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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—Bajo la influencia de usted.

—¿Por qué devuelves el dinero? ¿Es que ahora crees en Dios?

—No, no creo —repuso Smerdiakov.

—Entonces, ¿por qué lo devuelves?

—Dejemos eso —dijo Smerdiakov con un gesto de hastío—. Usted se ha cansado de repetir que todo se permite en la vida. ¿Por qué está tan inquieto ahora? Pretende incluso entregarse a la justicia. Pero no hay peligro de que lo haga. No, no lo hará.

—Verás como si.

—No, no se entregará. Usted es demasiado inteligente. Adora el dinero y los honores. Es orgulloso y está loco por las mujeres. Y, sobre todo, es un enamorado de la vida independiente y cómoda. Usted no se amargará la existencia con esa confesión bochornosa. De todos los hijos de Fiodor Pavlovitch, es usted el que más se parece a él: sus almas son idénticas.

—Desde luego, no eres tonto —repitió Iván con el mismo estupor que antes y enrojeciendo—. Yo creía que lo eras.

—Se lo hacía creer su orgullo. Tome el dinero.

Iván cogió los billetes y, sin contarlos, se los guardó en el bolsillo.

—Los entregaré mañana al tribunal —afirmó.

—Nadie lo creerá. Todo el mundo sabe que tiene usted dinero. Pensarán que lo ha sacado de su caja.

Iván se puso en pie.

—¡Te repito que no te he matado ya porque mañana te necesito! ¡No lo olvides!

—¡Máteme! ¿Por qué no me mata? —exclamó Smerdiakov, mirándolo con un gesto extraño. Y añadió, sonriendo amargamente—: ¡No se atreve! ¡Ahora no se atreve a nada! ¡Tan valiente como era antes!

—Hasta mañana.

Se dirigió a la puerta. Smerdiakov lo detuvo.

—Espere. Enséñeme el dinero por última vez.

Iván sacó los billetes. Smerdiakov los contemplo durante unos segundos.

—Bien; ya se puede ir.

Pero de nuevo lo detuvo.

—¡Iván Fiodorovitch!

Iván, que ya iba a salir, se volvió.

—¿Qué quieres?

—Nada. Adiós.

—Hasta mañana.

Iván salió a la calle. Continuaba la tormenta. Echó a andar con paso seguro, pero pronto empezó a tambalearse. «Esto es puramente físico», pensó sonriendo. Experimentaba una intima alegría. Sentía una resolución inquebrantable. Las vacilaciones que últimamente le habían atormentado, habían desaparecido. «Mi decisión es irrevocable», se decía, feliz. En este momento tropezó con algo y estuvo a punto de caer. Se detuvo y vio a sus pies al borracho que había derribado al llegar. Estaba aún en la misma postura, inerte. La nieve le cubría casi todo el rostro. Iván lo levantó y se lo cargó a la espalda. En esto vio luz en una casa próxima. Se acercó a la ventana, llamó y, cuando le contestaron, ofreció tres rublos por ayudarle a transportar al borracho a la comisaría. No referiré detalladamente cómo Iván Fiodorovitch consiguió su propósito a hizo reconocer al desgraciado por un médico, al que pagó generosamente la consulta. Diré solamente que hasta una hora después no quedó libre. Pero estaba satisfecho. Sus ideas se aclaraban.

«Si no hubiera tomado una resolución tan firme para mañana —pensó de pronto con profunda complacencia—, no habría perdido una hora atendiendo a un borracho: habría pasado junto a él sin detenerme... He aquí la prueba de que puedo observarme a mí mismo. ¡Eso para que digan que me estoy volviendo loco!»

Cuando se acercaba a su casa, se detuvo.

«¿No sería mejor que fuera ahora mismo a ver al procurador y le revelara la verdad?... No, no; mañana lo haré todo de una vez.»

