Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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El porquero se alejó de nosotros golpeando con la vara los perniles de sus cerdos, y Sara y Jonás se quedaron mirándome desconcertados mientras yo permanecía clavado al suelo como si hubiera echado raíces.
– Parece que la presencia de esos freires os ha trastornado -dijo Sara escrutándome con la mirada.
– Caminemos -ordené secamente por toda respuesta.
Ni una sola vez, desde que encontramos el mensaje de Manrique de Mendoza, había relacionado la Tau con los monjes Antonianos. Su existencia quedaba para mí demasiado lejos de aquella intriga, y, sin embargo, nada más lógico que hallarlos dentro. Aunque ni ricos ni poderosos, los antonianos compartían con los freires del Temple los conocimientos fundamentales de los secretos herméticos y habían sido designados, al decir de algunos, como herederos directos de los Grandes Misterios. Eran, en apariencia, los hermanos menores de los poderosos milites Templi Salomonis, esos segundones que toda familia, a falta de una herencia mejor que dejarles, destina a la Iglesia y que, dentro de ella, descollan por su prudencia, astucia y eficacia. Apenas tenían cinco o seis congregaciones repartidas entre Francia, Inglaterra y Tierra Santa, y de ahí mi sorpresa al descubrir su inesperada presencia en Castilla. Por alguna extraña razón que no se me alcanzaba, vestían hábito negro con una gran Tau azul cosida sobre el pecho.
Estaba intentado recordar con esfuerzo todo cuanto sabía acerca de ellos, buscando algún dato olvidado que pudiera relacionarlos con mi misión, cuando Sara, que caminaba a mi diestra, me preguntó por qué parecían inquietarme tanto esos monjes. Hubiera preferido que la curiosidad procediera de Jonás, pero éste continuaba encerrado en su terco mutismo. Aun así, deseaba que atendiera a mis palabras y que relacionara por sí solo lo que yo, por estar Sara delante, no podía explicarle.
– Los antonianos -empecé-son una pequeña Orden monástica cuyo origen está envuelto en una espesa niebla. Todo lo que se sabe es que nueve caballeros del Delfinado [39] (nueve, ¿os dais cuenta?) -Sara afirmó sin comprender, para que siguiera hablando, y Jonás levantó la mirada del suelo por primera vez-, partieron hace más de doscientos años hacia Bizancio en busca del cuerpo de Antonio el Ermitaño, el anacoreta de Egipto, canonizado como san Antonio Abad y llamado también san Antón, que obraba en poder de los emperadores de Oriente desde que fuera milagrosamente descubierto en el desierto. A su vuelta, las reliquias se instalaron en el santuario de La Motte-Saint Didier y los nueve caballeros crearon la Orden antoniana, puesta bajo la advocación y el patronazgo del santo eremita y de la santa anacoreta María Egipciaca, que vivió oculta en el desierto durante cuarenta y seis años hasta que fue hallada por el monje Zósimo.
– ¿Santa María Egipciaca? -se extrañó Sara-. ¿Es que los cristianos habéis canonizado a una bruja?
Jonás, perdido el protagonismo por culpa de los antonianos y a punto de reventar de curiosidad, ya no pudo seguir forzando su aislamiento.
– ¿Quién es una bruja? -preguntó.
– Pues Maria Egipciaca.
Sonrei para mis adentros.
– ¿Por qué? -continuó preguntando.
– Porque santa Maria Egipciaca -le expliqué yo, adelantándome-, era en realidad la bella prostituta alejandrina Hipacia, famosa por su brillante inteligencia, fundadora de una poderosa e influyente escuela en la que, entre otras materias, se enseñaba matemáticas, geometría, astrología, medicina, filosofía…
– Y también nigromancia, alquimia, taumaturgia, magia y brujería -añadió Sara.
– Si, y también todo eso -confirmé.
– ¿Y por qué la santificaron?
Un gran resplandor comenzó a vislumbrarse a lo lejos, entre las sombras lejanas. La caminata era agradable, la luna brillaba, menguante, en lo alto, y el descenso volvía ligeros y veloces los pies.
