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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Una tarde, pocos días después, oyó desde su habitación una conversación airada —cuyo motivo era que pronto llegarían los invitados y ya era hora de que Zina bajase a abrirles con la llave. La oyó salir, y tras una breve lucha interior, se inventó un paseo hasta la máquina del jardín público, por ejemplo, a buscar un sello. Para completar la ilusión, se puso sombrero, aunque jamás lo llevaba. La luz piloto se apagó mientras bajaba, pero inmediatamente sonó un clic y volvió a encenderse: era ella que había apretado el interruptor de la portería. La encontró ante la puerta de cristal, jugando con la llave que tenía enrollada en un dedo, toda ella brillantemente iluminada —resplandecía la seda turquesa de su blusón, sus uñas y el tenue vello de su antebrazo.

—Está abierta —dijo, pero Fiodor se detuvo, y ambos empezaron a mirar por el cristal la noche oscura y móvil, la farola de gas, la sombra de las verjas.

—Parece que no vienen —murmuró ella, haciendo sonar las llaves.

—¿Hace rato que espera? —preguntó él—. Si quiere, esperaré por usted —y en aquel momento se apagó la luz—. Si quiere, me quedaré aquí toda la noche —añadió en la oscuridad.

Ella rió, y luego suspiró de repente, como cansada de esperar. La cenicienta luz de la calle caía sobre ambos a través del cristal, y la sombra del dibujo de hierro de la puerta se ondulaba sobre ella y continuaba oblicuamente sobre él, como una bandolera, mientras un arco iris prismático reposaba en la pared. Y, como le ocurría con frecuencia —aunque esta vez era de un modo más profundo que nunca—, Fiodor sintió de improviso —en esta oscuridad de reflejes —la extrañeza de la vida, la extrañeza de su magia, como si por un instante se hubiera levantado uno de sus bordes y él hubiera vislumbrado su insólito forro. Cerca de su rostro había la mejilla suave y cenicienta de ella, cruzada por una sombra, y cuando de pronto Zina, con misteriosa perplejidad y un brillo vivaz en los ojos, se volvió hacia él y la sombra recayó en sus labios, cambiándola extrañamente, él aprovechó la libertad absoluta de este mundo de sombras para tomarla por los codos espectrales; pero Zina se escabulló del esbozo y con un rápido golpe del dedo restableció la luz.

—¿Por qué? —inquirió él.

—Se lo explicaré otro día —contestó Zina, sin dejar de mirarle.

—Mañana —dijo Fiodor.

—Muy bien, mañana. Pero quiero advertirle que en casa no habrá ninguna conversación entre usted y yo. Esto es definitivo y para siempre.

—En tal caso... —empezó él, pero en este punto el rechoncho coronel Kasatkin y su alta y marchita esposa aparecieron al otro lado de la puerta.

—Muy buenas tardes, preciosa —saludó el coronel, hendiendo la noche de un solo golpe. Fiodor salió a la calle.

Al día siguiente logró alcanzarla en la esquina cuando volvía del trabajo. Acordaron encontrarse después de cenar en un banco que él había elegido la noche anterior.

—Bien, ¿por qué? —preguntó Fiodor cuando se hubieron sentado.

—Por cinco razones —dijo ella—. En primer lugar porque no soy una chica alemana, en segundo lugar porque el miércoles pasado rompí con mi novio, en tercer lugar porque sería, bueno, inútil, en cuarto lugar porque usted no me conoce en absoluto, y en quinto lugar... —Enmudeció, y Fiodor besó cautelosamente sus blandos, tristes y ardorosos labios—. Por esto —añadió ella, colocando los dedos sobre los suyos y apretándolos con fuerza.

