Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Pierre, decidido a obedecer en todo a su guía, se dirigió al diván indicado. Apenas hubo desaparecido Anna Mijáilovna, Pierre advirtió que todas las miradas se dirigían a él con algo más que curiosidad y compasión. Notó que todos susurraban algo, señalándolo con los ojos, con cierto temor y hasta obsequiosamente. Le testimoniaban un respeto que, hasta entonces, ninguno le había mostrado. Una dama, a la que no conocía y que estaba hablando con el sacerdote, se levantó de su sitio para ofrecérselo. El ayudante de campo recogió del suelo un guante que Pierre había dejado caer distraídamente y se lo entregó. Los médicos callaron con respeto y se apartaron para dejarle sitio. Pierre quiso al principio sentarse en otro lugar para no molestar a la señora, quiso recoger el guante por sí mismo y evitar a los médicos, que, por cierto, no le cerraban el paso; pero se dio cuenta de que no habría sido correcto y que, a partir de aquella noche, era una persona obligada a un ritual terrible, previsto por todos, y que por tal motivo debía resignarse a recibir y aceptar favores de todos. Tomó sin decir una palabra el guante que le ofrecía el ayudante de campo, se sentó en el puesto de la señora, puso sus grandes manos sobre las rodillas, colocadas simétricamente en la ingenua postura de una estatua egipcia, y se dijo que todo aquello debía ser así precisamente y que, para mantenerse en su puesto y no cometer estupideces, no debía proceder aquella noche por iniciativa propia sino abandonarse totalmente a la voluntad de quienes lo guiaban.
No habían transcurrido más de dos minutos cuando el príncipe Vasili, de uniforme, con tres condecoraciones en el pecho, la cabeza erguida y el porte majestuoso, penetró en el salón. Parecía haber adelgazado desde la mañana; sus ojos, más agrandados que de ordinario, pasaron revista al público. Al darse cuenta de la presencia de Pierre se acercó a él, le tomó la mano (lo que hasta entonces no había hecho nunca) y la sacudió vigorosamente hacia abajo, corno para comprobar su resistencia.
—Courage, courage, mon ami. Il a demandé à vous voir. C'est bien... 110y mostró intención de alejarse.
Pero Pierre creyó necesario preguntarle:
—¿Cómo está?...— y se detuvo indeciso, no sabiendo si debía decir, al hablar del moribundo, “conde”; decir “mi padre” le daba vergüenza.
—Il a eu encore un coup, il y a une demi-heure. Courage, mon ami... 111
Pierre tenía tal confusión de ideas que, al oír la palabra coup, pensó que había sido golpeado y miró con estupor al príncipe Vasili; sólo después comprendió que el coupse refería a la enfermedad. El príncipe Vasili se dirigió al doctor Lorrain para decirle algo, y después fue de puntillas hacia la puerta. Como no sabía caminar así, el resultado fueron unos saltitos que hicieron temblar todo su cuerpo. Después pasó la mayor de las princesas y, tras ella, los sacerdotes, sacristanes y domésticos. Del otro lado de la puerta se oía gran movimiento; por último, con el mismo rostro descolorido, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Anna Mijáilovna, que dijo a Pierre, rozándole la mano:
—La bonté divine est inépuisable. C’est la cérémonie de l’extréme-onction qui va commencer. Venez. 112
Pierre cruzó el umbral, pisando la mullida alfombra, y notó que el ayudante de campo, la dama desconocida y alguien de la servidumbre entraban después, como si ahora no necesitaran permiso alguno para penetrar en aquella estancia.
