Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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No volví a leer Guerra y paz—como comencé por entonces a llamar la novela, en lugar de La guerra y la paz— hasta más de veinte años después, en la Italia de los setenta. Fue en la edición Gallimard de la traducción francesa de Boris de Schloezer, cuya primera sorpresa fue para mí que los personajes hablaran tanto en francés — “en français dans l'original”, se aclaraba a pie de página. La edición mexicana, que yo recordara, no tenía nada en francés; la traducción de Constance Garnett lo trae todo en inglés. Ahora, en la edición de Gallimard, las primeras palabras, en cursiva para indicar que así está en la versión original del propio Tolstói, eran:
—Eh bien, mon prince! Gênes et Lucques ne sont plus que des apanages de la famille Buonaparte! Non, je vous préviens que si vous ne me dites pas que nous avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antéchrist (ma parole, j'y crois), je ne vous connais plus, vous n'êtes plus mon ami...
Etc., etc., etc. Hablaban en francés esos personajes. ¿Por afectación? Mis amigos filólogos me señalaron que en la época el francés era la segunda lengua en Rusia, pero para mí no era “normal” que dos rusos se hablaran en francés, como no lo podría ser que se hablaran en francés dos italianos o dos españoles.
Pero no fue ésa la única sorpresa. Esta vez, a mis cuarenta bien cumplidos, viví (más que leí) los vericuetos del alma de los personajes —la bondad innata de Pierre Bezújov en su búsqueda espiritual, la ingenuidad encantadora de una Natasha Rostova que descubre el amor, el despiadado tormento interior del príncipe Andréi Bolkonski, la pasión ardiente de Napoleón por el poder. Y comprendí algo más: la novela no había cambiado en mis tres lecturas, era la misma novela. Quien había cambiado era yo. Era yo quien, en cada lectura, descubría un nuevo libro, escondido bajo las mismas palabras. Y tuve la extraña sensación de que Guerra y pazno era uno sino varios, quizás muchos libros, todos contenidos dentro del mismo texto de Tolstói.
Mi cuarta lectura de la novela tuvo lugar en Madrid, en 1998. Esta lectura volvió a ser en inglés, pero en la traducción de Louise y Aylmer Maude editada por Oxford University Press por primera vez en 1922 y, en versiones revisadas, reeditada diez veces, la última, según consta en el tomito primoroso que tengo ante mis ojos, en 1965. El primor de esta edición merece dos palabras.
Se trata de una especie de pequeño breviario, de sólo 9 por 15 centímetros, encuadernado muy sobriamente en tela color burdeos, impreso (en un cuerpo pequeño pero muy legible) en el llamado “India paper”, delgadísimo y livianísimo. Tan delgadísimo que las más de mil seiscientas páginas de esta edición dan un espesor de apenas tres centímetros y medio; y tan livianísimo que es mucho más liviano que el clásico “papel Biblia”. Ya no se fabrica: me lo dijo por teléfono, con voz quebrada, el director de producción de Oxford University Press.
¿Y qué me aportó esta cuarta lectura? Emoción sin fin.
Es posible que la edad reblandezca a la gente, pero me veo una madrugada de mediados de 1998, preparándome a las seis de la mañana un café en la cocina de mi casa y con el corazón partido, no por la muerte sino por las últimas palabras del viejo Bolkonski a su hija, la princesa María, a quien le pide que se ponga el vestido blanco, porque le sienta bien. O por el deambular de Pierre en las calles de Moscú ocupada. O por el vigor con que Nikolái Rostov lidia con la sublevación de los siervos.
Y por la descripción de los hombros desnudos de Elena, la primera mujer de Pierre. Y la de la batalla de Borodinó. Y la de las borracheras de la juventud dorada en San Petersburgo. Y la de la estepa nevada durante la noche. Y la de la inolvidable declaración de amor del príncipe Andréi a Natasha —él, solo en el centro del gran salón de baile de los Rostov, oscurecido; ella que entra, se le acerca y, casi sin dejarle decir una palabra, se pone en puntas de pie y le dice... “¡Sí, sí!”.