A partir de entonces se encontraron todas las tardes. Marianna Nikolavna, que nunca se atrevía a preguntar nada a Zina (la menor indicación de una pregunta provocaba la consabida tormenta), adivinó que su hija se encontraba con alguien, con tanta mayor razón cuanto que sabía lo del misterioso novio. Era una persona extraña, enfermiza e inestable (esto, al menos, era lo que Fiodor se imaginaba de él por la descripción que le hizo Zina, y, naturalmente, estas personas descritas suelen estar dotadas de una característica básica: jamás sonríen), a quien había conocido a los dieciséis años, hacía ya tres, y él tenía doce más que ella, en lo cual había también algo tenebroso, desagradable y amargado. Por añadidura, según la versión de Zina, se veían sin que nunca se llegara a expresar ningún sentimiento de amor, y como ella no hizo referencia ni a un solo beso, daba la impresión de que todo había sido únicamente una infinita sucesión de aburridas conversaciones. Zina se negó en redondo a revelar su nombre e incluso su tipo de trabajo (aunque dio a entender que, en cierto sentido, era un hombre genial), y Fiodor se lo agradecía en secreto, comprendiendo que un fantasma sin nombre ni entorno se desvanecería con más facilidad, pero sin embargo sentía punzadas de repugnantes celos que intentaba no analizar, pero estos celos estaban siempre a la vuelta de la esquina, y la idea de que en algún sitio, alguna vez, podía cruzar inadvertidamente su mirada con la de los ojos ansiosos y tristes de este caballero, hacía que todo cuanto le rodeaba adoptara hábitos nocturnos, como la naturaleza durante un eclipse. Zina juraba que nunca le había amado, que por falta de fuerza de voluntad había ido prolongando la inercia de una aventura amorosa con él y habría continuado haciéndolo de no ser por la aparición de Fiodor; pero éste no podía discernir en ella una carencia especial de fuerza de voluntad, sino más bien una mezcla de timidez femenina y decisión nada femenina en todas las cosas. Pese a la complejidad de la mente de Zina, mostraba con toda naturalidad una sencillez muy convincente, por lo que podía permitirse muchas cosas que otras personas eran incapaces de hacer impunemente, y la misma rapidez de su entendimiento se le antojaba a Fiodor completamente natural a la luz intensa de la sinceridad de ella.

En casa se comportaba de un modo que era monstruoso imaginar una cita nocturna con esta joven ceñuda y distante; pero no era fingimiento, sino otra forma de sinceridad inherente. Cuando una vez la detuvo, bromeando, en el reducido pasillo, Zina palideció de ira y aquel atardecer no acudió a la cita, y más tarde le obligó a jurar que nunca volvería a hacerlo. Él comprendió muy pronto porqué tenía que ser así: la situación doméstica era de tal gazmoñería que en este ambiente un fugitivo contacto de las manos entre un huésped y la hija del patrón se habría convertido simplemente en una «aventura».

El padre de Zina, Oscar Grigorievich Mertz, había muerto de angina de pecho en Berlín cuatro años atrás, e inmediatamente después de su muerte Marianna Nikolavna se casó con un hombre a quien Mertz no hubiera permitido traspasar su umbral, uno de esos rusos vulgares y engreídos que, cuando se presenta la ocasión, saborean la palabra «yid» como si fuera un higo carnoso. Pero cuando el buen Shchyogolev estaba ausente, aparecía tan orondo en la casa uno de sus dudosos amigos del negocio, un flaco barón báltico con quien Marianna Nikolavna le engañaba, y Fiodor, que había visto al barón una o dos veces, no podía evitar preguntarse con un estremecimiento de repugnancia qué podían encontrar el uno en el otro, y si encontraban algo, qué procedimiento adoptaba esta mujer madura y entrada en carnes y este viejo esqueleto de dientes podridos.

Si a veces era una tortura saber que Zina estaba sola en el piso y que su pacto le impedía hablarle, sufría una tortura completamente distinta cuando Shchyogolev se quedaba solo en casa. Como no amaba la soledad, Boris Ivanovich no tardaba en aburrirse, y, desde su habitación, Fiodor oía el ruidoso incremento de su tedio, como si una exuberancia de bardanas —que pronto crecían hasta su puerta —fuera invadiendo el piso. Suplicaba al destino que algo distrajera a Shchyogolev, pero (hasta que tuvo la radio) la salvación no llegaba. Inevitablemente, se oía el siniestro y cortés golpecito en la puerta, y Boris Ivanovich, sonriendo de forma horrible, se introducía de lado en la habitación. «¿Dormía? ¿Le molesto?», preguntaba al ver a Fiodor tendido sobre el sofá, y entonces, penetrando del todo, cerraba bien la puerta tras de sí y se sentaba a los pies de Fiodor, suspirando. «Un aburrimiento mortal, un aburrimiento mortal», decía, y se embarcaba en algún tema predilecto. Del reino de la literatura, tenía en gran estima L'homme qui assassina, de Claude Farrère, y en el de la filosofía había estudiado los Protocolos de los sabios de Sión. Era capaz de discutir sobre estos dos libros durante horas, y parecía que no había leído nada más en toda su vida. Era generoso con historias sobre la administración de justicia en provincias y con anécdotas judías. En lugar de «bebimos unas copas de champaña y nos fuimos», se expresaba de la siguiente manera: «Reventamos una botella de gaseosa, y hop.» Como ocurre con la mayoría de los charlatanes, sus reminiscencias contenían siempre un conversador extraordinario que le contaba un sinfín de cosas interesantes («No he conocido en toda mi vida a otro hombre tan inteligente», observaba con cierta descortesía) y como era imposible imaginar a Boris Ivanovich en el papel de interlocutor silencioso, había que admitir que se trataba de una forma especial de doble personalidad.

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