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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—¡Imbécil!

—Ánimo no te falta. Otra vez los insultos. Mi pregunta no ha tenido ninguna segunda intención. Eres muy dueño de no contestarla. ¡Ay! Vuelve a torturarme el reúma.

—¡Imbécil!

—Tú padeces de reúma. Todavía me acuerdo de los ataques del año pasado.

—¿Reuma el diablo?

—¿Por qué no? Me he encarnado y he de sufrir todas las consecuencias. Satanas sum et nihil humani a me alienum puto.

—¿Cómo? Satanas sum et nihil humani... Eso no es una tontería... para haberlo dicho el diablo.

—Me alegro de haber conseguido al fin tu aprobación en algo.

—Eso no ha sido cosa mía. Jamás he tenido ese pensamiento. Es extraño...

—C'est du nouveau, n'est ce pas? Esta vez voy a proceder lealmente y a explicártelo todo. Óyeme. En los sueños, sobre todo en esas pesadillas que proceden de un trastorno gástrico o de otra causa cualquiera, el hombre tiene a veces visiones tan bellas, presencia escenas de la vida tan complicadas, es testigo de una sucesión tan extraordinaria de acontecimientos y peripecias, de hechos de gran importancia y sucesos vulgares, que ni el mismo León Tolstoi las podría imaginar. Sin embargo, estos sueños los tienen no los grandes escritores, sino las personas corrientes: los funcionarios, los folletinistas, los popes... Un ministro me ha confesado que las mejores ideas acuden a él cuando sueña. Así ocurre ahora. Estoy diciendo cosas originales, que nunca han pasado por tu imaginación y que en este momento capta tu imaginación como a través de una pesadilla. Ten presente que yo soy sólo una alucinación tuya.

—Estás desvariando. Tú mismo dices que eres un sueño, y pretendes convencerme de que existes.

—Amigo mío, hoy he adoptado un método especial. Ya te lo explicaré... ¿Qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Me he enfriado, pero no aquí, sino... allá.

Iván, desesperado, exclamó:

—¿Allá? ¿Dónde?... Oye, ¿tardarás todavía mucho tiempo en marcharte?

Se sentó de nuevo en el diván y se cogió la cabeza con las manos. Luego se quitó el paño húmedo y lo tiró con ademán despectivo.

—¡Qué mal tienes los nervios! —dijo el gentleman, con cierta insolencia, pero en tono amistoso—. Estás indignado conmigo porque me he enfriado. Pero no lo he podido evitar. Tenía que acudir a una velada diplomática que se celebraba en casa de una gran dama de Petersburgo y a la que habían de asistir ministros vestidos de etiqueta, con guantes y corbata blanca. Pero entonces estaba... muy lejos y, para llegar a la tierra, tenía que cruzar el espacio. Desde luego, esto es para mí cuestión de un instante, aunque la luz del sol tarda ocho minutos. Sin embargo, mi levita y mi chaleco escotado abrigaban poco. Los espíritus no se hielan, pero como yo estoy encarnado... En una palabra, que he obrado a la ligera. En él espacio, en el éter, en el agua, hace tanto frío, que llamarle frío es poco. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero! Todo el mundo conoce la broma de las lugareñas. Cuando la temperatura es de treinta grados bajo cero, las aldeanas proponen a algún bobalicón que lama un hacha. La lengua se hiela instantáneamente y se deja la piel en el hacha. ¡Eso sólo a treinta grados bajo cero! A ciento cincuenta, bastaría, sin duda, tocar un hacha con un dedo para que éste desapareciera... Claro que para eso sería preciso que hubiera un hacha en el espacio...

—¿Pero es posible eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, que luchaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y no dejarse arrastrar a la locura.

—¿A qué te refieres? —dijo el visitante, sorprendido—. ¿A que haya un hacha en el espacio?

—Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? —insistió Iván, obstinado y furioso.

—¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la distancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del planeta como un satélite. Los astrónomos calcularían las horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk [83]la registraría en su almanaque.

—¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme con procedimientos realistas, convenciéndome de que existes. ¡Pero yo no lo creo!

—Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad. Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto que esperas de mí cosas grandes, tal vez hermosas. Lo siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.

—¡Basta de filosofías, asno!

—¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado derecho casi paralizado por el reúma? He ido a la consulta de la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad que padece.» Tienen la manía de enviar a los enfermos a los especialistas. «Nosotros nos limitamos a diagnosticar. Vaya a ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos que traten todas las enfermedades, como los que había antes. Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publicidad. Si uno está enfermo de la nariz, te envían a un gran especialista de la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de ello, he recurrido a los remedios de vieja. Un médico alemán me aconsejó que, después del baño, me frotara con una mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer, me embadurnaba. El tratamiento fue inútil. Desesperado, escribí al conde Mattei, de Milán, el cual me envió un libro y unas píldoras. ¡Que Dios lo perdone! Al fin, me curé con el extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer público este éxito, pero esto fue harina de otro costal: ningún periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede tener un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En nuestra época —dije—, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo, pero lo que usted nos propone podría ser un perjuicio para nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por una posición social.

—Vuelves a caer en la filosofía —dijo Iván, indignado.

—¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven. Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y alegre. «Yo también he escrito vodeviles» [84]. Yo creo que me tomas por un viejo Mestakov, pero mi destino es mucho más serio. Por una especie de decreto incomprensible, tengo la misión de negar. Sin embargo, soy bueno e inepto para la negación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es suficiente; es necesario que este hosannapase por el crisol de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la crítica. Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. «No —me replican—; es necesario que vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de esos seres es indudable. En compensación, viven una vida real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer podría ofrecernos la vida si el sufrimiento no existiera? Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido la noción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes? No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en el alma de un comerciante obeso e ir a encender cirios en las iglesias.

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