Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Llevaba rato escuchando a mi diestra y a mi espalda leves rumores como los producidos por la seda de los vestidos de las mujeres al caminar. Al principio no les presté atención, pues eran demasiado imperceptibles como para estar seguro de haberlos escuchado, pero al cabo del tiempo, y como no cesaban, comencé a preocuparme.
– Jonás -susurré, sujetando al muchacho por una muñeca-. ¿Oyes tú algo?
– Hace rato que oigo cosas que no comprendo.
– Detengámonos y agucemos los sentidos. Todo era silencio a nuestro alrededor. No había nada que temer, me dije para tranquilizarme. De pronto, una risita se escuchó en un rincón. La sangre se me heló en el cuerpo y toda la piel se me erizó como sí me hubieran acariciado la nuca con una pluma de ganso. La mano de Jonás se cerró en torno a mi brazo como una garra.
Escuchamos otra vez la risita mezquina y, como si fuera la señal para el ataque, un río de sonoras carcajadas se desencadenó a nuestro alrededor mientras unos brazos de hierro arrancaban a Jonás de mi lado y otros me sujetaban y maniataban. La llamarada de fuego de una antorcha cruzó como una exhalación ante nosotros, prendiendo otras muchas teas que se hallaban en poder de aquel ejercito de espectros. Monjes antonianos, ataviados con sus hábitos negros con la Tau azul en el pecho, ocupaban las paredes de la cámara en la que el chico y yo habíamos entrado sin saber que nos metíamos en un cepo.
– Bienvenido, Galcerán de Born -exclamó alegremente una voz desde la balaustrada de una galería superior-. ¿Os acordáis de mí?
Miré hacia arriba y, entre las tinieblas, examiné detenidamente la silueta del hombre que me hablaba.
– Juraría que sois Manrique de Mendoza -contesté.
– ¡Seguís tan listo como siempre, Galcerán! Y ese de ahí presumo que es mi sobrino, el hijo bastardo de mi hermana Isabel. ¡Me alegro de conocerte, García! Me han hablado mucho de ti.
Jonás no pronunció una sola palabra; se limitó a ojear despectivamente a su tío, como si en lugar de mirar a un hombre mirara a una rata o a una larva. Manrique lanzó una sonora carcajada.
– ¡Ya me ha dicho Rodrigo Jiménez que has heredado el orgullo de tu padre! ¡Oh, pero si no sabes quién es Rodrigo Jiménez!, ¿verdad? Pues aunque no lo creas, le conoces bastante bien, pero bajo un nombre harto extraño que le dio tu padre: Nadie. A Nadie le gustará mucho volver a verte, García. Dentro de poco estará de regreso, ha ido con sus hombres a buscar a Sara la Hechicera. Por cierto, Galcerán, ¿cómo se os ha ocurrido meterla en esto?
– ¿Es acaso necia para no darse cuenta por si misma? -respondí. No podía verle bien desde donde me hallaba. La luz de las antorchas apenas alcanzaba para dejar vislumbrar su figura en lo alto.
– Pues bien que le habéis explicado esta noche toda la trama. -Rió-. De todos modos, ya no importa. Vuestro futuro, el de los tres, esta escrito, y me temo que no es halagüeño.
– No hace falta que disfrutéis avisándonos de ello -repuse-. Mi hijo y yo afrontaremos lo que sea, aunque me cuesta aceptar que podáis hacerle daño a un niño, pero Sara no tiene por qué pagar con su vida el haber seguido fiel tanto a vos como a vuestra Orden, ya que, si habéis escuchado nuestra conversación de esta noche, estaréis al tanto de que jamás pensó traicionar a quienes tanto debe y respeta.
– Pero se ofreció a colaborar con vos, freire, y eso ya es suficiente.
Cerró la boca porque, de pronto, se escuchó un gran estruendo de pasos avanzando por uno de los corredores. Sara apareció ligada y amordazada, seguida por cinco o seis templarios orgullosamente ataviados con sus mantos, ahora prohibidos. Al frente del grupo, más erguido y con una nueva personalidad, avanzaba Nadie, quien, como por arte de magia, se había transformado en un orgulloso freire del Temple dos palmos más alto y con presencia de caballero. Me maravilló su capacidad de transformación.
