Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—Se ha ido.
Iván levantó la cabeza y sonrió dulcemente.
—Ha huido de ti porque te teme. Eres un querubín. Así te llama Dmitri: querubín. ¡Ah, el grito ensordecedor de los serafines!... ¿Qué es un serafín? Tal vez toda una constelación. Y una constelación acaso no sea más que una molécula química... Oye, ¿sabes si existen las constelaciones del León y del Sol?
—Siéntate, Iván —dijo Aliocha, inquieto—, siéntate en el diván, haz el favor. Estás delirando. Échate y apoya la cabeza en el cojín. Así. ¿Quieres que te ponga una toalla húmeda en la cabeza? Esto te aliviará.
—Dame el paño que hay en la silla. Lo he echado hace un momento.
—Aquí no hay nada. Pero no te preocupes, que aquí veo uno.
Aliocha se refería a un paño limpio y seco que había visto junto al lavabo.
Iván lo cogió y lo observó atentamente, con una extraña expresión en los ojos. De pronto dijo, incorporándose:
—Hace un rato me he puesto en la cabeza este paño humedecido. Después lo he echado allí. ¿Cómo se explica que esté seco? No había otro.
—¿Estás seguro de que te has puesto este paño en la cabeza?
—Sí, y me he paseado por la habitación. ¿Cómo es que se han consumido las bujías? ¿Qué hora es?
—Pronto serán las doce.
—¡No, no ha sido un sueño! —exclamó Iván—. Estaba aquí, en ese diván. Cuando tú has llamado a la ventana, le he arrojado un vaso, ese mismo que está en la mesa. Escucha, no ha sido la primera vez. Pero no son sueños, es realidad. Aunque estoy como dormido, ando, hablo, veo... Él estaba aquí, en ese diván... ¡Qué tonto es, Aliocha! ¡Es tonto de remate!
Iván se echó a reír y empezó a pasear por la habitación.
—¿Quién es ese tonto? —preguntó ansiosamente Aliocha—. ¿De quién hablas?
—Del diablo. Viene a verme. Ha venido ya dos o tres veces. Está molesto conmigo. Cree que yo le desprecio por ser un simple diablo y no Satanás, el de las alas rojas, que aparece entre truenos y relámpagos. No es más que un impostor, un diablo de ínfima categoría. Va a los baños. Estoy seguro de que, si lo desnudáramos, le veríamos una cola leonada de un metro de largo y tan pelada como la de un perro danés... Estás helado, Aliocha; la nieve ha caído sobre ti. ¿Quieres un poco de té? Está frío; voy a preparar el samovar... C'est à ne pas mettre un chien dehors...
Aliocha mojó el paño en el lavabo a toda prisa, convenció a Iván de que volviera a sentarse y le puso el paño en la cabeza. Luego se sentó a su lado.
—¿Qué me decías hace un rato de Lise? —preguntó Iván, cuya locuacidad aumentaba por momentos—. Lise me gusta. Pienso en mañana con temor, sobre todo por Katia, por el porvenir. Mañana me aplastará y me abandonará. Cree que voy a perder a Mitia por celos. Lo cree, pero no es verdad. Mañana habrá una cruz, no una horca. No, no me ahorcaré. Bien sabes, Aliocha, que yo no me ahorcaré jamás. ¿Por cobardía? No; no soy un cobarde. No me mataré porque amo la vida. ¿Cómo sabía yo que Smerdiakov se había ahorcado? ¡Ah, sí; me lo ha dicho él!
—¿Estás seguro de que ha venido alguien aquí?
—Sí; estaba sentado en ese diván. Sin duda, lo has echado tú. Sí, tú lo has hecho huir: ha desaparecido cuando tú has llegado... Me gusta tu cara, Aliocha. ¿Lo sabías?... Oye, élsoy yo, yo mismo; éles todo lo que hay en mí de despreciable, de mezquino, de vil. Élsabe que soy un romántico; me lo dice como un insulto. Tiene la cabeza vacía; pero por eso mismo triunfa. Es astuto, brutalmente astuto, y sabe sacarme de mis casillas. Me ha herido diciéndome que creo en él, y así ha conseguido que lo escuchen. Me ha engañado como a un niño. Sin embargo, ha dicho por mi muchas verdades cosas que yo no me atreví a decirme a mí mismo jamás.
Iván bajó la voz y terminó, confidencialmente:
—Quisiera que fuese realmente ély no yo.
