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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—Entonces no habría ocurrido nada, porque yo nada habría hecho sin él.

—Bien, habla con calma, y, sobre todo, no pases por alto ningún detalle.

—Yo estaba seguro de que su hermano mataría a Fiodor Pavlovitch, pues lo había preparado para hacerlo, y, esto sobre todo, conocía la contraseña para que Fiodor Pavlovitch le abriese la puerta. Dado su carácter desconfiado y arrebatado, no cabía duda de que entraría en la casa. Yo contaba con ello.

—Un momento. Si él hubiera matado a mi padre, se habría apoderado del dinero, cosa que sin duda comprendiste tú. O sea, que no habrías obtenido ningún beneficio... No veo esto claro.

—Dmitri Fiodorovitch no podía encontrar el dinero. Yo le dije que estaba debajo del colchón y no era verdad. Primero estaba en una arquilla. Después dije a Fiodor Pavlovitch que lo escondiera detrás de los iconos, donde a nadie se le ocurriría buscarlo, y menos en un momento deprisa. Su padre no se fiaba de nadie más que de mí, y me hizo caso porque la idea le gustó. Guardar el dinero en una cajita, cerrar ésta con llave y esconderla debajo del colchón, habría sido una vulgar estupidez; pero precisamente por ser vulgar y estúpido lo ha creído todo el mundo. Una vez cometido el asesinato, Dmitri Fiodorovitch habría huido al menor indicio de alarma, como hacen todos los asesinos, o lo habrían sorprendido y apresado. Y yo habría podido ir al día siguiente, o aquella misma noche, a coger el dinero. El robo se habría achacado al asesino.

—Pero, ¿y si Dmitri lo hubiera herido únicamente?

—Si lo hubiera herido sin dejarlo inconsciente, no me habría apoderado del dinero. Pero yo contaba con que Dmitri Fiodorovitch golpearía a la víctima hasta dejarla sin conocimiento. Y en este caso podía llevarme los billetes y decir después a Fiodor Pavlovitch que el ladrón había sido el mismo que le había golpeado.

—Escucha, hay algo que no entiendo. ¿Es Dmitri el asesino y tú solamente el ladrón?

—No, el asesino no fue Dmitri. Podría achacarle el crimen, puesto que usted me ha demostrado que no sabe la verdad, aunque se empeña en cargar toda la culpa sobre mí; pero no quiero mentir. No mentiré, porque el culpable es usted. Usted sabía que se iba a cometer el crimen; es más, usted me encargó de su ejecución, y, sin embargo, usted se fue de viaje. Estoy dispuesto a demostrarle que el asesino principal, el único, fue usted y no yo, aunque fui yo el que mató a su padre. En justicia, el asesino es usted.

—¿Por qué? ¿Por qué soy el asesino? —no pudo menos de exclamar Iván Fiodorovitch, olvidando su resolución de no hablar de sí mismo hasta el final de la disputa—. ¿Lo dices porque me marché a Tchermachnia? ¡Alto! Interpretaste mi viaje como un consentimiento. Pero, ¿quieres decirme para qué necesitabas mi consentimiento? ¿Qué explicación tiene esto?

—Contando con su consentimiento, yo sabía que usted, cuando regresara, no armaría ruido sobre la desaparición de los tres mil rubios, si la justicia sospechaba de mí y no de Dmitri Fiodorovitch, o me creía cómplice de él. Por el contrario, usted habría salido en mi defensa. Además, podría darme una buena recompensa por haber heredado gracias a mí, ya que si su padre se hubiera casado con Agrafena Alejandrovna, usted se habría quedado sin nada.

—¿De modo que tu propósito era tenerme atormentado toda la vida? —exclamó Iván con los dientes apretados—. ¿Y si yo, en vez de marcharme, te hubiera denunciado?

—¿Qué habría podido usted decir: que yo le había aconsejado que fuera a Tchermachnia? ¡Vaya acusación! Por otra parte, si usted no se hubiera marchado, no habría ocurrido nada: yo lo habría interpretado como una negativa y no habría hecho lo que hice. Pero se marchó, y entonces me convencí de que no me denunciaría y cerraría los ojos ante la desaparición de los tres mil rublos. Además, usted no habría podido perseguirme, pues ya habría dicho a los jueces, no que había cometido el crimen y el robo, sino que usted me había invitado a cometerlos y yo me había negado. Usted, falto de pruebas, no habría podido hacerme ningún mal. En cambio, yo habría revelado la avidez con que usted deseaba la muerte de su padre, y no le quepa duda de que todo el mundo me habría creído.

—¿De modo que, según tú, yo deseaba la muerte de mi padre?

—Sí, y su silencio me autorizaba a obrar.

Smerdiakov estaba muy débil; apenas tenía fuerzas para hablar. Pero una energía interior lo galvanizaba. Iván presentía que abrigaba algún propósito oculto.

—Continúa.

—Continúo. Cuando ya me habían acostado, oí gritar a su padre. Grigori había salido hacía un momento y, de pronto, empezó a dar voces. Después volvió a reinar la calma. Esperé inmóvil. El corazón me latía violentamente. Al fin, no me pude contener; me levanté y salí del pabellón. Vi a la izquierda la ventana de Fiodor Pavlovitch, que estaba abierta, me acerqué a escuchar y oí a su padre suspirar y moverse. «Está vivo», me dije... Me acerco a la ventana y lo llamo. «Soy yo.» Él me responde: «¡Dmitri ha venido y ha matado a Grigori!» Le pregunto dónde y me señala un rincón del jardín. «Voy a buscarlo. Ya vuelvo», le digo. Voy a explorar el rincón y, cerca de la tapia, tropiezo con el cuerpo de Grigori. Está cubierto de sangre e inconsciente. Entonces me digo que es verdad que nos ha visitado Dmitri Fiodorovitch, y resuelvo terminar cuanto antes. Grigori no verá nada aunque viva, ya que está sin conocimiento. El único peligro era que Marta Ignatievna se despertase. Me pareció oírla, pero me sentía tan frenético, que apenas podía respirar. Volví a la ventana.

»—Agrafena Alejandrovna está allí y quiere entrar.

»Fiodor Pavlovitch se estremeció.

»—¿Dónde?

»No me creía. Lanzó un suspiro.

»Allí —repetí—. ¡Abra la puerta!

»El viejo miraba por la ventana, indeciso, sin atreverse a abrir.

» “¡Malo! —me dije— Me teme.”

»Entonces se me ocurrió dar la señal de la llegada de Gruchegnka. Su padre no me creía, pero cuando oyó los golpes que di en la ventana, ante sus propios ojos, corrió a abrir la puerta.

»Yo intenté entrar, pero él me cortaba el paso.

»—¿Dónde está, dónde está?

»Me miraba atemorizado. Su miedo hacia mí me inquietaba. Las piernas apenas podían sostenerme. Temía que no me dejara entrar, que empezara de pronto a dar gritos o que se presentase Marta Ignatievna. No recuerdo bien aquellos instantes, pero tengo la seguridad de que estaba muy pálido. Murmuré:

»—Gruchegnka está allí, bajo la ventana. ¿Cómo es posible que no la haya visto?

»—¡Tráela, tráela aquí!

»—Tiene miedo. Sus gritos la han asustado. Está escondida en un macizo. Llámela usted mismo desde su habitación.

»Corrió a su cuarto y acercó la bujía a la ventana.

»—¡Gruchegnka, Gruchegnka! ¿Estás ahí?

»No quería asomarse, temía darme la espalda.

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