Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Yo te hago las cubiertas. Lo digo ante testigos: te hago las cubiertas de todos los clásicos que publiques, y no te cobro nada.
Nuestro asombro se tradujo en un silencio que interrumpió Eduardo:
—Lo digo ante testigos: yo te hago las cubiertas gratis. Tú me dices cuándo necesitas la primera y yo te la hago.
Le dije que la primera sería la de Guerra y paz, le conté mis tribulaciones para encontrar traducción y le hablé de Lydia Kúper. Inmediatamente Eduardo se entusiasmó. Todo le encantaba del proyecto.
Le expliqué que lo que me habría gustado era que la cubierta fuera muda, sólo su retrato de Tolstói, cosa que le pareció bien. Le expliqué que el nombre del autor y el título irían sólo en el lomo, y también le pareció bien. Todo le parecía bien. Tan bien que cambiamos de tema y la velada terminó entre alcoholes y risas.
Todo le parecía bien a Eduardo Arroyo pero, ay, no todo estaba bien, en particular la economía de mi editorial. Por barato que resultara ser el trabajo de revisión hecho por Lydia, por muy gratis que me saliera la cubierta, por mucha paciencia que pusieran los correctores y compaginadores para cobrar, yo veía con desánimo que me estaba acercando al momento de la verdad: el papel, la impresión y la encuadernación.
Diario
15 de febrero de 2002
Eduardo nos invitó a cenar anoche en casa de Isabel Azcárate. Conocimos a varias personas muy simpáticas. Una pareja nos cayó particularmente bien, aunque no logramos entender del todo sus nombres —a ella la llamaremos Natasha y estaba emparentada con un viejo amigo nuestro. El marido de Natasha se sentó en el salón a mi lado y me sorprendió porque había leído mi libro de memorias. Hablamos de literatura y el hombre demostró ser no sólo un notable bibliófilo sino un ávido lector —cosa mucho más rara en nuestra sociedad teleadicta.
Cuando se marcharon, al final de la velada, le pregunté a Eduardo quién era ese señor.
—Pierre Bezújov [llamémoslo así]. Fue presidente de una gran empresa multinacional— dijo, muy sigiloso.
Mi silencio debe de haber delatado a la vez sorpresa y vergüenza. En algún momento le había preguntado cuál era su ocupación y Bezújov me había dicho: “Nada importante”, y yo no indagué más.
26 de mayo de 2002
Hace unos días me llamó Natasha para invitarnos a cenar anoche, sábado. Nicole está en París, pero Natasha insistió y acudí solo a la cena. Entre los distinguidos contertulios estaba Eduardo Arroyo quien, como quien no quiere la cosa, en un momento de silencio me preguntó qué tal iba la traducción de Guerra y paz.
Sin premeditación, en mi caso, con el ánimo de polemizar sobre los altos anticipos que se pagan por libros malos y la indigencia en la que se producen los buenos, bebí un largo sorbo de whisky y respondí:
—Mal, bastante mal.
—¿Y eso?— inquirió Eduardo.
Describí la situación sin ahorrar detalles. Conté todo sobre Lydia, sobre la traducción de Laín Entralgo y Alcántara, sobre la cubierta de Eduardo.
—Y ahora— terminé no sin patetismo, —me encuentro con que no tengo dinero para financiar el fin de la traducción ni la fabricación del libro.
—¡Hay que organizar una cena, un fund-raising dinner!— exclamó Natasha en el silencio de la desazón general.
20 de enero de 2003
Bezújov me citó hoy en su despacho para presentarme a Nikolái Rostov [digamos], un ejecutivo joven que quiere unírsele en la financiación de mi proyecto, ahora paralizado por falta de fondos. Rostov es director para España y Portugal de una multinacional muy conocida.
La reunión fue para mí fascinante. Tenía ante mí a dos potencias económicas indiscutibles que, por las razones que fueran, querían financiar mi edición de la novela de Tolstói. Les presenté un presupuesto, una maqueta y una estimación de precio de venta y de punto muerto. Quedamos en que haríamos una cena rusa en mi casa. Y yo me marché con nuevos ánimos —casi como para librar mi batalla de Borodinó...
