Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– Yo no podía hacer nada contra vuestro padre y el mío, Isabel.
– ¿No…? -inquirió con desprecio-. Pues yo, de haber sido vos, sí que hubiera podido.
– ¿Y qué hubierais hecho, eh? -quise saber.
– ¡Os hubiera raptado! -exclamó sin un asomo de duda en la cara. ¿Cómo podía explicarle que su padre me había hecho azotar hasta casi matarme, que me había encerrado en la torre-cárcel del castillo, y que allí me retuvo a pan y agua hasta que, inerte y privado, me entregó a los hombres del Hospital? Después de todo, nuestras vidas ya no tenían arreglo, pero había otra vida que silo tenía, y era por eso que yo estaba allí.
– Debí raptaros, si… -acepté apesadumbrado-. Pero os suplico que penséis alguna vez que si vos, por vuestra parte, no tuvisteis opción, yo, por la mía, tampoco la tuve. Pero el futuro que a nosotros nos quitaron, Isabel, podemos dárselo a nuestro hijo.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó con acritud.
– Dejad que le diga a García cuál es su auténtico origen, entregadle cartas de legitimidad como Mendoza y yo haré lo propio como De Born. No he querido contarle la verdad sin tener vuestro consentimiento. Es cierto que mi padre puede adoptarle si se lo pido, pero vuestro linaje es superior al mío y, como imaginaréis, me gustaría que él lo tuviera. Vos no perderíais mucho (vuestro hermano y vos sois los últimos Mendoza y ambos carecéis de descendencia legítima) y él obtendría el lugar que le corresponde por nacimiento. Cuando vuelva a Rodas, lo dejaré al cuidado de mi familia para que sea nombrado caballero al cumplir los veinte años. Es un muchacho admirable, Isabel, es bueno e inteligente como vos, y extremadamente guapo. Sólo os diré que, en París, alguien que conocía a vuestro hermano Manrique le asoció rápidamente con vuestra familia. Es, quizá, demasiado alto para su edad; a veces temo que se le descoyunten los huesos, porque está muy flaco. Y ya exhibe bozo en la cara.
Hablaba sin parar. Quería crear en Isabel vínculos afectivos con su hijo. Pero, desgraciadamente, no tuve éxito. Quizá si hubiera recurrido a un ardid, a una estratagema, lo hubiese conseguido, pero ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Soy un mentiroso y un perjuro, es verdad, pero hay ciertas cosas con las que mi conciencia no transige.
– No, don Ga1cerán, no acepto vuestra propuesta. Os repito, por si no me habéis oído con suficiente claridad, que, amén de cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento y que se verían gravemente alteradas, yo no tengo ningún hijo.
– ¡Pero eso no es cierto!
– Si lo es -repuso firmemente-. A mí me enterraron aquí a los quince años y muerta estoy, y los muertos no pueden hacer nada por los vivos. El día que crucé el umbral de este cenobio por primera y última vez supe que todo había terminado para mí y que sólo me restaba esperar la muerte al cabo de unos años. Yo ya no existo, dejé de existir cuando profesé, sólo soy una sombra, un fantasma. Tampoco vos existís para mí, ni existe ese hijo que está ahí afuera… -Me miró sin expresión-. Haced lo que queráis, contadle quién es su madre si os place, pero decidle que jamás podrá conocerla. Y ahora, adiós, don Galcerán. Se acerca la hora nona y debo acudir a la iglesia.
Y mientras Isabel de Mendoza desaparecía para siempre por debajo de las hojas y las flores de piedra que ornaban el arco de la puerta, sonaron las campanas del monasterio llamando a las dueñas a la oración. Allí quedaba la mujer que había marcado mi vida para siempre tanto como yo había marcado la suya. Ninguno de los dos hubiéramos sido los que éramos en aquel momento de no habernos conocido y enamorado. De algún modo, su destino y el mío, aunque a distancia, permanecerían entrelazados, y nuestras sangres, unidas, cruzarían los siglos en los descendientes de Jonás… ¡Jonás…!, recordé de pronto. Debía regresar sin tardanza al albergue.