XX
Pierre conocía muy bien aquella gran cámara, dividida por un arco, columnas y revestida de tapices persas. En una parte de la habitación, tras las columnas, había una alta cama de caoba oculta por cortinas de seda; y en la otra un enorme retablo con iconos. Toda esta parte estaba iluminada intensamente, como las iglesias durante los oficios nocturnos. Bajo la refulgente cornisa del retablo había un largo sillón en cuyo respaldo aparecían unos almohadones de blancura nívea, sin arrugas, y que evidentemente acababan de mudar. En aquel sillón, cubierta hasta la cintura por una manta de un verde intenso, yacía la majestuosa figura que tan bien conocía Pierre: su padre, el conde Bezújov. Era él, con la misma melena leonina de color gris sobre la amplia frente, las mismas profundas arrugas, tan características y nobles en su hermoso rostro de color cobrizo. Había sido colocado exactamente debajo de los iconos. Sus manos, gruesas y grandes, reposaban sobre la manta. En la derecha, con la palma hacia abajo, entre el índice y el pulgar tenía un cirio que lo ayudaba a sostener un viejo criado inclinado detrás del respaldo. En torno estaban los sacerdotes, con sus vestiduras resplandecientes y sus largos cabellos; sostenían sus cirios encendidos y oficiaban reposada y solemnemente. Un poco detrás estaban las dos princesas menores, con pañuelos en las manos, y, delante de ellas, la mayor, Catiche, con aire maligno y resuelto, que no separaba los ojos de los iconos como diciendo a todos que no respondía de sí misma si miraba a otra parte. Anna Mijáilovna, con apacible gesto de tristeza y benevolencia hacia todos, y la dama desconocida se detuvieron junto a la puerta. El príncipe Vasili se había situado en la otra parte, muy cerca del sillón, detrás de una silla labrada y forrada de terciopelo cuyo respaldo había vuelto hacia sí y en el cual apoyaba la mano izquierda, con la que sostenía el cirio, mientras con la derecha se santiguaba, levantando los ojos siempre que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una tranquila piedad y absoluta sumisión a la voluntad divina. “Si no comprendéis estos sentimientos, peor para vosotros", parecía decir su rostro.
Detrás del príncipe estaban el ayudante de campo, el doctor y la servidumbre masculina. Igual que en la iglesia, las mujeres formaban un grupo separado de los hombres. Reinaba el silencio, todos se santiguaban; se oía tan sólo la lectura de los salmos y el canto contenido, pastoso y grave; y cuando las voces se detenían, un movimiento de pies y suspiros. Anna Mijáilovna, con el aire importante de quien sabe lo que le corresponde hacer, atravesó toda la cámara para reunirse con Pierre y darle un cirio. El joven lo encendió, pero distraído por sus observaciones sobre los presentes se santiguó con la mano que lo había cogido.
Sofía, la princesa más joven, aquella del lunar, tan dada a la risa, lo miraba. Sonrió, escondió el rostro en el pañuelo y lo mantuvo así largo rato. Después, mirando de nuevo a Pierre, estuvo a punto de echarse a reír. Al parecer no podía mirarlo sin reír, y como no podía dejar de mirarlo, para evitar la tentación se escondió discretamente tras una columna. De improviso las voces callaron a mitad del oficio. Los sacerdotes cambiaron unas palabras entre sí. El viejo sirviente que sostenía la mano del conde se levantó y miró hacia las damas. Anna Mijáilovna se adelantó e inclinándose sobre el enfermo hizo una señal a Lorrain. El doctor francés, apoyado en una columna, no llevaba el cirio y mantenía la actitud respetuosa del extranjero que muestra cómo, a pesar de su diferencia de religión, comprende toda la importancia del acto que se lleva a cabo y lo aprueba. Con los silenciosos pasos del hombre en la plenitud de la edad, se acercó al enfermo, sujetó con sus dedos blancos y finos la mano libre que descansaba sobre la manta verde y, volviéndose, buscó el pulso del moribundo. Quedó pensativo. Sirvieron al conde una bebida, hubo cierta agitación en su torno y después cada uno volvió a su sitio y prosiguió el oficio. Durante la interrupción, Pierre observó que el príncipe Vasili abandonaba el respaldo de la silla y, con gesto de saber lo que hacía (y tanto peor para los demás si no lo comprendían), pasó ante el enfermo sin detenerse y se acercó a la mayor de las princesas, con la cual se dirigió después al fondo de la estancia, hacia el alto lecho cubierto por cortinas de seda. De allí, el príncipe y la princesa desaparecieron por la puerta del fondo. Antes de terminar el oficio estaban de nuevo en sus puestos. Pierre no dio más importancia a ese detalle que a las demás cosas, pues seguía convencido de que cuanto pasaba aquel día era absolutamente necesario.