Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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—Ahora lo comprendo todo— dijo la princesa. —Sé quién ha preparado esta intriga. Lo sé.
—No se trata de eso, amiga mía.
—Es su protegée, 102su querida princesa Anna Mijáilovna, a quien no querría tener ni por sirvienta; es esa ruin e infame mujer.
—Ne perdons point de temps. 103
—¡No, no me diga! El pasado invierno esa mujer se introdujo en esta casa y contó al conde tales horrores sobre todas nosotras y especialmente sobre Sophie (no puedo ni repetirlos) que el conde enfermó y estuvo dos semanas sin querer vernos. Fue entonces, lo sé bien, cuando escribió ese infame papel... pero yo creí que no tendría validez alguna.
—Nous y voilà. 104¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Está en la cartera de cuero repujado que guarda bajo su almohada. Ahora lo sé— dijo la princesa sin responder. —Sí, si tengo algún pecado, un gran pecado, es el odio hacia esa miserable— siguió la princesa casi a gritos, totalmente cambiada. —¿Qué busca aquí? Pero se lo diré todo, todo. ¡Ya llegará la hora!
XIX
Mientras en la sala de recepción y en la habitación de la princesa tenían lugar tales conversaciones, el coche que llevaba a Pierre (a quien mandaron a buscar) y a Anna Mijáilovna, que estimó necesario acompañarlo, entraba en el patio del conde Bezújov. Cuando las ruedas del coche giraron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas, Anna Mijáilovna dirigió a su compañero palabras de ánimo pero, al darse cuenta de que durante el trayecto se había dormido en un rincón de la carroza, lo despertó. Despabilado, Pierre salió del carruaje detrás de Anna Mijáilovna y sólo entonces pensó en el encuentro que le esperaba con su padre moribundo. Notó que la carroza no paró ante la entrada principal, sino ante la destinada al servicio. Al bajar vio a dos hombres vestidos como menestrales que se apartaron apresuradamente, aprovechando la oscuridad de las paredes. Pierre se detuvo y en medio de la negrura que rodeaba la casa por ambos lados divisó a varios hombres semejantes a los vistos antes, pero ni Anna Mijáilovna, ni el lacayo, ni el cochero que tenían que haberlos visto se fijaron en ellos. Por consiguiente, razonó Pierre, así debe ser. Siguió a Anna Mijáilovna quien con rápidos pasos subía por la estrecha y débilmente iluminada escalera de piedra y apresuraba a Pierre, que iba detrás sin comprender aún por qué debía ver al conde y menos aún la necesidad de entrar por la escalera de servicio. Pensó, dada la resolución y la prisa de Anna Mijáilovna, que así debía ser. A mitad de la escalera casi fueron derribados por unos hombres que descendían pisando muy fuerte con unos cubos. Se apretaron contra la pared para dejar pasar a Pierre y Anna Mijáilovna y no dieron la más pequeña muestra de sorpresa al verlos.
—¿Están aquí las habitaciones de las princesas?— preguntó a uno de ellos Anna Mijáilovna.
—Sí, la puerta de la izquierda, señora— respondió el lacayo, con voz fuerte y audaz, como si ahora todo estuviera permitido.
—Tal vez el conde no me ha llamado— dijo Pierre cuando llegaron al descansillo. —Será mejor que me vaya a mi habitación.
Anna Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.
—Ah, mon ami!— dijo con la misma voz y gesto con que por la mañana había hablado a su hijo. —Croyez que je souffre autant que vous, mais soyez homme 105— añadió, rozando la mano de Pierre.
—¿Y si me fuera?— preguntó Pierre mirando cariñosamente a Anna Mijáilovna a través de sus lentes.
—Ah, mon ami, oubliez les torts qu’on a pu avoir envers vous, pensez que c’est votre père..., peut-être à l’agonie— suspiró. —Je vous ai tout de suite aimé comme mon fils. Fiez-vous à moi, Pierre. Je n’oublierai pas vos intérêts 106— contestó a su mirada; y avanzó con más prisas por el pasillo.
Pierre, que no comprendía nada, se convenció aún más de que todo tenía que ser así y siguió dócilmente a Anna Mijáilovna, que ya abría la puerta.
