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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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Sara le dio la espalda, volviéndose hacia mí, pero no pude fijarme en ella porque los monjes se nos abalanzaron y, antes de que supiéramos cómo, nos encontramos en el interior de un estrecho cajón de madera con un minúsculo respiradero atravesado por barrotes. Era un carretón cerrado para el transporte de presos. Caímos los tres al suelo con la primera sacudida y así iniciamos un viaje, que yo suponía corto y hacia la muerte, pero que duró, en realidad, cuatro días completos, durante los cuales atravesamos a toda velocidad las interminables llanuras castellanas de Tierra de Campos y el pedregoso páramo leonés, escuchando el galope enloquecido de los caballos, los gritos del postillón y el incesante restallar del látigo.

Nuestro viaje culminó en el infierno. Al atardecer del último día, después de atravesar los Montes de Mercurio [40], nos sacaron a empujones del carretón y nos fajaron los ojos con lienzos negros. Sin embargo, durante un instante tuvimos ocasión de contemplar un paisaje diabólico de sobrecogedores picachos rojos y agujas anaranjadas, salpicado por hoyas de verdes boscajes. ¿Dónde demonios estábamos? A un lado, una colosal embocadura de unas dieciséis o diecisiete alzadas [41] daba paso a una galería de paredes rocosas que torcía y serpenteaba hasta perderse de vista en las profundidades de la tierra. A golpes, nos introdujeron en aquel túnel y avanzamos un largo trecho tropezando, resbalando en no sé qué aguas y cayendo al suelo repetidamente, y luego, de pronto, todos mis recuerdos se vuelven confusos: el eco de las voces de mando en aquellos pasadizos ciclópeos se apagó poco a poco en mis oídos después de recibir un violento mazazo en la cabeza.

Cuando desperté había perdido completamente el sentido de la situación y del tiempo. No tenía ni idea de dónde me hallaba, ni por qué, ni en qué día, mes o año. Me dolía horrorosamente la parte posterior del cráneo en la que había recibido el golpe -un poco mas arriba de la nuca-y no era capaz de hilar pensamientos con cordura ni de coordinar los movimientos de mi cuerpo. Sufría de una gran angustia en la boca del estómago y no empecé a sentirme mejor hasta después de haber vomitado el alma. Poco a poco fui recuperando la conciencia y me incorporé lastimosamente apoyando un codo sobre las losas del suelo. Aquel sitio apestaba (yo había contribuido a ello) y hacía un frío terrible. Junto a mí, esparcidas en el suelo de cualquier manera, se hallaban nuestras pobres posesiones; al parecer, después de examinarlas bien, no las habían considerado lo suficientemente valiosas como para privarnos de ellas.

A la luz de un débil resplandor que se colaba a través de los barrotes de la puerta, alcancé a ver a Sara y a Jonás, que yacían inconscientes al fondo de la mazmorra sobre unos montones de paja. Como pude, me acerqué hasta el chico para comprobar que respiraba; después hice lo mismo con Sara, y luego, sin darme cuenta, me dejé caer a su lado y hundí la nariz en el cuello de la hechicera.

Mucho después, cuando desperté de nuevo y me removí, la judía, que apenas se había distanciado lo suficiente para mirarme, me preguntó en un susurro:

– ¿Cómo estáis?

No supe qué contestar. Por mi mente pasó la duda de si estaría preguntándome por mi estado o por la comodidad de encontrarme recostado sobre ella. Me incorporé, sintiéndome azorado e inseguro, y me costó lo mío separarme de su cuerpo.

– Me duele horriblemente la cabeza, pero, por lo demás, estoy bien. ¿Y vos?

– También a mí me golpearon -musitó llevándose una mano a la frente-. Pero me encuentro bien. No tengo nada roto, así que no preocuparos.

– ¡Jonás! -llamé al muchacho.

El abrió un ojo y me miro.

– Creo que no… que no… podré volver a moverme nunca más -balbuceó entre gemidos.

