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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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La vida del religioso es muy diferente. Hay quien se burla de la obediencia, del ayuno, de la oración... Sin embargo, ése es el único camino de la verdadera libertad. Yo suprimo las necesidades superfluas, domo y flagelo mi voluntad altiva y egoísta por medio de la obediencia, y así, con la ayuda de Dios, consigo la libertad del alma y, con ella, la alegría espiritual. ¿Quién es más capaz de enaltecer una idea, de ponerse a su servicio, el rico aislado espiritualmente o el religioso que se ha liberado de la tiranía de las costumbres? Se censura al religioso su aislamiento. «Al retirarte a un monasterio —se le dice—, desertas de la causa fraternal de la humanidad.» Pero veamos quién sirve mejor a la fraternidad. Pues el aislamiento no nace en nosotros, sino en los acusadores, aunque ellos no se den cuenta.

De nuestro medio salieron antaño los hombres de acción del pueblo. ¿Por qué no ha de suceder hoy lo mismo? Esos ayunadores, esos seres taciturnos, bondadosos y humildes, se levantarán por una causa noble. El pueblo será el salvador de Rusia, y los monasterios rusos estuvieron siempre al lado del pueblo. El pueblo está aislado, nosotros lo estamos también. El pueblo comparte nuestra fe. Los políticos sin fe nunca harán nada en Rusia, aunque sean sinceros y geniales: no olviden esto. El pueblo acabará con el ateísmo, y Rusia se unificará en la ortodoxia. Preservad al pueblo y velad por su corazón. Instruidlo acerca de la paz. Ésta es vuestra misión de religiosos. Nuestro pueblo lleva a Dios consigo.

f) ¿Pueden llegar a ser hermanos en espíritu amos y servidores?

Hay que confesar que el pueblo es también víctima del pecado. La corrupción aumenta visiblemente de día en día. El mal del aislamiento invade al pueblo; aparecen los acaparadores y las sanguijuelas. El comerciante experimenta una avidez creciente de honores. Pretende mostrar una instrucción que no posee, y lo hace desdeñando los usos antiguos y avergonzándose de la fe de sus padres. Va a casa de los príncipes, aunque no es más que un mujikdepravado. El pueblo ha perdido la moral por efecto del alcohol y no puede dejar este vicio. ¡Cuántas crueldades han de sufrir las esposas y los hijos por culpa de la bebida! Yo he visto en las fábricas niños de nueve años, débiles, atrofiados, hundido el pecho y ya corrompidos. Un local asfixiante, el fragor de las máquinas, el trabajo incesante, la obscenidad, las bebidas... ¿Es esto lo que conviene al alma de un muchacho? El niño necesita sol, los juegos propios de su edad, buenos ejemplos y un poco de simpatía. Es preciso que esto termine. Religiosos, hermanos míos, hay que poner fin a los sufrimientos de los niños. Orad para que así sea.