13 de marzo de 2003
Primera reunión con Lydia Kúper, al cabo de algunos meses de convalecencia: se había caído en su casa y tuvo no sé qué fractura. Se la ve muy bien, repuesta pero muy desorientada porque ya no sabe qué es lo que tradujo y lo que no tradujo. Me pregunta, de entrada: “Dime quién es mi alter ego”: está convencida de no haber traducido todo lo que Ricardo le entrega para que haga su segunda lectura. Le digo dos cosas: primero, que el trabajo está quedando extraordinariamente bien; segundo, le explico el “funcionamiento” de quienes vamos detrás de ella para ajustar el texto. Le demuestro, además, que ya ha traducido en primera versión todo el texto. (Es fácil: me basta con mostrarle los apuntes marginales que hizo en su edición rusa de la novela... ¡y poco a poco va recordando!). Se queda tranquila y retoma el trabajo.
5 de abril de 2003
La cena rusa fue anoche: Natasha y Pierre Bezújov, María y Nikolái Rostov, Isabel Azcárate y Eduardo Arroyo, Edgardo Cantón y Nicole y yo (que habíamos regresado de Moscú en febrero cargados de caviar, arenques y vodka; Nicole tuvo el coraje de preparar una sabrosa aunque ectópica polenta). Discutimos acerca del “mecanismo” para que el Taller recibiera los dineros necesarios y, en medio de intervenciones e interrupciones fogosas por parte de Eduardo (“¡Estoy harto de los ricos, que siempre prometéis y nunca dais!” —y otras lindezas) y una que otra réplica burlona de Pierre a Arroyo (“¡Quien te seduce es Ana de Palacio! ¡A éste le gusta la de Palacio!”), Natasha, sentada a mi vera, me susurró: “Tú comienza a pasar facturas, y ya verás como pagan”. Arroyo señaló que también él quería entrar en la financiación, lo cual fue aprobado por aclamación con vodka. Se decidió que Nikolái sería el “administrador titular” y que yo debía entenderme directamente con él por e-mail.
Aparte de Guerra y paz, desde luego, se discutió de Irak y Eduardo tuvo una frase memorable: “Odio lo americano, odio a los americanos, detesto su comida y su arte, pero lo que me gusta de ellos son los GI's. Durante la Segunda guerra mundial, durante la guerra del Golfo, en Serbia y ahora en Irak... ¡los adoro!”.
24 de abril de 2003
Por medio de un fiel colaborador y amigo me enteré hace unas semanas de que una señora está traduciendo Guerra y pazpara otro editor español. La noticia me quitó el sueño. Mi amigo me consiguió las señas de esta señora y así supe que se llama Gala Arias.
La invité a mi casa y acaba de marcharse. Lo que en realidad está traduciendo es nada menos que la “nueva” versión de la novela, un borrador que Tolstói había desechado. El editor, que al parecer es Mondadori, le ha dado a Gala apenas un año para entregar el trabajo y a todas luces ella no se siente cómoda. No le parece un original fiable, comprende que la novela de Tolstói no es “eso” —según me dijo, Pierre Bezújov tiene mal aliento a lo largo del texto: huele a ajo—, pero ha firmado contrato y quiere cumplir su compromiso.
Esto me lleva atrás en el tiempo. Durante la Feria del Libro de Frankfurt, en octubre de 2001, nos cruzamos, Nicole y yo, con Karin Brown. Vieja conocida de nuestros años de París y navegante veterana en las procelosas aguas de los derechos de autor, Karin tenía “algo” para nosotros. Nos propuso un café en uno de los desangelados mostradores diseminados por el vasto pabellón estadounidense y estaba por abordar el asunto cuando yo mismo tomé la iniciativa.
—¿Qué te parece el atentado del 11 de septiembre?