—Te ha fatigado —dijo Aliocha, compadecido.
—Me ha molestado con gran habilidad. Ha dicho: «¿Qué es la conciencia? La conciencia la he inventado yo. ¿Por qué se siente remordimiento? Por costumbre, una costumbre que tiene la humanidad desde hace siete mil años. Librémonos de esta costumbre y seremos dioses.» Así lo ha dicho.
—¡Pero no lo has dicho tú, no lo has dicho tú! —exclamó Aliocha con ojos resplandecientes—. En fin, no pienses en eso, olvídalo. ¡Que se lleve consigo todo lo que ahora estás maldiciendo y que no vuelva más!
—Es perverso —dijo Iván, estremeciéndose al recordar la ofensa—. Me ha calumniado de mil modos. Me ha calumniado en mi propia cara. «Vas a realizar una noble acción —me ha dicho—; vas a declarar que has sido tú el culpable del asesinato, que Smerdiakov mató a tu padre instigado por ti...»
—¡Cálmate, Iván! Eso no es cierto. Tú no eres culpable.
—Lo ha dicho él, y él lo sabe. «Vas a realizar una acción virtuosa y, sin embargo, no crees en la virtud: esto es lo que te irrita y te atormenta.» Así lo ha dicho.
—Lo has dicho tú y no él. Estás delirando.
—No, ha sido él, y él sabe lo que dice. «El orgullo va a dictar tus palabras. Dirás: “He sido yo quien lo ha matado. Ustedes mienten porque están horrorizados. Pero a mí no me importa la opinión de ustedes y me río de su horror”.» También me ha dicho: «Quieres atraerte la admiración pública, quieres que se diga: “Es un asesino, pero ¡qué nobleza de sentimientos la suya! Por salvar a su hermano se acusa a sí mismo”.» ¡Y eso no es verdad, Aliocha! —exclamó Iván con ojos centelleantes—. No quiero la admiración del vulgo. Te aseguro que ha mentido. ¡Por eso le he arrojado el vaso a la cara!
—¡Cálmate, cálmate!
Pero Iván continuó, como si no le hubiera oído:
—Es cruel y experto en el arte de torturar. Apenas lo he visto, he comprendido sus intenciones. Me ha dicho que iba a declararme culpable por orgullo, pero con la esperanza de que Smerdiakov fuera desenmascarado y enviado a presidio, de que Mitia quedara en libertad y de que a mí me condenaran unos, pero sólo moralmente, y otros me admirasen. Y al decir esto se reía. «Pero Smerdiakov se ha suicidado —ha añadido—. Te has quedado solo. ¿Quién te creerá ahora? Sin embargo, irás al juicio, has decidido ir. ¿Con qué fin, después de lo ocurrido?» ¡Qué extraño es todo esto, Aliocha! No puedo soportar semejantes preguntas...
—Óyeme, Iván —le interrumpió Aliocha, aterrado aunque sin perder la esperanza de que su hermano volviera a la razón—. ¿Cómo es posible que él te haya hablado de la muerte de Smerdiakov antes de mi llegada, cuando nadie lo sabía aún y él no había tenido tiempo de enterarse?
—¡Me ha hablado de ello, e incluso ha insistido! —afirmó Iván—. También ha repetido que yo no creía en la virtud, pero que obraría así por principio. «Eres un puerco que te mofas de la virtud, como se mofaba Fiodor Pavlovitch. ¿Para qué te has de sacrificar si tu sacrificio va a ser inútil? Es algo que ignoras tú mismo y que darías cualquier cosa por saber. Al parecer, estás decidido, pero no es así: pasarás la noche sopesando el pro y el contra. Sin embargo, irás, bien lo sabes, y también sabes que cualquier resolución que tomes no saldrá de ti. Irás porque no te atreves a obrar de otro modo. ¿Por qué no te atreverás? Adivínalo: es un enigma.» Entonces has llegado tú y él se ha marchado. Me ha llamado cobarde, Aliocha. Le mot de l’énigmees que soy un cobarde. Lo mismo me dijo Smerdiakov. Hay que matar a ese ser extraño. Katia me desprecia; hace un mes que lo noto. Lise empieza a despreciarme. «Irás para que te admiren...» ¡Es una detestable mentira! Y tú también me desprecias, Aliocha. Vuelvo a odiarte. Y también odio a ese monstruo. ¡Que se pudra en presidio! Iré mañana a escupirles en la cara a todos.