Abandoné el cenobio y salvé en un suspiro la distancia que me separaba del Hospital del Rey. Estaba oscureciendo rápidamente y ya cantaban los grillos en la espesura. Encontré al muchacho jugando en la explanada, frente al edificio, con un enorme gato pardo que parecía tener malas pulgas.
– ¡Ya están sirviendo la cena, sire! -gritó al yerme-. ¡Daos prisa, que tengo hambre!
– ¡No, Jonás, ven tú aquí! -le grité a mi vez.
– ¿Qué ocurre?
– ¡Nada! ¡Ven! Echó una carrera hacia mí con sus largas piernas y se plantó a mi lado en un instante.
– ¿Qué queríais?
– Quiero que mires bien el monasterio de dueñas que tienes delante.
– ¿Hay en él alguna pista templaria que desvelar?
– No, no hay ninguna pista templaria. ¿Cómo empezar a contarle…?
– ¿Entonces? -me urgió-. Es que tengo mucha hambre.
– Mira, Jonás, lo que tengo que decirte no es fácil, así que quiero que me prestes atención y que no digas nada hasta que termine.
Todo se lo expliqué sin tomar un maldito respiro. Empecé por el principio y terminé por el final, sin omitir nada ni ahorrarle nada, sin disculparme, aunque disculpando a su madre, y cuando hube acabado -para entonces era ya noche cerrada-, di un largo suspiro y me callé, agotado. El silencio se prolongó durante largo rato. El muchacho no hablaba, ni siquiera se movía. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso: el aire, las estrellas, las sombras elevadas de los árboles… Todo era quietud y silencio, hasta que, de pronto, inesperadamente, Jonás se puso en pie de un salto y, antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, echó a correr como un gamo en dirección a la ciudad.
– ¡Jonás! -grité, corriendo tras él-. ¡Eh! ¡Deténte, vuelve!
Pero ya no podía verle. El muchacho había sido tragado por la noche.
No supe nada de él hasta la tarde siguiente, cuando un criado de don Samuel, el pariente de Sara, vino a buscarme con el encargo de acompañarle a la aljama. Desde el primer momento supe que había acudido junto a la hechicera.
La casa de don Samuel era la más grande de su calle, con diferencia respecto a las otras, y aunque su fachada no lo aparentaba, el interior ostentaba el lujo propio de los palacios musulmanes. Multitud de servidores circulaban atareados por las salas que atravesé hasta llegar al blanco patio en el que, sentada sobre el brocal de piedra de un pozo bajo, me estaba esperando Sara. Verla no calmó mi inquietud, pero, al menos, alivió mucho mi corazón.
– No quisiera que os preocuparais por vuestro hijo, sire Galcerán. Jonás se encuentra bien y ahora duerme. Pasó la noche aquí y ha permanecido todo el día encerrado en el cuarto que don Samuel le ha dado en el piso superior -me explicó Sara al verme. Llamó poderosamente mi atención lo pálida que estaba (los lunares se le destacaban en exceso, observé› y lo cansada que parecía, como sí no hubiera dormido en varios días-. Jonás me contó lo sucedido.
– Entonces no puedo añadir nada más. Ya lo sabéis todo.
– Tomad asiento junto a mí -me pidió la hechicera palmeando la piedra y esbozando una tenue sonrisa-. Vuestro hijo está indignado… En realidad, sólo está enfadado con vos.
– ¿Conmigo?
– Afirma que habéis permanecido dos años a su lado sin confesarle la verdad, tratándole como a un vulgar escudero.
– ¿Y cómo quería que le tratara? -pregunté, imaginándome, por desgracia, la respuesta.
– Según sus propias palabras -y Sara bajó el timbre de la voz para imitar la de Jonás-: «Conforme a la dignidad que mí estirpe merecía.»
– ¡Este hijo mío es idiota!
– Sólo es un niño… -terció Sara-. Sólo un niño de catorce anos.
– ¡Es un hombre y, además, un majadero! -exclamé. ¡Yo sí que estaba indignado y enfadado! ¡Ni De Born, ni Mendoza: Asno, simplemente Asno!-. ¿Ése era todo su disgusto? -pregunté, furioso-. ¿Por eso echó a correr como una liebre en mitad de la noche y vino a buscaros a vos?