La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Y después, al despertarse completamente a los sonidos de la mañana, caía al instante en el mismo núcleo de la felicidad que le sorbía el corazón, y era algo bueno estar vivo, y en la niebla centelleaba algún suceso exquisito que estaba a punto de ocurrir. Pero al tratar de imaginar a Zina, todo cuanto veía era un débil esbozo al que su voz desde detrás de la pared era incapaz de dar vida. Y una hora o dos después la veía en la mesa y todo se renovaba, y una vez más comprendía que sin ella no habría aquella niebla de felicidad matutina.
Una tarde, quince días después de instalarse en la casa, ella llamó a su puerta y con pasos altivos y decididos y una expresión casi desdeñosa en el rostro, entró llevando en la mano un librito oculto bajo una funda rosa.
—Vengo a pedirle algo —dijo rápida y fríamente—. ¿Quiere firmarme esto?
Fiodor cogió el libro —y reconoció en él un ejemplar, agradablemente ajado y suavizado por dos años de uso (esto era algo nuevo para él), de su colección de poesías. Empezó con mucha lentitud a destapar su frasco de tinta —aunque otras veces, cuando quería escribir, el tapón salía disparado como el de una botella de champaña; mientras tanto, Zina, contemplando los dedos que forcejeaban con el tapón, añadió apresuradamente:
—Sólo su nombre, por favor, sólo su nombre.
F. Godunov-Cherdyntsev firmó con su nombre y ya estaba a punto de poner la fecha cuando cambió de opinión, temeroso de que ella detectara en esto una atención vulgar:
—Muy bien, gracias —dijo y salió, soplando sobre la página.
Dos días después era domingo, y alrededor de las cuatro resultó evidente de improviso que ella estaba sola en casa; él leía en su habitación; Zina estaba en el comedor y hacía frecuentes y breves viajes a su dormitorio, pasando por el recibidor y silbando mientras caminaba, y en sus pasos ligeros y enérgicos había un enigma topográfico, ya que una puerta del comedor daba directamente a su habitación. Pero nosotros estamos leyendo y continuaremos leyendo. «Más tiempo, más tiempo, y tanto tiempo como sea posible viviré en un país extraño. Y aunque mis pensamientos, mi nombre y mis obras pertenezcan a Rusia, yo mismo, mi organismo mortal, estará separado de ella» (y al mismo tiempo, durante sus paseos en Suiza, el hombre que sabía escribir así solía matar con su bastón los lagartos que se cruzaban en su camino —«la carnada del diablo» —como decía con la escrupulosidad de un ucraniano y el odio de un fanático). ¡Un regreso inimaginable! El régimen; ¡qué me importa! Bajo una monarquía —banderas y tambores; bajo una república —banderas y elecciones.
...Ella pasó de nuevo. No, leer era imposible —demasiado excitado, demasiado lleno de la sensación de que otro en su lugar saldría y se dirigiría a ella con casual desenvoltura; pero cuando se imaginó a sí mismo saliendo e irrumpiendo en el comedor sin saber qué decir, empezó a desear que ella saliera a la calle o que los Shcbyogolev volvieran a casa. Y en el mismo momento en que decidió dejar de escuchar y dedicar toda su atención a Gogol, Fiodor se levantó con rapidez y entró en el comedor.
Estaba sentada junto al balcón y, con los labios brillantes entreabiertos, enhebraba una aguja. A través de la puerta abierta se veía el balcón, pequeño y estéril, y se oía el ruido metálico y el chapoteo de las gotas de lluvia —era un denso y cálido chubasco de abril.
—Lo siento, no sabía que estaba aquí —dijo el embustero Fiodor—. Sólo quería decirle algo sobre aquel libro mío: no es nada serio, las poesías son malas, quiero decir, no todas son malas, pero sí hablando en general. Las que he venido publicando estos dos últimos años en la Gazeta son mucho mejores.
—Me gustó mucho la que recitó en aquella velada poética —observó ella—. La de la golondrina que clamó.
—Oh, ¿estuvo usted allí? Sí. Pero le aseguro que tengo algunas todavía mejores.
Ella saltó de pronto de la silla, tiró lo que zurcía sobre el asiento y, haciendo oscilar los brazos, se inclinó hacia delante, echó a andar con pasos pequeños y rápidos, entró en su habitación y volvió con algunos recortes de periódico —sus poesías y las de Koncheyev.
—Pero no creo tenerlo todo aquí —observó.
—Ignoraba que ocurrieran estas cosas —dijo Fiodor, y añadió torpemente—: Ahora les pediré que las perforen alrededor de todo su contorno, ya sabe, como cupones, para que pueda romperlas más fácilmente.
Ella continuó atareándose con una media estirada sobre un hongo de madera, y, sin levantar la vista, pero sonriendo con picardía, explicó:
—También sé que antes vivía en el siete de la calle Tannenberg. Yo iba allí a menudo.
—¿De verdad? —preguntó Fiodor, asombrado.
—Conozco a la mujer de Lorenz desde San Petersburgo, solía darme lecciones de dibujo.
—Qué extraño —dijo Fiodor.
—Ahora Romanov está en Munich —continuó ella—. Es un personaje muy censurable, pero siempre me han gustado sus cosas.
Hablaron de Romanov y de sus pinturas. Había alcanzado la plena madurez. Los museos ya compraban sus cuadros. Después de probarlo todo, cargado de experiencia, había vuelto a una expresiva armonía de línea. ¿Conoce a su «Futbolista»? Hay una reproducción en esta revista, aquí está. El rostro sudoroso, pálido, desfigurado por la tensión de un jugador, representado de cuerpo entero, que se prepara a toda velocidad para disparar contra la meta. Cabellos rojizos despeinados, una mancha de barro en la sien, tensos los músculos de su cuello desnudo. Una camiseta arrugada, empapada, de color violeta, pegada a su cuerpo en algunos lugares, tapa gran parte de sus pantalones cortos y está cruzada por la maravillosa diagonal de una profunda arruga. Se halla en el acto de lanzar en arco el balón; una mano levantada, con los dedos muy abiertos, participa del ímpetu y la tensión general. Pero lo más importante, naturalmente, son las piernas: un muslo blanco y brillante, una enorme rodilla llena de cicatrices, botas hinchadas por el barro, gruesas e informes, pero marcadas pese a ello por una gracia extraordinariamente potente y precisa. El calcetín se ha enrollado sobre una pantorrilla musculosa, un pie está enterrado en el espeso fango, el otro está a punto de dar un puntapié —¡y cómo! —al feo balón ennegrecido y todo esto contra un fondo gris oscuro saturado de nieve y lluvia. Mirando este cuadro uno siempre podía oír el silbido del proyectil de cuero, ver ya el desesperado salto del guardameta.
—Y sé otra cosa —dijo Zina—. Usted iba a ayudarme con una traducción. Charski le habló de ello, pero por alguna razón usted no compareció.
—Qué extraño —repitió Fiodor.
Hubo un portazo en el recibidor —era Marianna Nikolavna, que regresaba—, y Zina se levantó deliberadamente, reunió sus recortes y se fue a su habitación. Hasta más tarde Fiodor no comprendió porqué consideraba necesario actuar de esta manera, pero de momento le pareció una descortesía —y cuando la señora Shchyogolev entró en el comedor, dio la impresión de que él estaba robando azúcar del aparador.