Pero Dios salvará a Rusia, pues el bajo pueblo, aunque pervertido y agrupado en torno al pecado, sabe que el pecado repugna a Dios y se siente culpable ante Él. Así, nuestro pueblo no ha cesado de creer en la verdad: admite a Dios y derrama ante Él lágrimas de ternura. No ocurre lo mismo entre los privilegiados. Éstos son adictos a la ciencia y quieren organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón, prescindiendo de Cristo. Ya han proclamado que no existe el pecado ni el crimen. Desde su punto de vista tienen razón, pues, si no hay Dios, ¿cómo puede existir el delito? En Europa, el pueblo se levanta ya contra los ricos. En todas partes, sus jefes lo incitan al crimen y le dicen que su cólera es justa. Pero «maldita sea su cólera por ser cruel. El Señor salvará a Rusia, como la ha salvado tantas veces. La salvación vendrá del pueblo, de su fe, de su humildad. Padres míos, preservad la fe del pueblo. No estoy soñando. Siempre me ha impresionado la noble dignidad de nuestro gran pueblo. He visto esa dignidad y puedo atestiguarla. Nuestro pueblo no es servil, aun habiendo sufrido dos siglos de esclavitud. Es desenvuelto en su porte y en sus ademanes, pero sin ofender a nadie con esta desenvoltura. No es ni vengativo ni envidioso. Piensa: «Eres distinguido, rico, inteligente... Que Dios te bendiga. Te respeto, pero has de saber que también yo soy un hombre. El hecho de que te respete sin envidiarte te revelará mi dignidad humana.» El pueblo no lo dice así (todavía no sabe decirlo), pero obra de este modo. Lo he visto, lo he experimentado. Creedme: cuanto más pobre y humilde es el ruso, más claramente se observa en él esta noble verdad, pues los ricos, los acaparadores, por lo menos en su mayoría, han caído en la inmoralidad, y nuestra negligencia, nuestra indiferencia han contribuido a ello en buena parte. Pero Dios salvará a los suyos, porque Rusia es grande, y su grandeza es hija de su humildad. Pienso en nuestro porvenir y me parece estar viendo lo que ocurrirá. El rico más depravado acabará por avergonzarse de su riqueza ante el pobre, y el pobre, conmovido por este rasgo de humildad, será comprensivo y responderá generosamente, amistosamente, a semejante prueba de noble confusión. No les quepa duda de que ocurrirá así, pues se progresa en esa dirección. La igualdad sólo existe en la dignidad espiritual, y esto únicamente nosotros lo comprenderemos. Cuando haya hermanos, reinará la fraternidad, y sin fraternidad, jamás podremos compartir nuestros bienes. Conservamos la imagen de Cristo, que resplandecerá a los ojos del mundo entero como un magnífico diamante... ¡Así sea!

Padres y maestros, una vez me sucedió algo emocionante. Durante mis peregrinaciones, y cuando ya llevaba ocho años separado de mi antiguo asistente Atanasio, me encontré con él en la ciudad de K... Esto ocurrió en el mercado. Al verme, me reconoció y corrió hacia mi lleno de alegría. «¿Pero es usted, padre? ¡Qué feliz encuentro!» Me llevó a su casa. Al terminar el servicio se había casado y tenía ya dos niños pequeños. Su mujer y él vivían de una pequeña industria de cestería. Su vivienda era pobre, pero alegre y limpia. Me obligó a sentarme, preparó el samovar y envió en busca de su esposa, como si mi visita fuese una solemnidad. Me presentó a sus dos hijos.

—Bendígalos, padre.

—No soy quién para bendecirlos —repuse—, pues sólo soy un humilde religioso. Lo que haré es orar por ellos. A ti, Atanasio Paulovitch, te he tenido siempre presente en mis oraciones desde aquel día inolvidable, pues tú fuiste la causa de todo.

Le expliqué lo ocurrido. Él me miraba como si no pudiese creer que su antiguo dueño, un oficial, estuviera ante él vestido de monje. Incluso lloraba.

—¿Por qué lloras? —le pregunté—. ¿No te he dicho que no puedo olvidarte? Alégrate conmigo, querido, pues mi camino está lleno de luz de felicidad.

Él no hablaba apenas, pero suspiraba y movía la cabeza enternecido.

—¿Qué ha hecho usted de su fortuna?

—La he entregado al monasterio: vivimos en comunidad.

Después del té me despedí de ellos. Atanasio me entregó cincuenta copecs para el monasterio y luego me puso otros cincuenta en la mano.

—Es para usted —me dijo—. Usted viaja y puede necesitarlo, padre.

Acepté la limosna, me despedí del matrimonio y me fui con el alma llena de alegría. Por el camino iba pensando: «Sin duda, él está haciendo en su casa lo que yo hago en el camino: suspirar y reír lleno de júbilo. Somos felices al recordar que Dios hizo que nos encontrásemos. Yo era su dueño, él era mi servidor, y ahora, al abrazarnos llenos de emoción, un noble lazo nos ha unido.»

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