Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– Siempre es un placer reencontrar a los viejos amigos -afirmó Nadie. Se le veía satisfecho. Vestía con orgullo el indumento de caballero templario y se envolvía en su capa blanca con gestos tan naturales y cómodos que ya no me era posible recordarle vestido de comerciante peregrino.
Jonás lanzó un gruñido desde su rincón y Sara decidió que era el momento de irse con el muchacho. Yo no despegué los labios.
– Debo pediros perdón por lo de Castrojeriz, doña Sara -declaró dirigiéndose a ella-. Por si os consuela, sabed que he sido duramente castigado por mi falta contra vos.
– Me da igual, sire. No tengo el menor interés por vuestras cosas -respondió la judía con la voz cargada de dignidad.
Viendo que sus humildades y mansedumbres le valían de bien poco, el hermano Rodrigo decidió ir directamente al grano:
– He sido enviado para informaros de vuestra situación. Os encontráis a mucha profundidad por debajo de la superficie de la tierra, al fondo de una galería ciega que forma parte de los cientos de galerías que horadan esta vertiente de los Montes Aquilanos. Este lugar, llamado Las Médulas, a doce millas de Ponferrada, es, por desgracia, el último reducto libre de mi Orden por estos y otros muchos reinos. Antes teníamos una verdadera red de castillos y fortalezas en esta zona del Bierzo: Pieros, Cornatel, Corullón, la misma Ponferrada, Balboa, Tremor, Antares, Sarracín… y casas en Bembibre, Rabanal, Cacabelos y Villafranca. Ahora, por desgracia, sólo nos quedan estos túneles.
El silencio en torno a Nadie se espeso.
– Presumo que vos, don Galcerán -continuó, demostrando una actitud realmente voluntariosa-, ya habréis observado lo endeble de vuestra prisión y, sin embargo, dejadme que os diga que escapar de Las Médulas es imposible y si habéis leído a Plinio [42] sabréis de qué os estoy hablando.
La mención a Plinio despertó mi memoria. En su grandiosa Historia Natural, el sabio romano hablaba de la descomunal explotación minera llevada a cabo por el emperador Augusto en la Hispania Citerior allá por los albores de nuestra era. Un lugar en concreto de esa Hispania romana merecía toda la atención del erudito: Las Médulas, de donde los romanos obtenían veinte mil libras de oro puro al año. El sistema empleado para arrancar el metal a la tierra era el llamado ruina montium, que consistía en soltar de golpe grandes cantidades de agua desde formidables embalses situados en los puntos más altos de los Montes Aquilanos. El agua liberada descendía furiosamente a través de siete acueductos y, al llegar a Las Médulas, encallejonada en una red de galerías excavadas previamente por esclavos, provocaba grandes desprendimientos y perforaba la tierra. Los restos auríferos eran arrastrados hasta las agogas, o enormes lagos que actuaban como lavaderos, donde se recogía y limpiaba el dorado metal. Toda esta actividad se estuvo realizando ininterrumpidamente durante doscientos años.
Esa era la explicación de los picachos rojos y las agujas naranjas: restos de montañas devastadas por furiosas corrientes. Y era también la explicación de la tremenda seguridad de nuestro encierro: ni con el hilo de Ariadna -el que utilizó leseo para salir del laberinto-, hubiéramos podido escapar de aquella endiablada maraña de túneles. Estábamos más atrapados que si nos hubieran cargado de cadenas.
– Veo, por vuestra cara, don Galcerán, que habéis comprendido lo inútil de cualquier intento de fuga. Siendo así, no tendremos problemas. Y ya sólo me resta una cosa -Nadie se puso en pie y se encaminó hacia la salida-. Se me ha ordenado comunicaros que próximamente seréis trasladados, para siempre, a un lugar mucho más seguro que éste, y éste, don Galcerán, es de los más seguros de la tierra, os lo puedo garantizar.