– ¡Cuánto bueno por aquí! -exclamó al vernos. También su voz era otra, más grave y menos estentórea-. ¡Don Galcerán! ¡Joven García! Me alegro de volver a veros.
– Comprenderéis, don Nadie -le repliqué fríamente-, que nosotros no podamos decir lo mismo.
– Naturalmente que lo comprendo -dijo, y al mismo tiempo propinó un brusco empellón a Sara, lanzándola con fuerza contra nosotros. Detuve su impulso con mi cuerpo y Jonás logró detenerla antes de que cayera al suelo.
– ¡No es necesario emplear la fuerza, hermano Rodrigo! -le reconvino Manrique desde arriba-. Ya los tenemos en nuestro poder y podemos dar por finalizada esta desagradable historia.
Sara se volvió rápidamente hacia la voz que acababa de escuchar y sus pupilas reflejaron un dolor que, hasta entonces, yo no había observado en ellos… ¡Maldito Manrique de Mendoza! ¡Malditos todos los Mendoza!
– Os equivocáis, sire -dije conteniendo mi ira y utilizando a propósito la fórmula seglar para remarcar las distancias entre nosotros-. Esta historia no está finalizada en modo alguno. El papa Juan no parará hasta dar con vuestras riquezas. Su ambición es tan desmedida que, si yo desaparezco, enviará a otro, y luego a otro más, hasta obtener lo que desea.
– No es mí intención adularos, freire, pero por muchos sabuesos que envíe, ninguno llegará tan lejos como vos lo habéis hecho.
– Volvéis a equivocaros, sire. El Papa es hombre desconfiado 24 S y peligroso, y por ello hemos estado vigilados todo el tiempo por uno de sus mejores soldados, el conde Joffroi de Le Mans, que está al tanto de mis descubrimientos. Sólo tiene que explicar lo que me ha visto hacer y alguien continuará desde donde yo me quedé.
El de Mendoza volvió a soltar una de sus estruendosas carcajadas.
– ¡El pobre conde Joffroi no llegó a salir de San Juan de Ortega! -exclamó divertido-. No hubiera sido inteligente por nuestra parte dejarle escapar, ¿no os parece? Nuestros espías en Aviñón nos informaron puntualmente de vuestras visitas a Su Santidad durante el mes de julio y debido a vuestra gran fama, Perquisitore, y a que os hacíamos en Rodas, empezamos a preocuparnos: ¿a qué obedecería vuestro regreso y esas entrevistas con Juan XXII? Alguien tan peligroso como vos no acude inocentemente ante Su Santidad dos veces en un mes. Podía tratarse de algo ajeno a nosotros, pero nos pareció más prudente poneros bajo vigilancia, y así, cuando iniciasteis la peregrinación a Compostela supimos que había llegado el momento de actuar. Al hermano Rodrigo, que es uno de nuestros mejores espías, se le encargó la tarea de acompañaros. ¡Pero sois listo, Galcerán! Cuando se habla de vos siempre cuento la anécdota aquella en la que, con quince años, descubristeis, sólo por la forma zurda de coger el jarro, al criado ladrón que se estaba apropiando del vino de mi padre. ¿Os acordáis? ¡Pardiez! Aquello fue espléndido, si señor. El hermano Rodrigo, que pocas veces ha fracasado, no pudo averiguar nada a pesar de sus esfuerzos y eso nos inquietó mucho más. Cuando vimos que os lo quitabais de en medio con aquel purgante y que el escondite de santa Oria había sido violado, ya no nos cupo ninguna duda. Sólo esperábamos el momento de poder poneros la mano encima. Y ese momento es éste -y añadió riendo-: Gracias por venir.
– No me interesa vuestra historia, sire. Como vuestro padre, siempre actuáis con jactancia y soberbia. Yo tenía un trabajo que hacer y lo he hecho lo mejor que he podido. Ahora os toca a vos cumplir con el vuestro. Ahorradme, pues, el miserable espectáculo de vuestra absurda petulancia.
Manrique soltó un exabrupto.
– Algún día, Galcerán, comprenderéis las tonterías que un hombre como vos puede llegar a decir en momentos como éste. ¡Cargadlos en el carro! -ordenó perentoriamente, y luego, bajando la voz, dijo-: Adiós, Sara, dulce amiga. Lamento que hayamos vuelto a encontrarnos en estas desgraciadas circunstancias.