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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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—Mariposas —dijo Dreyer, alzando el dedo índice.

—¿A quién se le ocurre cazar mariposas? —observó Martha.

—Pues tiene que ser un bonito deporte —dijo Dreyer—, y te diré una cosa: pienso que tener pasión por algo es la mayor felicidad que hay en la tierra.

—Termina tu chocolate —dijo Martha.

—Sí —dijo Dreyer—, me parecen fabulosos los secretos que se descubren en la gente más corriente. Y esto me recuerda que Piffke —sí, sí, el gordo y sonrosado Piffke— colecciona coleópteros y es famoso especialista en esos bichos.

—Anda, vámonos —dijo Martha—, esos extranjeros arrogantes no hacen más que mirarte.

—Vamos a dar un buen paseo —propuso Dreyer.

—¿Por qué no alquilamos una barca? —dijo Martha, inesperadamente.

—No cuentes conmigo —dijo Dreyer.

—Bueno, pero vámonos a cualquier otro sitio —dijo Martha.

Al pasar junto a la silla donde estaba el gato, Martha la ladeó y le dijo:

—Fuera.

Y el gato, de nuevo a cuatro patas como por parte de magia, se deslizó silla abajo y desapareció.

Dreyer se fue solo a dar su paseo, dejando a su mujer y a su sobrino en otra terraza. Era ésta la segunda o tercera vez que se lanzaba a pasar revista a los escaparates locales. Los recuerdos de siempre. Tarjetas postales. El blanco más frecuente de su sátira era la obesidad humana y su imprescindible contrario. Herr un Frau Piernasflacas de Villahambre. Un culo monstruoso, envuelto en pantalones de baño, pellizcado por un cangrejo rojo (resucitado del agua hirviente), pero la dama pellizcada sonreía de oreja a oreja, pensando que sería la mano de algún admirador. Una cúpula que salía del agua era la tripa de un hombre gordo que hacía la plancha. Había un «Beso Crepuscular», cuyo símbolo era un par de impresiones en forma de traseros en la arena. Maridos escuálidos con calzones cortos, cuyas piernas eran delgadas como huesos, acompañaban a mujeres con pechos como calabazas. A Dreyer le conmovieron muchas fotografías que se remontaban al siglo anterior: la misma playa, el mismo mar, pero las mujeres llevaban entonces blusas de hombros anchos y los hombres canotiers. Y pensar que esos niños demasiado vestidos serían ahora hombres de negocios, funcionarios, soldados muertos, grabadores, viudas de grabadores.

Una brisa marina hacía restallar los toldos. Había saquitos de muselina llenos de conchas marinas, ¿o serían caramelos? Un barómetro en forma de retrete de caballeros y señoras, del que sobresalían distintos sexos según el tiempo que hiciera, atrajo por un instante su atención sobresaltada. Una tienda poco elegante de ropa de caballero anunciaba saldo definitivo. Paisajistas locales pintaban barcos agitados por la tormenta, rocas salpicadas de espuma y el reflejo de la luna amarilla en un mar color añil. Y, sin que le fuera posible decirse a sí mismo el porqué, Dreyer, de pronto, se sintió muy triste.

Yendo en zigzag entre los baluartes de arena que rodeaban el dominio efímero de cada bañista, corriendo a ningún sitio para aparentar, con una prisa teatral, que la gente se disputaba su mercancía, un fotógrafo itinerante, de quien la muchedumbre perezosa no hada caso alguno, iba con su cámara gritando contra el viento:

—¡Llega el artista!, ¡llega el gottbegnadeteartista, el inspirado por Dios!

En el umbral de una tienda que sólo vendía artículos orientales —sedas, jarrones, ídolos (¿y quién necesitaba tales cosas en la playa?)— se veía a un hombrecillo de piel blanca y aspecto corriente que seguía con ojos oscuros a los paseantes en vana espera de un cliente. ¿A quién se parecía? Ah, sí, al marido enfermo de la pobre Sarah.

En el café donde Dreyer acabó reuniéndose con nuestros dos cómicos conspiradores, Martha montó en cólera porque le habían servido un pastel que no había pedido; llamó varias veces al espantado camarero, que era jovencísimo, mientras el pastel (un magnífico bollo que rebosaba crema) yacía en el plato, solitario, desdeñado.

