Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Venga aquí— dijo Rostov, agarrando a Telianin por el brazo, arrastrándolo casi hacia la ventana. —Ese dinero es de Denísov: ¿usted lo ha cogido?...— le susurró casi en el oído.
—¿Qué?... ¿Qué?... ¿Cómo se atreve?— exclamó Telianin.
Pero sus palabras sonaron como una desesperada súplica que imploraba perdón. Apenas hubo oído Rostov la voz de Telianin, desapareció de su alma la enorme duda que lo agobiaba. Se sintió feliz y compadeció al mismo tiempo al desgraciado que tenía delante; pero era necesario llegar hasta el fin.
—¡Qué va a pensar la gente, Dios mío!— balbuceaba Telianin, cogiendo su gorra y dirigiéndose hacia un cuartito vacío. —Debemos tener una explicación...
—Sé bien lo que digo y puedo probarlo— dijo Rostov.
—Yo...
Temblaba todo el rostro pálido y asustado de Telianin; sus ojos vagaban más que nunca, pero miraban al suelo, sin levantarse hasta el rostro de Rostov; el cadete lo oyó sollozar.
—¡Conde!... No arruine mi vida, soy joven... Ahí tiene ese maldito dinero... tómelo— y lo arrojó sobre la mesa. —Mi padre es ya viejo... mi madre...
Rostov tomó el dinero, evitando la mirada de Telianin, y sin decir una palabra se dirigió a la puerta; pero ya a punto de salir se volvió al teniente:
—¡Dios mío!— dijo con los ojos llenos de lágrimas. —¿Cómo ha podido hacer una cosa así?
—¡Conde!— dijo Telianin acercándose a él.
—¡No me toque!— exclamó Rostov retrocediendo. —Si necesita dinero, tómelo.
Y arrojándole la bolsa, salió de la hostelería.
V
Aquella misma noche, en la habitación de Denísov, los oficiales del escuadrón discutían animadamente.
—Pues yo le digo, Rostov, que debe presentar sus excusas al coronel— dijo un capitán segundo de caballería a Rostov, que estaba rojo como la grana y nervioso.
Este capitán segundo era Kirsten, hombre muy alto, de cabellos canosos, enormes bigotes y facciones muy acentuadas en un rostro lleno de arrugas. Dos veces degradado por cuestiones de honor, las dos veces había recobrado las charreteras.
—¡No permitiré que nadie me diga que miento!— gritó Rostov. —Me ha llamado embustero y yo le dije que el embustero era él. Así quedarán las cosas. Puedo ponerme de servicio todos los días, arrestarme, pero nadie me obligará a pedirle excusas, porque si él, como jefe de regimiento, considera indigno darme satisfacción, entonces...
—Veamos, amigo, espere... escuche— lo interrumpió el capitán con voz de bajo, acariciándose tranquilamente los largos bigotes. —Delante de otros oficiales le dice al coronel que un oficial ha robado...
—¿Tengo yo la culpa de que estuvieran los demás delante? Es posible que no fuera oportuno hablar delante de otros oficiales, pero yo no soy diplomático. Entré en los húsares porque pensaba que aquí no le importarían las sutilezas; y él me dice que miento... Me debe, pues, una satisfacción...
—Todo eso está muy bien. Nadie piensa que usted es un cobarde, pero no se trata de eso. Pregúntele a Denísov si es conveniente que un cadete pida satisfacción al jefe del regimiento.
Denísov, taciturno, se mordisqueaba los bigotes, atento a la conversación. Era notorio que no deseaba intervenir. A la pregunta del capitán segundo, sacudió negativamente la cabeza.
—Usted fue a hablar de esa canallada al jefe del regimiento delante de otros oficiales— siguió el capitán segundo, —y Bogdánich —así llamaban al coronel— lo llamó al orden.
—No, no me llamó al orden. Me dijo que mentía.
—Sí, y usted le dijo muchas tonterías y debe excusarse.
—¡Por nada del mundo!— gritó Rostov.