Cosa extraña: de pronto, se desvaneció su alegría. Cuando entró en su habitación, se apoderó de él una sensación extraña, glacial. Fue como si recordara algo penoso o repugnante, que había estado en su cuarto anteriormente y que volvía a estar. Se echó en un diván. La vieja doméstica le trajo un samovar y le hizo el té. Pero él no se lo tomó y despidió a la sirvienta hasta el día siguiente. Tenía vértigos, se sentía extenuado. El sueño se apoderaba dé él, pero empezó a pasear para ahuyentarlo. Tenía la sensación de que estaba desvariando. Cuando se recobró, empezó a mirar en todas direcciones como si buscara algo. Al fin, su mirada se fijó en un punto. Sonrió, pero enrojeciendo de cólera. Permaneció largo rato inmóvil, con la cabeza entre las manos, sin apartar la vista de aquello que estaba en el diván de enfrente. No cabía duda de que allí había algo que le inquietaba y le irritaba.

CAPITULO IX

El diablo. Visiones de Ivan Fiodorovitch

Al llegar a este punto, creo necesario, aunque no soy médico, dar algunas explicaciones sobre la enfermedad de Iván Fiodorovitch. Digamos ante todo que estaba en vísperas de un grave trastorno mental: el mal acabó por imponerse a su organismo debilitado. Aun sin conocer los secretos de la medicina, me atrevo a exponer la hipótesis de que, mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad, había conseguido retrasar la explosión del mal, con la esperanza, desde luego, de vencerlo definitivamente. Sabía que estaba enfermo, pero no quería entregarse a su enfermedad en aquellos días decisivos en que debía obrar y hablar resueltamente, «justificándose a sus propios ojos». Había visitado al médico traído de Moscú por Catalina Ivanovna. Éste, después de escucharlo y reconocerlo, diagnosticó un trastorno cerebral, y no se sorprendió de cierta confesión que el paciente le hizo contra su voluntad.

—Las alucinaciones —dijo el doctor— son muy posibles en su estado, pero hay que controlarlas. Además, debe cuidarse mucho. De lo contrario, se agravará.

Pero Iván Fiodorovitch desoyó este prudente consejo. «Todavía tengo fuerzas para andar —se dijo—. Cuando caiga, que me cuide quien quiera.»

Dándose cuenta, aunque de un modo vago, de que sufría una alucinación, miraba con obstinada fijeza aquello que estaba en el diván de enfrente. Era un hombre que había aparecido de pronto. Sólo Dios sabía cómo y por dónde había entrado, pues no estaba allí al llegar Iván después de su visita a Smerdiakov. Era un señor, un caballero ruso qui frisait la cinquantaine, de cabello largo y espeso que empezaba a encanecer y barba puntiaguda. Llevaba una chaqueta de color castaño, de buen corte, pero anticuada: hacia tres años que había pasado de moda. La camisa blanca, su largo pañuelo de seda, y todo en él hacía pensar en el hombre distinguido y elegante. Pero la camisa, vista de cerca, no aparecía tan limpia como vista a distancia, y el pañuelo estaba bastante desgastado por el uso. El pantalón a cuadros le sentaba bien, pero era demasiado claro y estrecho, o sea pasado también de moda. Lo mismo podía decirse de su sombrero de fieltro, blanco a pesar de la estación. Su aspecto, en fin, era el de un hombre distinguido, pero falto de desenvoltura. Parecía ser uno de aquellos terratenientes que prosperaban en los tiempos de la servidumbre. Entonces, nuestro caballero debió de vivir en el gran mundo. Después habría ido perdiendo su fortuna por obra de los despilfarros de la juventud y la suspensión de la servidumbre. Ya pobre, se habría convertido en un simpático parásito al que recibían sus antiguas amistades por su buen carácter y por ser un hombre bien educado, al que se puede reservar un puesto, aunque modesto, en la mesa. Estos parásitos, de carácter atrayente, que saben conversar y jugar a las cartas —y a los que molestan los encargos que con frecuencia les hacen—, son generalmente viudos o solterones. Los viudos pueden tener hijos, que se han educado lejos de ellos, en casa de alguna tía, a la que el parásito, como si se avergonzara de estar emparentado con ella, no menciona nunca cuando está con sus buenas amistades. Poco a poco, el arruinado caballero se va desentendiendo de los hijos, que acaban por escribirle solamente el día de su santo o en las Navidades cartas de felicitación a las que el padre responde a veces.

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