– En realidad, no la santificaron a ella. Lo cierto es que Hipacia encontró un furibundo enemigo en la persona de san Cirilo, cuyas iracundas homilías predispusieron a la chusma contra ella. Esto ocurría en Egipto a finales de la cuarta centena. Se sabe poco sobre lo ocurrido, pero parece ser que Hipacia tuvo que huir al desierto para evitar la muerte y que cuarenta y seis años después fue encontrada (o eso dice al menos la leyenda) por el bienaventurado varón Zósimo. La Iglesia de Roma, en su afán por explicar el portento de su insólita supervivencia, de los extraños poderes que exhibía y de sus milagros, la renombró como Maria y la consagró en los altares. O sea, que inventaron una persona nueva.
– ¿Qué extraños poderes?
– Podía conocer el pensamiento de los demás, permanecer inmóvil durante días y semanas sin ingerir alimentos y sin que se le encontrase el aliento, mover objetos sin tocarlos y realizar prodigiosas sanaciones.
– Las hechiceras -apostilló Sara, negándose a perder a su patrona y maestra- utilizamos muchas de sus antiguas fórmulas en nuestra magia actual.
Nos habíamos acercado bastante al origen del resplandor y difícilmente olvidaríamos nunca la imagen que se mostraba ante nuestros ojos: una construcción tan espigada que se perdía en la noche oscura, de formas sobrecogedoras, cuya sagrada ornamentación, cargada de agujas, chapiteles y gabletes parecía hecha más para asustar almas que para calmar espíritus, surgía aterradoramente iluminada por las llamas de cientos de antorchas portadas por los aquejados del Fuego de San Antón. Algunos, los más, avanzaban por su propio pie con mayores o menores dificultades apoyados en un bordón, pero otros sólo podían hacerlo con la ayuda de familiares que los llevaban sobre los hombros o en angarillas. Lo que nosotros veíamos desde la distancia era un Interminable río de fuego que giraba lentamente alrededor del monasterio impulsado por una fuerza misteriosa. Pero lo más curioso era que, a través de los altos y estrechos ventanales, se filtraba desde el interior una extraña luz azul, producto, seguramente, de los cristales de las vidrieras. En cualquier caso, fuera lo que fuera lo que provocara aquel resplandor, el resultado era pavoroso.
El Camino, totalmente invadido por enfermos a lo largo de un enorme trecho, pasaba por debajo de un arco que unía la puerta del monasterio con unas alacenas situadas enfrente, y allí mismo, en lo alto de las escalinatas, un reducido grupo de monjes antonianos repartía entre la muchedumbre minúsculas medallitas de latón con el símbolo de la Tau, medallitas que pudimos observar en manos de quienes ya se marchaban. Aquel que debía ser el abad, con su báculo en forma de Tau tocaba ligeramente a quienes pasaban bajo el arco, al tiempo que los monjes enarbolaban en sus manos otras Taus menores con las que impartían bendiciones.
– No debemos mezclarnos con los leprosos -comentó Sara haciendo un gesto de aprensión.
– ¡Patrañas! Debéis saber que en mis muchos años de trabajo con apestados jamás he conocido a nadie que se contagiara. Yo mismo, sin ir más lejos.
– De todos modos, no quiero pasar por ahí.
– Ni yo tampoco, por sí acaso -apuntó Jonás.
– Está bien, no preocuparos. No pasaremos. Es más -añadí-, acamparemos tras aquel recodo y pasaremos la noche al raso.
– ¡Moriremos de frío! ¡Nos helaremos!
– Es un pequeño inconveniente, pero estoy seguro de que mañana estaremos vivos.
Encendimos un buen fuego al abrigo de una roca y nos dispusimos a cenar sentados en el suelo sobre nuestras capas. Sacamos de las escarcelas las viandas que traíamos desde Burgos y, con la ayuda de dos palos y un espetón, asamos unos pedazos de ternera -desangrada según la ley de Moisés- que nos había regalado don Samuel para el viaje. No hablábamos mucho: ellos, porque habían vuelto cada uno a sus extravíos mentales, y yo, porque estaba ocupado planeando la manera de entrar esa noche en el monasterio de los antonianos.