Abandonó nuestra celda con mucha dignidad y la puerta se cerró ruidosamente tras él. Cuando volvimos a quedarnos solos, los tres prisioneros permanecimos largo rato en el mismo silencio que habíamos mantenido mientras Nadie estaba con nosotros. Yo no dudaba acerca del próximo paso a dar: mientras estuviésemos vivos había que seguir luchando, y puesto que nuestro destino, fuera cual fuera, parecía escrito en piedra, ¿por qué no intentar introducir todas las variaciones posibles, si después de todo íbamos a llegar al mismo lugar?
– ¡En pie! -exclamé irguiéndome de un salto.
– ¿En pie? -preguntó Sara extrañada.
– Nos vamos de aquí.
– ¿Nos vamos de aquí? -repitió Jonás aún más extrañado.
– ¿Es que vais a estar regurgitando todo lo que yo diga hasta el día del Juicio Final? ¿Acaso no hablo con suficiente claridad? He dicho que nos vamos, así que recoged las escarcelas porque tenemos un arduo trecho por delante.
Mientras ellos se preparaban, y como la daga de Le Mans era lo único que no me habían devuelto, saqué los documentos y salvoconductos falsos de la caja de estaño en la que los llevaba y, dejándola caer al suelo, la pisé con firmeza, y fui plegándola y pisándola hasta convertirla en un pequeño y resistente scalpru . Luego me dirigí a la puerta y, haciendo palanca con la herramienta que acababa de fabricar, hice saltar los viejos y oxidados clavos de la cerradura, que extraje de su hueco en la madera en una sola pieza. El portalón se entreabrió, arrastrado por su propio peso.
– ¡Vámonos! -exclamé alborozado.
Seguido por Sara y Jonás, emprendí la huida por el largo pasillo subterráneo, no sin antes haber cogido la antorcha que llameaba en la pared junto a la celda. Mi única preocupación era tropezar de bruces con alguna patrulla de templarios.
El pasillo seguía en línea recta unos cinco estadios y luego descendía por unas escaleras labradas en el suelo y continuaba otros cinco estadios más. De repente, empezó a girar a la siniestra, dibujando un arco perfecto, hasta llegar a una bifurcación de caminos. Allí me detuve, indeciso. ¿Qué dirección debía tomar? Se imponía adoptar un criterio general del tipo «siempre a la diestra» o «siempre a la siniestra» -en un laberinto es la única decisión posible-, y marcar las intersecciones por donde pasaramos para reconocerlas si, por desgracia, volvíamos a ellas.
– ¿Hacia dónde os parece a ambos que deberíamos ir? -pregunté quedamente, sacando el scalpru de mi cinturón para hacer una muesca en la pared.
– ¿Lo ves, Jonás? -oí susurrar a Sara-. Esto es lo que yo te decía. El camino está marcado como en los túneles del subsuelo de París.
Me giré sorprendido y tuve que bajar la mirada para encontrar, de hinojos frente a una esquina, a Jonás y a Sara, que me daban la espalda.
– ¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo? -bramé (en voz baja, por supuesto, pues todos nuestros diálogos eran pronunciados en susurros para no alertar a los templarios).
– ¡Mirad, sire! -me dijo Jonás con los ojos brillantes-. Sara ha encontrado las señales para poder salir de aquí.
– ¿Os acordáis de las muescas que mirábamos en las galerías subterráneas de París?
– ¡Vos me guiabais, yo no vi nada de nada!
– Si lo visteis, pero no os fijasteis, freire Galcerán. Yo consultaba de vez en cuando las marcas en las esquinas para que no nos perdiéramos, pues, por precaución, debía tomar cada día un camino diferente.
– Ahora que lo decís… -murmuré a regañadientes, recordando aquellos viajes nocturnos realizados apenas tres meses atrás. ¡Tan sólo tres meses!, me dije sorprendido. Parecía que una vida completa hubiera transcurrido desde entonces.