La puerta daba al pasillo que correspondía a la entrada de servicio. En un rincón había un viejo sirviente de las princesas haciendo calceta. Pierre no había estado jamás en aquella parte de la casa y ni siquiera sospechaba la existencia de tales cámaras. Anna Mijáilovna preguntó a una sirviente que la adelantó, con una botella sobre una bandejita (llamándola “querida” y “paloma mía”), cómo estaban las princesas y condujo a Pierre más allá, por un pasillo de baldosas. La primera puerta a la izquierda del pasillo llevaba a las habitaciones de las princesas. La sirvienta de la botella, con la prisa (en aquellos momentos todo se hacía con prisas en la casa), no había cerrado la puerta y, al pasar, Pierre y Anna Mijáilovna miraron involuntariamente al interior de la estancia, donde conversaban, sentados muy cerca el uno de la otra, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili, quien, reconociendo a los que pasaban, tuvo un gesto de impaciencia y se echó hacia atrás; la princesa, con desesperado ademán, cerró con toda fuerza la puerta.
Aquel gesto estaba tan en desacuerdo con la tranquila forma de ser de la princesa, y el miedo reflejado en el rostro del príncipe Vasili correspondía tan poco a su digna actitud de siempre, que Pierre se detuvo y miró interrogante, a través de sus lentes, a su guía. Anna Mijáilovna no pareció extrañarse: se limitó a sonreír levemente y suspiró, como diciendo que ella esperaba todo cuanto estaba sucediendo.
—Soyez homme, mon ami, c’est moi qui veillerai à vos intérêts 107— contestó a su mirada; y avanzó con más prisa por el pasillo.
Pierre, sin comprender de qué se trataba y menos aún qué significaba aquello de veiller à vos intérêts, seguía creyendo que todo debía ser así. El pasillo los condujo a una sala medio oscura que daba al salón de recepción del conde. Era una de aquellas salas frías y lujosas que ya conocía Pierre, aunque siempre había llegado por la entrada principal. En medio de una de ellas había una bañera vacía y la alfombra estaba salpicada de agua. Cuando entraron, un criado y un sacristán, portador de un incensario, salían de puntillas, sin reparar en los recién venidos. Entraron en el salón de recepción —ya conocido por Pierre—, con dos ventanales de estilo italiano que comunicaban con el jardín de invierno y decorado con un gran busto y un retrato de tamaño natural de la emperatriz Catalina.
En el salón estaban las mismas personas de antes, en idénticas posturas, y seguían cuchicheando. Todos callaron para mirar a Anna Mijáilovna, con su rostro pálido y lloroso, y al corpulento Pierre, que la seguía dócilmente con la cabeza baja.
El rostro de Anna Mijáilovna expresaba la convicción de que el instante decisivo había llegado. Entró con el semblante de una dama petersburguesa atareada, sin dejar a Pierre, y aún más decidida que por la mañana. Presentía que llevando consigo a la persona a quien el moribundo quería ver iba a ser bien recibida. Recorrió con rápida mirada a los presentes y viendo al confesor del conde se acercó a él con menudos pasos como encogida o como si hubiera disminuido de tamaño y recibió respetuosamente su bendición y después la de otro sacerdote.
—¡Dios sea loado! ¡Llegamos a tiempo!— dijo al sacerdote. —Todos los parientes teníamos tanto miedo... Este joven es el hijo del conde— añadió bajando el tono. —¡Qué terrible momento!
Pronunciadas estas palabras, se acercó al doctor.
—Cher docteur— le dijo, —ce jeune homme est le fils du comte... y a-t-il de l'espoir? 108
El doctor, en silencio, levantó los ojos y los hombros con gesto rápido. Anna Mijáilovna hizo el mismo movimiento. Después, cerrando casi los ojos, suspiró, se apartó del doctor y se acercó a Pierre. Se dirigió a él con singular respeto y melancólica ternura.
—Ayez confiance en Sa miséricorde 109— murmuró, e indicándole un pequeño diván para que se sentara allí y la esperase se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta a la que todos miraban y desapareció también, casi sin ruido, detrás de ella.