El café me supo a gloria, esa mañana de mediados de 1998 y, con el espíritu transido, tomé la decisión: editaría Guerra y paz.
Cuatro veces había leído Guerra y pazhasta ese momento, en cuatro traducciones diferentes: una al español, dos al inglés y una al francés. Conocía la obra lo suficiente como para saber que las diferencias de fondo no dependían de la traducción sino de mi propia evolución. Pero a esa altura de mi vida de lector también sabía que toda traducción traiciona el original y que las diferencias formales dependen de la calidad de los traductores. Era consciente de la mediocridad de varias traducciones al castellano y conocía la fama de la de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara, considerada la mejor, publicada en 1979 por Argos Vergara y reeditada (¡hacía menos de un año, en 1998!) en una gruesa edición “de bolsillo” por Planeta.
También tenía constancia de algunas barrabasadas puestas en circulación por ciertas editoriales, algunas de gran prestigio. Me refiero, por ejemplo, a la Guerra y pazde Editorial Juventud, un tomo único de sólo quinientas doce páginas en el que nada indica que se trate de una versión abreviada ni para niños ni para subnormales. Mis amigos de la librería Antonio Machado, de Madrid, se quedaron de piedra cuando les demostré que, para caber en quinientas doce páginas, la novela habría tenido que ser compuesta en caracteres de cuerpo seis, como mucho.
La traducción es un trabajo mal pagado en todo el mundo. Los traductores mejor pagados son los que prestan servicio en organizaciones internacionales, como la ONU o la Unesco. También (y a veces mejor), los que traducen textos altamente técnicos, como manuales de física o de medicina, o los que traducen textos breves, técnicos y muy urgentes, como los que se generan en bufetes de abogados o los que piden las fuerzas armadas, sobre todo en tiempos de guerra.
En el terreno literario los traductores que llegan a vivir de su oficio son los que trabajan bien y rápido y se limitan a textos fáciles, obras por lo general de autores mediocres. Los grandes clásicos no se prestan a ello, seguramente porque son clásicos. Los conceptos que expresan suelen ser sutiles y la forma nunca es pedestre, con lo que un traductor serio debe, por una parte, comprender muy bien el significado de la frase original y encontrar el equivalente en la lengua a la que traduce; y, en segundo lugar, hallar en esta lengua la expresión equivalente sin que sea pedestre. Todo ello, intentando conservar el “sabor” —si se me permite la palabra— de la lengua original. En muchos sentidos el trabajo del traductor de un clásico se asemeja al del autor de la versión original. Lo cual, a su vez, implica que ha de tener la cultura suficiente para ello.
Constance Gamett no debe de haber cobrado mucho por sus traducciones de los rusos al inglés. Es muy probable que no llegara a fin de mes con lo que le pagaban. Pero no tenía mayor importancia: era bibliotecaria y estaba casada con un editor y crítico prestigioso que ganaba bien su vida. Casi todas las grandes traducciones se debieron, como las de Garnett, a que el traductor no estaba apremiado por el dinero.
En cuanto a mi intención de hacer traducir Guerra y paz, hice números. El ruso es una lengua “cara": los traductores son pocos y, con toda razón, tienen tarifas muy superiores a la media. Según mis cálculos, una nueva traducción habría costado, siendo modestos, cerca de treinta mil euros. Ello habría repercutido en el precio de venta del libro que, aun aplicando los métodos de fabricación más económicos, habría alcanzado los sesenta euros.
Se me ocurrió que quizás Planeta se aviniera a cederme, por bastante menos dinero, los derechos de la traducción de Alcántara y Laín Entralgo, como para que algún buen conocedor del ruso la revisara por si tenía algún defecto. Comprendí la importancia de este revisor y me dediqué a buscarlo antes de entrar en contacto con Planeta. No quería comprar nada sin estar debidamente preparado.