Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Ah! chère amie— la interrumpió la princesa María, —je vous ai priée de ne jamais me prévenir de l'humeur dans laquelle se trouve mon père. Je ne me permets pas de le juger et je ne voudrais pas que les autres le fassent. 124
La princesa miró su reloj y, dándose cuenta de que ya habían pasado cinco minutos de la hora en que solía empezar la clase de clavicordio, se dirigió con aire temeroso al saloncito. De doce a dos, según la costumbre, el príncipe reposaba y la princesa María debía tocar el clavicordio.
XXIII
El canoso ayuda de cámara, sentado en su silla, cabeceaba atento a los ronquidos del príncipe en su enorme despacho. Desde la otra parte de la casa, a través de las puertas cerradas, llegaban, repetidos por vigésima vez, los difíciles pasajes de la sonata de Dussek.
En aquel momento se detuvieron frente a la puerta principal una carroza y una carretela; de la carroza descendió el príncipe Andréi, que ayudó a salir a su mujer y la dejó pasar delante. El viejo Tijón apareció, con su peluca, en la puerta de la sala, anunció en voz baja que el príncipe dormía y cerró rápidamente la puerta. Tijón sabía que ni la llegada del hijo ni suceso alguno, aun el más extraordinario, debían alterar el orden establecido.
Y el príncipe Andréi lo sabía sin duda tan bien como Tijón, pues miró al reloj, como para comprobar que los hábitos de su padre no habían cambiado desde la última vez que se vieron, y, convencido de ello, se volvió hacia su mujer:
—Se levantará dentro de veinte minutos— dijo. —Vamos a ver a la princesa María.
La pequeña princesa había engordado en los últimos tiempos, pero sus ojos y su corto labio sonriente, sombreado de una ligera pelusa, se elevaba siempre de la misma manera alegre y graciosa.
—Mais, c’est un palais— dijo a su marido, mirando con la misma expresión con que uno felicita al anfitrión en un baile. —Allons, vite, vite... 125
Miraba, sin dejar de sonreír, a Tijón, a su marido y al camarero que los acompañaba:
—C’est Marie qui s’exerce? Allons doucement, il faut la surprendre. 126
El príncipe Andréi la siguió cortésmente, pero triste.
—Has envejecido, Tijón— dijo, al pasar, al viejo, que le besó la mano.
Antes de llegar a la sala de la que salían las notas del clavicordio, apareció por una puerta lateral la hermosa y rubia francesa. Mademoiselle Bourienne parecía loca de entusiasmo.
—Ah! quel bonheur pour la princesse!— exclamó. —En- fin!... Il faut que je la prévienne. 127
—Non, non, de grâce... Vous êtes mademoiselle Bourienne, je vous connais déjà par l’amitié que vous porte ma belle-soeur— replicó la princesa, besándola. —Elle ne nous attend pas? 128
Se acercaron a la puerta del salón de los divanes tras la cual se oía el pasaje repetido una y otra vez. El príncipe Andréi se detuvo y frunció el ceño como si esperara algo desagradable.
La princesa entró. El pasaje musical quedó interrumpido y se oyó un grito y los pasos pesados de la princesa María seguidos de sonoros besos. Cuando el príncipe Andréi entró, ambas princesas, que no se habían visto más que brevemente con ocasión de la boda, estaban abrazadas estrechamente, besándose en los mismos sitios que lograron alcanzar en el primer instante. Junto a ellas estaba mademoiselle Bourienne, con las manos puestas sobre el corazón; sonreía devotamente, presta tanto a reír como a llorar. El príncipe Andréi se encogió de hombros y frunció el ceño, como hacen los entendidos en música cuando perciben una nota falsa. Ambas mujeres se separaron y, como si temieran llegar tarde, volvieron a cogerse las manos y besarse; otra vez se separaron, se juntaron y repitieron los besos y, cosa completamente inesperada para el príncipe Andréi, empezaron a llorar sin dejar de besarse. También mademoiselle Bourienne lloraba. El príncipe Andréi estaba manifiestamente violento, pero a las dos mujeres les parecía tan natural llorar que nunca habrían podido figurarse de otra manera aquel encuentro.
