Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Sólo recuerdos excelentes conservo de la casa paterna. Estos recuerdos son los más preciosos para el hombre, con tal que un mínimo de amor y concordia hayan reinado en la familia. Es más: puede conservarse un buen recuerdo de la peor familia, siempre que se tenga un alma sensible. Entre estos recuerdos ocupan un puesto importante las historias santas, que me interesaban extraordinariamente a pesar de mis pocos años. Poseía entonces un libro de magníficos grabados titulado Ciento cuatro historias santas extraídas del Antiguo Testamento y del Nuevo. Este libro, en el que aprendí a leer, lo conservo todavía como una reliquia. Pero aun antes de saber leer, cuando sólo tenía ocho años, experimentaba —lo recuerdo perfectamente— cierta sensación de las cosas espirituales. El Lunes Santo, mi madre me llevó a misa. Era un día despejado. Me parece estar viendo aún el incienso que subía lentamente hacia la bóveda, mientras a través de una ventana que había en la cúpula bajaban hasta nosotros los rayos del sol, que parecían fundirse con las nubes de incienso. Yo lo miraba todo enternecido, y por primera vez mi alma recibió conscientemente la semilla de la palabra divina..
Un adolescente avanzó hasta el centro del templo con un gran libro; tan grande era, que me pareció que al chico le costaba trabajo transportarlo. Lo colocó en el facistol, lo abrió, empezó a leer..., y yo comprendí que la lectura se realizaba en un templo consagrado a Dios.
Había en el país de Hus un hombre justo y piadoso que poseía cuantiosas riquezas: infinidad de camellos, ovejas y asnos. Sus hijos se solazaban; él los quería mucho y rogaba a Dios por ellos, pensando que tal vez en sus juegos pecaran. Y he aquí que el diablo subió hasta Dios al mismo tiempo que los hijos de Dios y le dijo que había recorrido la tierra de un extremo a otro.
—¿Has visto a mi siervo Job? —preguntó el Señor.
E hizo ante el diablo un gran elogio de su noble siervo. El diablo sonrió al oírle.
—Entrégamelo y verás como tu siervo murmura contra ti y maldice tu nombre.
Entonces Dios entregó a Satán a aquel hombre justo y amado por Él. El diablo cayó sobre los hijos de Job y aniquiló sus riquezas en un abrir y cerrar de ojos. Entonces Job desgarró sus vestidos, se echó de bruces al suelo y gritó:
—Salí desnudo del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. Dios me lo había dado todo; Dios todo me lo ha quitado. ¡Bendito sea su nombre ahora y siempre!
Padres míos, perdonadme estas lágrimas, pero toda mi infancia resurge ahora ante mí. Me parece que vuelvo a tener ocho años y que, como entonces, estoy asombrado, turbado, pensativo. Los camellos se grabaron en mi imaginación, y me impresionó profundamente que Satán hablase a Dios como le habló, y que Dios permitiera la ruina de su siervo, y que éste exclamara: «¡Bendito sea tu nombre, a pesar de tu rigor!» Y también los dulces y suaves cánticos que después se elevaron en el templo... «¡Escucha mi ruego, Señor!» Y otra vez el incienso y los rezos de rodillas.
Desde entonces —y esto me ocurrió ayer mismo— no puedo leer esta historia santa sin echarme a llorar. ¡Qué grandeza, qué misterio tan profundo hay en ella! He oído decir a los detractores y a esos que de todo se burlan:
—¿Cómo pudo entregar el Señor al diablo a un hombre justo y querido por Él, quitarle los hijos, cubrirle de llagas, reducirlo a limpiar sus úlceras con un cascote, todo ello para decir vanidosamente a Satán: «Ahí tienes lo que es capaz de soportar por mí un hombre santo»?