—No esperaba eso de usted— replicó con seriedad el capitán. —No quiere excusarse, amigo, y es culpable no sólo ante él, sino ante todo el regimiento, ante todos nosotros. Si lo hubiese pensado o hubiese pedido consejo antes de obrar... Pero no, soltó cuanto le vino en gana delante de un grupo de oficiales. ¿Qué debe hacer ahora el coronel? ¿Mandar a un oficial ante el Consejo de Guerra y deshonrar así a todo el regimiento? ¿Hay que cubrir de fango a un grupo de hombres por culpa de un miserable? ¿Es eso lo que usted quiere? Nosotros no pensamos así. Bogdánich hizo bien en decirle que mentía. Es desagradable pero ¿qué le vamos a hacer? Usted mismo se metió en el lío. Y ahora que todos quieren echar tierra al asunto, usted, por orgullo, se niega a presentar excusas y pretende contarlo todo. A usted le ofende que, como castigo, le impongan servicios complementarios, pero ¿qué le impide excusarse ante un oficial viejo y honrado? Sea como fuere, Bogdánich es un viejo húsar y un valeroso coronel; usted se ofende, pero no le importa deshonrar al regimiento— la voz del capitán segundo empezaba a temblar. —Usted, amigo, acaba de llegar al regimiento; hoy está aquí y mañana será ayudante en cualquier otro sitio. Poco le importará que se diga: “Entre los oficiales del regimiento de Pavlograd hay ladrones”. Pero a nosotros nos importa. ¿Verdad, Denísov? No nos da lo mismo.
Denísov seguía callado e inmóvil; de vez en cuando sus ojos brillantes y negros se fijaban en Rostov.
—Usted no ve más que su orgullo y no quiere presentar sus excusas— prosiguió el capitán; —pero nosotros, los antiguos, los viejos, los que hemos crecido y seguramente moriremos, si Dios quiere, en el regimiento, para nosotros el honor del regimiento es sagrado y Bogdánich lo sabe. ¡Vaya si es sagrado! Lo que usted hace no está bien. Tal vez no le guste oírlo, pero yo siempre digo la verdad. No está bien.
El capitán segundo se levantó y volvió la espalda a Rostov.
—¡Tiene razón, qué diablos!— gritó Denísov levantándose también. —Vamos, Rostov, vamos...
Rostov, tan pronto rojo como pálido, miraba ya a uno, ya a otro oficial.
—No, señores, no... No crean que... Lo comprendo muy bien y no deben pensar de mí que... Yo... para mí... yo siempre defenderé el honor del regimiento. Lo demostraré con hechos, y también el honor de la bandera... Ea, la verdad es que soy culpable...— los ojos se le llenaron de lágrimas. —¡Sí, soy culpable, culpable en todos los sentidos!... ¿Qué más quieren?
—¡Eso es hablar, conde! gritó el capitán segundo, y volviéndose a Rostov le palmeó la espalda con su ancha mano.
—¡Ya te decía yo que es un muchacho excelente!— gritó Denísov.
—Sí, sí, eso me parece mejor, conde— repitió Kirsten, dándole el título como en recompensa por su confesión.
Vaya y presente sus excusas... Excelencia.
—Señores, haré cuanto sea necesario; nadie oirá una palabra mía— suplicó Rostov. —Pero no puedo pedir excusas. ¡Se lo juro que no puedo! No puedo pedir perdón como si fuera un niño.
Denísov se echó a reír.
—Peor para usted. Bogdánich tiene buena memoria y pagará su terquedad— dijo Kirsten.
—Le aseguro que no es terquedad. No puedo explicarle lo que siento, no puedo...
—Eso es cosa suya— dijo el capitán. —¿Y dónde se ha metido ese canalla?— preguntó a Denísov.
—Dice que está enfermo. Mañana saldrá en la orden su baja— respondió Denísov.
—Se trata, sin duda, de una enfermedad, no puede haber otra explicación— dijo el capitán.
—Enfermo o no, que no se ponga a mi alcance, porque lo mato— añadió furibundo Denísov.
Zherkov entró en la habitación.
—¿Qué te trae por aquí?— le preguntaron los oficiales.
—En marcha, señores. ¡Mack se ha rendido con todo el ejército!
—¡Mientes!
—Lo he visto con mis propios ojos.
—¿Qué dices? ¿Que has visto a Mack en persona? ¿Con brazos y piernas?
—¡En marcha! ¡En marcha! La noticia merece una botella. ¿Y cómo estás aquí?
—Me han hecho volver al regimiento. La culpa es de ese demonio de Mack. Un general austríaco se quejó de mí. Lo había felicitado por la llegada de Mack... ¿Y qué te ocurre a ti, Rostov? Pareces recién salido del baño.
—Amigo, no sabes qué trifulca tenemos desde ayer.