Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Pero, querida princesa— replicó con tanta dulzura como obstinación Anna Mijáilovna, impidiendo a la princesa el paso hacia la habitación del conde, —¿no será demasiado penoso para nuestro pobre tío en estos momentos, cuando tan necesario le es el descanso? Hablarle de una cosa terrenal cuando su alma está ya preparada...
El príncipe Vasili estaba sentado en su actitud familiar, con una pierna sobre la otra; sus mejillas temblaban violentamente y cuando bajaban parecían ensancharse; sin embargo aparentaba estar poco interesado por la conversación de ambas damas.
—Voyons, ma bonne Anna Mijáilovna, laissez faire Catiche 116. Sabe perfectamente cuánto la quiere el conde.
—No sé lo que pone en este papel— dijo la princesa volviéndose al príncipe Vasili y mostrando la cartera de cuero repujado que llevaba en la mano. —Sólo sé que el verdadero testamento está en su despacho; esto no es más que un papel olvidado...
Catiche intentó esquivarla, pero Anna Mijáilovna le cerró nuevamente el paso.
—Lo sé, mi querida y buena princesa— dijo Anna Mijáilovna, agarrando la cartera con tanta fuerza que no se preveía la posibilidad de que la soltase fácilmente. —Querida princesa, se lo ruego... apiádese de él... Je vous en conjure... 117
La princesa calló. No se oía más que el rumor del esfuerzo por adueñarse de la cartera. Era evidente que, de haber dicho algo, sus palabras no habrían sido lisonjeras para Anna Mijáilovna. Ésta sujetaba fuertemente la cartera, pero a pesar de todo, su voz conservaba la meliflua calma y suavidad habituales.
—Pierre, acérquese, amigo mío. Creo que él no es un extraño en el consejo de familia, ¿no es verdad, príncipe?
—¿Por qué calla, mon cousin?— gritó inesperadamente Catiche, con voz tan fuerte que se oyó en la sala contigua asustando a todos. —¿Por qué calla cuando Dios sabe quién se permite inmiscuirse en nuestros asuntos y no repara en provocar escenas en el umbral de la habitación de un moribundo? ¡Intrigante!— exclamó en voz baja, tirando rabiosamente de la cartera con todas sus fuerzas. Anna Mijáilovna dio unos pasos para no abandonar la cartera y consiguió retenerla.
—¡Oh!— exclamó el príncipe Vasili con voz llena de indignación y asombro. Se levantó. —C’est ridicule. Voyons, dejen esa cartera. Se lo digo a las dos.
La princesa Catiche abandonó la presa.
—¡Y usted también!
Pero Anna Mijáilovna no le hizo caso.
—Déjela— le dijo. —Yo asumo la responsabilidad de todo. Iré yo mismo y le preguntaré. Yo... y esto debe bastarle.
—Mais, mon prince— objetó Anna Mijáilovna, —después de tan solemne sacramento, concédale un minuto de reposo. Pierre, diga su opinión— se dirigió al joven, que se acercó, mirando con asombro el rostro de la princesa, olvidada de todo decoro, y las mejillas del príncipe, dominadas por el temblor.
—Tenga presente que será responsable de todas las consecuencias— dijo severamente el príncipe Vasili. —No sabe lo que hace.
—¡Infame!— gritó la princesa Catiche, echándose de improviso sobre Anna Mijáilovna y arrebatándole la cartera.
El príncipe bajó la cabeza y se abrió de brazos.
En aquel instante la puerta, la terrible puerta que tanto miraba Pierre y que de ordinario se abría tan suavemente, se abrió con gran ruido y batió contra la pared. La segunda de las princesas apareció en el umbral agitando las manos.
—¿Qué hacen ustedes?— gritó desesperada. —Il s’en va et vous me laissez seule. 118
Catiche dejó caer la cartera. Anna Mijáilovna se inclinó rápidamente y apoderándose del objeto disputado corrió hacia la alcoba del conde. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili volvieron en sí y la siguieron. Al poco rato Catiche, con el rostro pálido y seco, salió mordiéndose el labio inferior. A la vista de Pierre aquel rostro expresó una incontenida cólera:
—Ya puede estar contento— dijo. —Es lo que esperaba.
Y, sollozando, ocultó el rostro en el pañuelo y salió corriendo de la estancia.
Detrás de la princesa apareció el príncipe Vasili. Anduvo vacilante hasta el diván donde se había sentado Pierre y se dejó caer a su lado, ocultando el rostro entre las manos. Pierre notó que estaba pálido y que la mandíbula inferior le temblaba como bajo los efectos de la fiebre.
—¡Oh, amigo mío!— murmuró, cogiendo el brazo de Pierre; en su voz había una franqueza y una debilidad que Pierre jamás había observado en él. —¡Qué pecadores y mentirosos somos! Y, en fin de cuentas, ¿para qué? Voy hacia los sesenta, amigo mío, y ya... Todo concluye con la muerte, todo. La muerte es terrible— y estalló en sollozos.