– Veámoslo. Levanta una mano. Bien, así me gusta. Ahora el brazo completo. Perfecto. Y ahora intenta mover una de esas piernas que no volverán a caminar nunca más. ¡Espléndido! Estás muy bien. No puedo examinarte el iris porque no hay luz, pero confiemos en tu fuerte constitución y en las ganas de vivir de tu joven cuerpo.

– Deberíamos empezar a pensar en cómo salir de aquí- soltó Sara con impaciencia.

– Ni siquiera sabemos dónde estamos.

– Es evidente que en un calabozo bajo tierra. ¡Este lugar no tiene precisamente el aspecto de un palacio!

Me aproximé a la puerta y, a través de los barrotes, inspeccioné el exterior.

– Es una galería tan larga que no puedo ver el final y la antorcha que nos alumbra está medio consumida.

– Alguien vendrá a reponerla.

– No estéis tan segura.

– Me niego a creer que nos tengan destinado un final tan cruel.

– ¿En serio…? -dejé escapar con sarcasmo-. Entonces recordad al papa Clemente, al rey Felipe el Bello, al guardasellos Nogaret, al frere de San Juan de Ortega, y al desgraciado conde Le Mans.

– Eso es distinto, freire. A nosotros no nos dejarán morir así, confiad en mí.

– Mucho creéis vos en la virtud templaria.

– Me crié en la fortaleza del Marais, os lo recuerdo, y los templarios salvaron mi vida y la de mi familia. Los conozco mejor que vos, y estoy segura de que, dentro de poco, alguien vendrá a reponer la antorcha y espero que también a traernos comida.

– ¿Y si no es así? -preguntó el chico atemorizado.

– Si no es así, Jonás -le respondí yo-, nos prepararemos para bien morir.

– ¡Sire, por favor! -desaprobó Sara de muy malas maneras-. ¡Dejad de atemorizar a vuestro hijo con tonterías! No te preocupes, Jonás. Saldremos de aquí.

Poco más cabía hacer sino esperar la llegada de algún ser vivo a través de aquella silenciosa galería. Por mi cabeza pasaban diferentes proyectos: si la ocasión resultaba propicia, podríamos atacar a los carceleros, pero sí eso no era posible -como yo mucho me temía-, nos quedaba la posibilidad de hacer un agujero en la pared, de blanda tierra arcillosa, aunque eso nos llevaría semanas de duro trabajo; y si ni siquiera la idea del agujero era factible, todavía podríamos atacar los desvencijados goznes de la puerta y su cerradura de hierro oxidado, o los astillados travesaños y cuarterones de la madera.

Bien mirado, muy poco parecía preocupar a los templarios la seguridad de nuestro encierro. Aquel portalón era cualquier cosa menos un obstáculo invencible para escapar del calabozo. Pero si ya estaba bastante sorprendido al comprobar la facilidad con que aquella hoja de madera podía venirse abajo, mi pasmo fue mayúsculo cuando escuché el ruido de una llave al girar y la voz familiar de Nadie que nos pedía autorización para entrar y ofrecernos alimentos. Jonás echó una mirada resentida a la puerta y se dio la vuelta de forma ostentosa.

Un par de freires sirvientes, ataviados con sus sayales negros de templarios de segunda, acompañaban al ahora transformado Nadie, que nos ojeó con curiosidad y ojeó también la celda. A un gesto de su mano, uno de los criados empezó a cambiar la paja vieja por nueva, a limpiar mi vómito y a barrer y remover la tierra del suelo. El otro depositó cuidadosamente ante Sara una gran bandeja repleta de comida (pan blanco, una olla de barro rebosante de caldo, pescado salado, puerros frescos y un ánfora de vino); luego entró y salió de la mazmorra para colocar un taburete de cuero detrás de Nadie -que lo ocupó en el acto, quitándose de la cabeza el bonete de algodón que le cubría la calvicie-, y por último se retiró discretamente escoltado por su compañeroo. La puerta permaneció abierta de par en par.

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