viviría en una incesante tortura, moriría... Me hallaba tendido de bruces, con la cara en la almohada, y había perdido toda noción del tiempo. De pronto entró mi compañero, el teniente, que venía a buscarme con las pistolas. «Me alegro de que estés ya despierto —dijo—, pues es la hora. Vamos.» Me sentí trastornado, confundido. Pero seguí a mi padrino y nos encaminamos al coche. «Espera un momento —le dije—. Vengo enseguida. Se me ha olvidado el portamonedas.» Volví a todo correr a mi alojamiento y entré en la habitación de mi asistente. «Atanasio, ayer te di dos tremendos golpes en la cara. ¡Perdóname!» Él se estremeció; parecía asustado. Yo consideré que mis palabras no eran suficientes y me arrodillé a sus pies y volví a pedirle perdón. Mi asistente se quedó petrificado. «¿Cree usted que merezco tanto, señor...?» Y se echó a llorar, como me había echado yo hacía un momento. Se cubrió la cara con las manos y se volvió hacia la ventana, sacudido por los sollozos. Corrí a reunirme con mi compañero y el coche se puso en marcha.