—Ah, chère!... Ah, Marie!...— hablaron a la vez riendo. —J'ai rêvé cette nuit!... Vous ne nous attendiez done pas... Ah! Marie, vous avez maigri... Et vous avez repris... 129
—J'ai tout de suite reconnu Madame la princesse 130— intervino mademoiselle Bourienne.
—Et moi qui ne me doutais pas!— exclamó la princesa María. —Ah! André!... Je ne vous voyais pas. 131
El príncipe Andréi besó a su hermana estrechándose las manos y le dijo que seguía siendo la pleurnicheuse 132de siempre. Se volvió la princesa María hacia su hermano y, a través de las lágrimas, la mirada cariñosa, tierna y cálida de sus ojos bellísimos, grandes y luminosos en aquel instante, se detuvo en él.
La princesa Lisa hablaba sin descanso. El corto labio superior, sombreado de leve pelusa, descendía rápido a cada momento, tocando el rosado labio inferior, y se abría en una sonrisa que brillaba en sus dientes y ojos. La princesa Lisa contó un accidente ocurrido en el campo, junto al monte de Spásskoie y que, en las circunstancias de su estado, podría haber tenido tristes consecuencias. En seguida dijo que había dejado todos sus vestidos en San Petersburgo y que aquí sólo Dios sabe lo que se pondría; que Andréi había cambiado mucho; que Kitty Odintzova se había casado con un viejo; que había un pretendiente pour tout de bon 133para la princesa María, pero que de eso hablarían después. La princesa María miraba en silencio a su hermano con sus bellos ojos llenos aún de amor y de tristeza. Era evidente que sus ideas discurrían independientes de las de su cuñada. En pleno relato de las últimas fiestas en San Petersburgo, se volvió a su hermano:
—¿Te vas decididamente a la guerra, Andréi?— preguntó suspirando.
Lisa suspiró también.
—Mañana mismo— replicó Andréi.
—Il m’abandonne ici, et Dieu sait pourquoi, quand il aurait pu avoir de l’avancement... 134
La princesa María, sin terminar de oírla, seguía sus propios pensamientos; se volvió a su cuñada, señalando su vientre con ternura:
—¿Es seguro?— preguntó.
El rostro de la princesa Lisa cambió.
—Sí, seguro— respondió con un suspiro. —Ah, es tan terrible...
Descendió su pequeño labio, acercó su rostro al de su cuñada y, de pronto, volvió a llorar.
—Necesita descansar— dijo el príncipe Andréi, frunciendo el ceño. —¿Verdad, Lisa? Llévala a tu cuarto, yo iré a ver al padre. ¿Sigue igual?
—Igual. No sé cómo lo encontrarás tú— contestó alegremente la princesa.
—¿Las mismas horas, los mismos paseos por las avenidas del parque? ¿Y el torno?— siguió preguntando el príncipe Andréi con una imperceptible sonrisa indicadora de que, a pesar de todo su amor y respeto por el padre, comprendía sus debilidades.
—Las mismas horas, el mismo torno y también las matemáticas y mis lecciones de geometría— respondió sonriendo la princesa María, como si las lecciones de geometría fueran una de las cosas más divertidas de su vida.
Transcurridos los veinte minutos que faltaban para que se levantase el viejo príncipe, se presentó Tijón para llamar al príncipe joven. En consideración a la llegada de su hijo, el anciano hacía una excepción en sus costumbres.
Ordenó que se lo introdujera en su cámara, mientras se vestía para la comida. Vestía el príncipe a la moda antigua, con caftán y empolvada la cabeza. Cuando el príncipe Andréi entró en la habitación de su padre (su rostro, su manera de ser no denotaban el desdén y el aburrimiento que adoptaba en los salones, sino la animación que mostraba hablando con Pierre), el viejo estaba sentado ante el tocador en una butaca de cuero, cubierto por un peinador, y ofrecía su cabeza a los cuidados de Tijón.
—¡Hola, guerrero! ¿Quieres conquistar a Bonaparte?— dijo el anciano, sacudiendo la empolvada cabeza en cuanto lo permitían las manos de Tijón, que le trenzaba el pelo. A ver si por lo menos tú lo zurras bien: porque, de otro modo, acabaremos por convertirnos en súbditos suyos ¡Buenos días!— y le ofreció su mejilla.