Anna Mijáilovna salió la última. Lentamente, con pasos silenciosos, se acercó a Pierre.
—¡Pierre!— dijo.
Él la miró, interrogador. La princesa besó al joven en la frente, mojándola con sus lágrimas. Tras un silencio dijo:
—Il n’est plus... 119
Pierre la miró a través de los lentes.
—Allons, je vous reconduirai. Tâchez de pleurer. Rien ne soulage comme les larmes. 120
Acompañó al joven hacia el salón, sumido en la penumbra. Pierre estaba contento de que nadie pudiese verle la cara. Anna Mijáilovna se alejó de él y, cuando volvió, Pierre dormía profundamente con la cabeza apoyada en el brazo.
Al día siguiente, por la mañana, Anna Mijáilovna dijo a Pierre:
—Oui, mon cher, es una gran pérdida para todos. No hablo de usted. Pero Dios le dará fuerzas: es usted joven y, según espero, se halla con una inmensa fortuna. Todavía no se ha abierto el testamento. Lo conozco bastante para saber que eso no le hará perder la cabeza. Pero le impone deberes, et il faut être homme. 121
Pierre callaba.
—Quizá más tarde le diré que si yo no hubiese estado, Dios sabe qué habría ocurrido. Sepa que mi tío el conde, anteayer, me prometía no olvidar a Borís. Pero no le ha quedado tiempo. Espero, mi querido amigo, que dará oídos al deseo de su padre.
Pierre no entendía nada; tímido, ruborizado, miraba a la princesa Anna Mijáilovna.
Después de su conversación con Pierre, Anna Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana contó a éstos y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezújov. Decía que el conde había muerto como ella misma querría morir, que su fin había sido no sólo conmovedor sino edificante, y que la última entrevista del padre y del hijo había resultado tan emotiva que no podía recordarla sin llorar, y que no sabía quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible momento: si el padre, que en los últimos instantes se acordaba de todos y decía al hijo palabras conmovedoras, o Pierre, a quien daba lástima ver tan afectado, por más que tratara de ocultar su pena para no disgustar al moribundo.
—C’est pénible, mais cela fait du bien; ça élève l’âme de voir des hommes comme le vieux comte et son digne fils— comentaba. 122
Por lo que respecta a los actos de la princesa y del príncipe Vasili, también los contaba, sin aprobarlos, pero sigilosamente y en secreto.
XXII
En Lisie-Gori, la finca del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del joven príncipe Andréi y de su esposa. Mas la espera no había perturbado el severo orden que regía la vida en la mansión del viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolái Andréievich, a quien la sociedad diera el sobrenombre de rey de Prusia, no se movía de Lisie-Gori, donde habitaba con su hija, la princesa María, y con su señorita de compañía, mademoiselle Bourienne, desde que, bajo Pablo I, fuera deportado a su hacienda en el campo. Y aunque al comienzo del nuevo reinado se le permitiera volver a la capital, el príncipe Nikolái no quiso dejar su finca, diciendo que si alguien lo necesitaba podía recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separaban a Moscú de Lisie-Gori, porque él no precisaba de nadie ni de nada. Sostenía que sólo había dos causas de los vicios humanos: el ocio y la superstición, y sólo dos virtudes, la actividad y la inteligencia. Él mismo se ocupaba de la educación de su hija y, para desarrollar en la joven ambas virtudes capitales, le daba lecciones de álgebra y geometría y había distribuido su vida en una serie ininterrumpida de tareas. El príncipe, por su parte, siempre estaba ocupado: ya en escribir sus memorias, ya en resolver problemas de matemáticas superiores, en hacer tabaqueras al torno, trabajar en el jardín o vigilar, en sus posesiones, las sempiternas obras. Y como la condición fundamental de la actividad es el orden, éste había sido llevado al último grado de exactitud. Su entrada al comedor se atenía siempre al mismo ritual, y no sólo a idéntica hora, sino al mismo minuto. Con las gentes que lo rodeaban, desde su hija hasta los criados, el príncipe era brusco y siempre exigente, y por ello, aun no siendo cruel, suscitaba un temor y un respeto que difícilmente podría alcanzar el hombre más cruel. Aun viviendo retirado sin influencia alguna en los asuntos del Estado, todo gobernador de la provincia a que pertenecía la finca del príncipe consideraba un deber suyo presentarse a él, y lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, aguardaba dócilmente la hora fijada en que el príncipe recibía en la sala. Cuantos esperaban en esa sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto y aun de temor cuando se abría la puerta amplia y alta del despacho y aparecía con su empolvada peluca la menuda figura del anciano, con sus manos pequeñas y secas, sus cejas grises y caídas que velaban, cuando fruncía el ceño, el fulgor de unos ojos llenos de inteligencia y juventud.