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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Leyó a Pomyalovski (la honradez en el papel de pasión trágica) y encontró en él esta ensalada de frutas léxica: «pequeños labios como cerezas, de un rojo frambuesa». Leyó a Nekrasov, y notando cierto defecto de periodista urbano en su poesía (frecuentemente encantadora), encontró una aparente explicación de sus vulgarismos en su prosaico Mujeres rusas(«Qué placentero, además, compartir todos los pensamientos con alguien a quien se adora») en el descubrimiento de que a pesar de sus paseos por el campo confundía a los tábanos con los abejorros y avispas (en bandada): «un inquieto enjambre de abejorros», y diez líneas más abajo: los caballos «buscan refugio de las avispas» bajo el humo de una fogata. Leyó a Herzen y de nuevo pudo comprender mejor el defecto (el oropel locuaz) de sus generalizaciones cuando advirtió que este autor, por su escaso conocimiento del inglés (atestiguado por su referencia autobiográfica, que empieza con el divertido galicismo «nazco»), había confundido los sonidos de dos palabras inglesas «beggar» (mendigo) y «bugger» (sodomita) y así había hecho una brillante deducción a propósito del respeto inglés por la riqueza.

Semejante método de evaluación, llevado hasta su extremo, hubiera sido aún más necio que considerar a escritores y críticos como exponentes de ideas generales. ¿Qué importancia tiene que al Sujoshchokov de Pushkin no le guste Baudelaire, y es justo condenar la prosa de Lermontov porque se refiere dos veces a un imposible «cocodrilo» (una vez en serio y otra en una comparación bromista)? Fiodor se detuvo a tiempo, evitando así que la agradable sensación de que había descubierto un criterio fácilmente aplicable se deformara por el abuso.

Leyó mucho —más de lo que había leído nunca—. Al estudiar los cuentos cortos y las novelas de los hombres de los años sesenta, le sorprendió su insistencia en los diversos modos de saludo entre sus personajes. Meditando sobre la servidumbre del pensamiento ruso, ese eterno tributario de esta o aquella Horda Dorada, se dejó entusiasmar por fantásticas comparaciones. Por ejemplo, en el párrafo 146 del Código de censura de 1826, en que se conminaba a los autores a «defender la ética casta y no reemplazarla meramente por la belleza de la imaginación», bastaba con reemplazar «casta» por «cívica» o una palabra semejante a fin de obtener el código de censura particular de los críticos radicales; y similarmente, cuando el reaccionario Bulgarin informó al gobierno, en una carta confidencial, de su disposición a colorear los personajes de la novela que estaba escribiendo para agradar al censor, uno no podía por menos de pensar en la adulación posterior en que cayeron incluso autores como Turguenev ante el Tribunal de la Opinión Pública Progresista; y el radical Shchedrin, que empleó una limonera de carro como arma y ridículizó la enfermedad de Dostoyevski, o Antonovich, que llamó a dicho autor «animal apaleado y moribundo», no eran muy diferentes del derechista Burenin, que persiguió al infortunado poeta Nadson. En los escritos de otro crítico radical, Saitsev, era cómico encontrar, cuarenta años antes de Freud, la teoría de que «todos estos sentimientos estéticos e ilusiones similares que "nos elevan", son tan sólo modificaciones del instinto sexual...»; éste era el mismo Saitsev que llamó a Lermontov «idiota desilusionado», criaba gusanos de seda en su cómodo exilio de Locarno (que nunca salieron del capullo), y a menudo rodaba por las escaleras debido a su miopía.

Fiodor trató de clasificar el revoltijo de ideas filosóficas de la época, y sacó la impresión de que en la misma lista de nombres, en su burlesca consonancia, se manifestaba una especie de pecado contra el pensamiento, una mofa de él, una mancha de la época, en que algunos alababan con extravagancia a Kant, otros a Kont (Comte) y otros a Hegel o Schlegel. Y, por otro lado, empezó a comprender poco a poco que los radicales intransigentes como Chernyshevski, con todos sus ridículos y crasos errores, eran, como quiera que se mirase, verdaderos héroes en su lucha contra el orden de cosas gubernamental (que era todavía más pernicioso y vulgar que su propia fatuidad en el ámbito de la crítica literaria), y que otros de la oposición, los liberales o los eslavófilos, que arriesgaban menos, eran por la misma razón menos dignos que estos férreos provocadores.