Pero en esto estriba precisamente la grandeza del drama: en el misterio, en que la apariencia terrenal se confronta con la verdad eterna y aquélla ve como ésta se cumple. El Creador, aprobando su obra como en los primeros días de la Creación, mira a Job y se enorgullece de nuevo de su fiel criatura. Y Job, al alabarlo, presta un servicio no sólo al Señor, sino a la Creación entera, generación tras generación y siglo tras siglo. Y es que era un predestinado. ¡Qué libro, qué lecciones, Señor! ¡Qué fuerza milagrosa dan al hombre las Escrituras! Son como una representación del mundo, del ser humano y de su carácter. ¡Cuántos misterios se resuelven y se desvelan en ellas! Dios vuelve a proteger a Job y le restituye sus riquezas. Pasan los años. Job tiene más hijos y los quiere... ¿Cómo podía amar a estos nuevos hijos después de haber perdido a los primeros? ¿Podía ser completamente feliz recordando a aquéllos, por mucho que amase a éstos?... Pues sí, podía ser feliz. El antiguo dolor se convierte poco a poco, misteriosamente, en una dulce alegría; al ímpetu juvenil sucede la serenidad de la vejez. Bendigo todos los días la salida del sol y mi corazón le canta un himno como antaño; pero prefiero el sol poniente, con sus rayos oblicuos, evocadores de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de mi larga y venturosa vida. Y, por encima de todo, la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Estoy en el término de mi existencia, lo sé, y día tras día noto como mi vida terrenal se va enlazando con la vida eterna, desconocida, pero muy cercana, tanto que, al percibirla, vibra mi alma de entusiasmo, se ilumina mi pensamiento y se enternece mi corazón...
Amigos y maestros, he oído decir, y ahora se afirma con más insistencia que nunca, que los sacerdotes, sobre todo los del campo, se quejan de su estrechez, de la insuficiencia de su sueldo. Incluso dicen que no pueden explicar a gusto las Escrituras al pueblo debido a sus escasos recursos, pues si llegan los luteranos y estos heréticos empiezan a combatirlos, ellos no podrán defenderse por carecer de medios para luchar. Su queja está justificada, y yo deseo que Dios les conceda el sueldo que tan importante es para ellos, ¿pero no tenemos nosotros nuestra parte de culpa en este estado de cosas? Aun admitiendo que el sacerdote tenga razón, que esté abrumado de trabajo y también bajo la responsabilidad de su ministerio, bien tendrá una hora libre a la semana para acordarse de Dios. Además, no está ocupado todo el año. Una vez por semana, al atardecer, puede reunir en su casa primero a los niños. Pronto se enterarán sus padres y acudirán también. No hace falta tener un local especial para esto: el sacerdote puede recibirlos a todos en su casa. No se la ensuciarán por estar una hora en ella.
Leedles la Biblia sin fruncir el ceño ni adoptar actitudes doctorales, con amable sencillez, con la alegría de ser comprendidos y escuchados, haciendo una pausa cuando convenga explicar un término oscuro para las gentes incultas. Podéis estar seguros de que acabarán por comprenderos, pues los corazones ortodoxos todo lo comprenden. Leedles la vida de Abraham y de Sara, de Isaac y de Rebeca; leedles el episodio de Jacob, que fue a casa de Labán y luchó en sueños con el Señor, al que dijo: «Este sitio es horrible.» Y así llegaréis al corazón piadoso del pueblo. Contad, sobre todo a los niños, que José, futuro intérprete de sueños y gran profeta, fue vendido por sus hermanos, que mostraron sus ropas ensangrentadas a su padre y le dijeron que lo había destrozado una fiera. Explicadles que después los impostores fueron a Egipto en busca de trigo, y que José, al que no reconocieron y que desempeñaba allí un alto cargo, los persiguió, los acusó de robo y retuvo a su hermano Benjamín, pues recordaba que sus hermanos le habían vendido a unos mercaderes junto a un pozo, en el desierto ardiente, a pesar de que él lloraba y les suplicaba, enlazando las manos, que no le vendieran como esclavo en tierra extranjera. Al verlos tantos años después, de nuevo sintió por ellos un profundo amor fraternal, pero, a pesar de quererlos, los persiguió y los mortificó. Se retiró al fin, incapaz de seguir conteniéndose, se arrojó sobre su lecho y rompió a llorar. Después se secó las lágrimas, volvió al lado de ellos y les dijo, alborozado: