La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Su secretaria, Dora Wittgenstein, compartía con Zina una oficina pequeña y mohosa. Esta mujer madura, que había trabajado para él durante catorce años, tenía bolsas bajo los ojos, olía a cadáver a través de su barata agua de colonia, que trabajaba hasta cualquier hora y se había marchitado al servicio de Traum, semejaba un infortunado y exhausto caballo a quien hubieran extirpado el sistema muscular y sólo le hubiesen dejado unos cuantos tendones de hierro. Tenía una educación escasa, organizaba su vida de acuerdo con dos o tres conceptos generalmente aceptados y en sus tratos con la lengua francesa se guiaba por ciertas reglas particulares. Cuando Traum escribía su «libro» periódico solía llamarla los domingos para que fuera a su casa, regateaba sobre su sueldo y le hacía trabajar horas extra; y a veces ella informaba orgullosamente a Zina de que el chófer la había llevado a su casa, o por lo menos hasta la parada del tranvía.
Zina no sólo tenía que hacer las traducciones, sino también, como todas las otras mecanógrafas, copiar las largas solicitudes que se presentaban ante los tribunales. Con frecuencia debía asimismo tomar nota en taquigrafía, delante del cliente, de las circunstancias de su caso, que muy a menudo se referían a un divorcio. Todos estos casos eran bastante sórdidos; acumulación de inmundicia y estupidez combinadas. Un individuo de Kottbus, que quería divorciarse de su mujer, quien, según él, era anormal, la acusaba de copular con un gran perro danés; el testigo principal era la portera, que a través de la puerta había oído a la esposa hablando al perro y expresando deleite acerca de ciertos detalles de su organismo.
—Para ti sólo es gracioso —dijo Zina, enfadada—, pero lo cierto es que no puedo continuar, no puedo, y abandonaría inmediatamente toda esta basura si no supiera que en otra oficina habría la misma, o todavía peor. Esta sensación de agotamiento por las tardes es algo fenomenal, se resiste a cualquier descripción. ¿Para qué sirvo ahora? La espalda me duele tanto de escribir a máquina que me gustaría gritar. Y lo peor es que esto no terminará nunca, porque si terminara no habría nada para comer; mamá no sabe hacer nada, ni siquiera podría trabajar como cocinera porque sólo haría que sollozar en la cocina y romper los platos, y su asqueroso marido sólo sabe cómo arruinarse, pues creo que ya estaba arruinado cuando nació. No tienes idea de cuánto le odio, es un cerdo, un cerdo, un cerdo...
—Podríamos hacer jamón con él —observó Fiodor—. Yo también he tenido un día bastante difícil. Quería escribir una poesía para ti, pero aún no la he visto con claridad.
—Querido mío, amor mío —exclamó ella—, ¿puede ser real todo esto: esta valla y aquella estrella borrosa? Cuando era pequeña no me gustaba dibujar nada que no pudiera acabarse, así que no dibujaba vallas porque no pueden acabarse sobre el papel; es imposible imaginar una valla terminada, y siempre dibujaba algo completo, una pirámide o una casa sobre una colina.
—Y a mí me gustaban sobre todo los horizontes, y debajo, líneas en disminución, para representar la estela del sol poniéndose al otro lado del mar. Y el mayor tormento de mi infancia era un lápiz roto o sin afilar.
—Pero los afilados... ¿Te acuerdas del blanco? Siempre era el más largo, no como el rojo y el azul, porque no se usaba mucho, ¿lo recuerdas?
—¡Pero cuánto deseaba gustar! El drama del albino. L'inutile beauté. Sin embargo, después lo utilicé mucho. Precisamente porque dibujaba lo invisible y uno podía imaginar muchas cosas. En general nos esperan posibilidades ilimitadas. Pero ningún ángel, o si tiene que haber un ángel, ha de ser con una enorme cavidad en el pecho y las alas de un híbrido entre un ave del paraíso y un cóndor, y garras para llevarse a la joven alma, no «abrazada», como dice Lermontov.
—Sí, yo también creo que no podemos terminar aquí. No puedo imaginarme que dejemos de existir. En cualquier caso, no me gustaría convertirme en otra cosa.
—¿En luz difusa? ¿Qué te parece eso? No demasiado bueno, diría yo. Estoy convencido de que nos esperan sorpresas extraordinarias. Es una lástima que no podamos imaginar lo que no podemos comparar con nada. El genio es un africano que sueña con la nieve. ¿Sabes qué fue lo que más asombró a los primeros peregrinos rusos cuando cruzaban Europa?
—¿La música?
—No, las fuentes de las ciudades, las estatuas mojadas.
—A veces me molesta que no tengas sentido de la música. Mi padre tenía tanto oído que en ocasiones se tumbaba en el sofá y tatareaba toda una ópera, del principio al fin. Una vez estaba tendido así y alguien entró en la habitación contigua y se puso a hablar con mi madre, y él me dijo: «Esa voz pertenece a fulano, le vi hace veinte años en Carlsbad y me prometió venir a verme un día.» Tan grande era su oído.
—Y yo he visto a Lishnevski hoy y me ha mencionado a un amigo suyo que se le ha quejado de que Carlsbad ya no es lo que era. ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos!, le ha dicho: estás con tu vaso de agua y a tu lado ves al rey Eduardo... un hombre guapo e impresionante... con un traje de auténtica tela inglesa... Y ahora, ¿por qué te has ofendido? ¿Qué te ocurre?
—Déjalo. Hay cosas que nunca comprenderás.
—No digas eso. ¿Por qué tienes la piel caliente aquí y fría allí? ¿Sientes frío? Será mejor que eches una mirada a esa mariposa que vuela en torno al farol.
—Hace rato que la he visto.
—¿Quieres decirme por qué las mariposas vuelan hacia la luz? Nadie lo sabe.
—Y tú, ¿acaso lo sabes?
—Siempre tengo la impresión de que lo adivinaré dentro de un minuto si me concentro lo suficiente. Mi padre solía decir que podía ser ante todo una pérdida de equilibrio, como cuando uno aprende a montar en bicicleta y se siente atraído por una zanja. La luz, en comparación con la oscuridad, es un vacío. ¡Mírala cómo describe círculos! Pero aquí hay algo más profundo, lo sabré dentro de un minuto.
—Siento que no escribieras tu libro. Oh, tengo mil planes para ti. Veo con claridad que un día te lanzarás en serio. Escribirás algo portentoso que dejará a todo el mundo con la boca abierta.
—Escribiré —dijo Fiodor Konstantinovich, bromeando— una biografía de Chernyshevski.
—Lo que quieras. Pero ha de ser que muy genuino. No necesito decirte cuánto me gustan tus poesías, pero nunca están del todo a tu altura, todas las palabras son de una talla menor que tus verdaderas palabras.
—O una novela. Es extraño. Me parece recordar mis obras futuras, aunque ni siquiera sé de qué tratarán. Las recordaré completamente y las escribiré. A propósito, dime una cosa: ¿cómo lo ves tú? ¿Vamos a encontrarnos así todas nuestras vidas, sentados de lado en un banco?
—Oh, no —replicó ella con voz musical y soñadora—. En invierno iremos a un baile, y este verano, durante mis vacaciones, iré dos semanas a la orilla del mar y te enviaré una postal de los rompientes.
—Yo también iré dos semanas a la orilla del mar.
—No lo creo. Además, no olvides que tenemos que encontrarnos algún día en la rosaleda del Tiergarten, donde hay la estatua de la princesa con el abanico de piedra.