Admiraba sinceramente la burla devastadora con que Chernyshevski, enemigo de la pena capital, acogió la proposición de infame benevolencia y mezquina sublimidad hecha por el poeta Zhukovski, de que las ejecuciones se rodearan de un secreto místico (ya que en público, según él, el condenado a muerte adopta una actitud impávida y desafiante que redunda en descrédito de la ley), de modo que los asistentes a una ejecución en la horca no pudieran ver nada y sólo oír solemnes himnos religiosos detrás de una cortina, lo cual daría un carácter conmovedor al acto. Y mientras leía esto, Fiodor recordó haber oído decir a su padre que es innato en todos los hombres el sentimiento de algo insuperablemente anormal en la pena de muerte, algo parecido a la misteriosa acción invertida de un espejo, que convierte en zurdo a todo el mundo: no en vano todo se invierte para el verdugo: la collera está puesta del revés cuando llevan al bandido Razin al cadalso; el vino del verdugo no se sirve con un giro natural de la muñeca, sino con el revés de la mano; y si, de acuerdo con el código suavo, a un actor insultado se le permitía buscar satisfacción atacando a la sombra del ofensor, en China era precisamente un actor —una sombra— quien desempeñaba el papel de verdugo, relevando así de toda responsabilidad al mundo de los hombres y transfiriéndola al del interior de los espejos.

Intuyó claramente un engaño a escala gubernamental en las acciones del «Libertador del zar», quien muy pronto se cansó de toda esta cuestión de conceder libertades; porque fue el tedio del zar lo que prestó el matiz principal a la reacción. Después del manifiesto, la policía disparó contra la muchedumbre en la estación de Bezdna —y la vena epigramática de Fiodor se recreó en la insípida tentación de considerar el destino ulterior de los dirigentes de Rusia como el trayecto entre las estaciones de Bezdna(sin fondo) y Dno(fondo).

Gradualmente, como resultado de todas estas incursiones al pasado del pensamiento ruso, fue generando una nueva añoranza de Rusia que era menos física que antes, un deseo peligroso (contra el que luchó con éxito) de confesarle algo y convencerla de algo. Y mientras acumulaba conocimientos, mientras extraía su creación terminada de esta montaña, recordó otra cosa: un montón de piedras en un paso asiático; cada uno de los guerreros que marchaban a una campaña, colocaba allí una piedra; a su regreso, cada uno cogía una piedra del montón; las que quedaban representaban para siempre el número de los caídos en la batalla. En uno de estos montones de piedras, Tamerlán previo un monumento.

En invierno ya había empezado a escribir, tras pasar imperceptiblemente de la acumulación a la creación. El invierno, como la mayoría de los inviernos memorables y como todos los inviernos introducidos a causa de una frase narrativa, resultó (siempre «resultan» en semejantes casos) muy frío. Durante sus citas nocturnas con Zina en un café pequeño y vacío, cuyo mostrador estaba pintado de color añil y donde minúsculas lámparas azul marino, actuando tristemente como portadoras de amodorramiento, ardían sobre seis o siete mesitas, le leía lo que había escrito durante la jornada y ella escuchaba, bajando las pintadas pestañas y apoyada sobre un codo, mientras jugaba con un guante o una pitillera. A veces aparecía la perra del dueño, animal híbrido y grueso, de tetas colgantes, que colocaba la cabeza sobre la rodilla de Zina, y bajo la mano tierna y risueña que acariciaba la piel de su frente sedosa, los ojos de la perra se rasgaban como los de los chinos, y cuando le daban un terrón de azúcar, lo tomaba, se dirigía lentamente a un rincón, se aposentaba y empezaba a masticar ruidosamente. «Maravilloso, pero no estoy segura de que puedas decirlo así en ruso», comentaba a veces Zina, y después de discutirlo, corregía la expresión que ella había puesto en duda. Zina, para abreviar, llamaba Chernysh a Chernyshevski y se habituó tanto a considerar que pertenecía a Fiodor, y en parte a ella, que su vida real en el pasado se le antojaba una especie de plagio. La idea de Fiodor de componer la biografía en forma de anillo, cerrado con el broche de un soneto apócrifo (de modo que el resultado no fuera la forma de un libro, que por su limitación se opone a la naturaleza circular de todo lo existente, sino de una frase continuamente. curvada y, por tanto, infinita), a Zina le pareció al principio que era imposible incorporarla a papel plano y rectangular —y su entusiasmo fue aún mayor cuando advirtió que, pese a todo, se estaba formando un círculo—. Su despreocupación era completa respecto a si el autor acostumbraba ceñirse a la verdad histórica o la falseaba —lo daba por sentado, ya que, de no ser así, no valdría la pena escribir el libro—. Por otro lado, una verdad más profunda, de la cual sólo él era responsable y que sólo él podía encontrar, era para ella tan importante que la menor torpeza o confusión en sus palabras se le antojaba el germen de una falsedad, que se debía exterminar inmediatamente. Dotada de una memoria muy flexible, que —se enroscaba como la hiedra en torno a todo cuanto percibía, Zina, al repetir las combinaciones de palabras que le gustaban de modo particular, las ennoblecía con su propia circunvolución secreta, y siempre que Fiodor cambiaba por alguna razón el giro de una frase que ella recordaba, las ruinas del pórtico permanecían durante mucho tiempo en el dorado horizonte, reacias a desaparecer. Había en su receptividad una gracia extraordinaria que de manera imperceptible servía a Fiodor de regulador, incluso de guía. Y a veces, cuando se habían reunido al menos tres clientes, una anciana pianista que llevaba quevedos se sentaba al piano del rincón y tocaba la Barcarola de Offenbach como una marcha.

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