En menos de una semana ya Dreyer se había sentido varias veces dominado por la misma suave melancolía. Es verdad que no era la primera vez que la sentía («El corazón de un ególatra que se derrite», la definió Erika en una ocasión; añadiendo: «Humillas o hieres a la gente, quien te emociona no es el ciego, sino el perro que le guía»); pero, últimamente, su melancolía se había vuelto menos tierna, o bien la ternura menos exigente. Quizás fuese que el sol le reblandecía, o sea que se estaba haciendo viejo, perdiendo posiblemente algo esencial, llegando a parecerse de alguna manera inexplicada al fotógrafo cuyos servicios no quería nadie pero cuyo grito imitaban burlonamente los niños.

Aquella noche, cuando se acostó, no consiguió dormirse, lo que en él era insólito. El día anterior, el sol, fingiendo acariciarle, le había mutilado la espalda de tal manera que le hizo desear un poco de tiempo nebuloso. Martha, Franz y otros dos jóvenes, uno de ellos profesor de baile, el otro estudiante universitario, hijo de un peletero de Leipzig, habían estado jugando a tirarse una pelota unos a otros, metidos en el agua hasta las caderas, y el profesor de baile le había dado a Franz con la pelota en las gafas azules, que se le habían caído y casi hundido. Después Franz y Martha se habían lanzado a nadar mar adentro. Dreyer estuvo observándoles desde la playa, maldiciendo su escasa facilidad para mantenerse a flote. Pidió prestado un telescopio a un amable desconocido de diez años y pudo seguir bastante tiempo las dos cabezas oscuras, que asomaban juntas en su mundo azul, redondo y seguro. Se dijo que en cuanto se le curase la espalda tomaría lecciones en la piscina del hotel. La verdad era que le quemaba. Era imposible encontrar una postura que no le doliese. Buscando el sueño se echó con los ojos cerrados y vio el foso circular que habían excavado para que su caseta se sostuviera mejor; vio la pierna peluda y tensa de Franz, que cavaba allí cerca; y luego la resplandiente página de la antología poética que había estado tratando de leer al sol. ¡Cuánto le quemaba! Martha le había prometido que para mañana estaría mejor, sin el menor género de dudas, no le volvería a doler más. Sí, evidentemente, la piel se le reforzaría. Pero, pasara lo que pasase, mañana tenía que ganar aquella apuesta. Estúpida apuesta. Las mujeres saben medir las distancias en centímetros, faldas arriba y mangas abajo, pero no en leguas de agua o millas de arena, y menos aún la línea de luz de una puerta entreabierta. Se volvió hacia la pared y, para ver si se dormía (sin darse cuenta de lo adormilado que estaba, a pesar de la luz deslumbrante que ahora le caía verticalmente sobre los hombros), se puso a repetir mentalmente su paseo crepuscular a Punta de la Roca. A Martha le gustaban las barcas y las apuestas. Había sostenido que una barca de remos iría más rápidamente que un hombre a pie, incluso si se trataba de un hombre cuya espalda le dolía en cualquiera de las cuatro posturas. Volvió a la primera, de cara a la puerta, y se puso de nuevo a pasear hacia el oeste, pero esta vez solo, porque ella estaba en el otro dormitorio y todavía no había apagado la luz. Andando hacia el oeste, con el sol en los ojos, a lo largo de la bahía y alejándose de la parte populosa de la playa, la franja de arena que discurría entre los matorrales, a la izquierda, y el mar a la derecha, se estrechaba gradualmente hasta terminar en un montón desesperante de rocas que cortaba el paso. Me parece que voy a dar la vuelta..., santo cielo. Si en lugar de seguir por el borde cóncavo de la bahía fuese por una ruta concéntrica más tierra adentro, como estoy haciendo ahora, podría llegar a Punta de la Roca, pienso, en cosa de veinte minutos, o menos incluso, a ver si muevo un poco el brazo izquierdo..., cuánto más cómodo tiene que estar uno durmiendo sin brazos..., y éste es el camino que va hacia el oeste desde la parte trasera del hotel. Cruzo una aldea y sigo por un bosquecillo de hayas unos dos kilómetros. Qué silencioso, qué suave... Se detuvo para descansar sobre la hierba en el bosquecillo, pero dio un bote y vio de nuevo la línea vertical de dolor ardiente.

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