Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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Jonás regresó un par de horas más tarde con la camisa colgando fuera del jubón, las calzas llenas de barro y las mejillas coloradas.
– ¿Qué novedades me traes? -le pregunté sonriendo.
– ¡París es la ciudad más hermosa del mundo entero! -exclamó dejándose caer todo lo largo que era sobre su jergón.
– ¿Acaso has conocido a alguna guapa muchacha?
Incorporó un poco la cabeza y me miró con reproche.
– Todavía soy novicius.
– Al parecer, no por mucho tiempo -comenté dejando a un lado el cálamo y el scaepellum-. ¿Has podido entregar la carta a Beatriz d‘Hirson?
– ¡Ha sido terrible, sire! Veréis, llegué hasta la zona del palacio que llaman La Conciergerie, donde vive la corte, y que es, en verdad, la construcción más bella de Francia. Los guardias de la verja me impidieron el paso, claro, y yo les pedí que avisaran a esa dama porque traía un mensaje importante para ella. Primero se rieron mucho de mí, pero, ante mi insistencia, enviaron a un mozo al interior del palacio. Tardó muchísimo en volver y, cuando lo hizo, dijo que la dama no me recibiría porque no sabía quién era yo ni tampoco quién erais vos, sire. De verdad que no comprendo -dijo malhumorado-cómo me habéis enviado tan inocentemente a una misión tan complicada. ¿No sabéis que a la nobleza no se accede así como así?
– La nobleza, mi querido Jonás, la auténtica nobleza, no tiene mucho que ver con los cortesanos. -Pues bien, sire, a los cortesanos no se les puede hacer llegar mensajes como si tal cosa
– ¿Y cómo resolviste el problema? -pregunté con interés.
– ¿Y cómo sabéis que lo resolví?
– Porque tu actitud hubiera sido muy distinta de no haber podido cumplir el encargo. Para empezar no habrías entrado con esa cara de alegría, ni estarías contándome tu odisea con ese tono de reproche si no la hubieras culminado con éxito. De ese modo, enfatizas tu victoria.
– ¿Qué es odisea?
– ¡Pardiez, Jonás! ¡Eres un ignorante! ¿Es que en el monasterio no has leído la hermosa obra De bello Trojano de Iosephus Iscanus, o la popular Ilias Latina de Silio Itálico, que recitan hasta los goliardos en las universidades?
– ¿Queréis conocer el final de mi historia o no? -atajó enfadado.
– Quiero, pero el tema de tu educación vamos a tener que hablarlo seriamente un día de éstos.
– Pues bien, estuve dando vueltas por la Cité durante un rato, viendo las obras de la nueva catedral de Notre-Dame y visitando las capillas de St.-Denis-du-Pas y St.-Jean-le-Rond, en cuyas puertas se dejan por la noche a los niños abandonados como yo, ¿lo sabíais?
– ¿Cómo iba a saberlo?
– Bien… El caso es que después de un rato, volví a La Conciergerie, dispuesto a no moverme hasta que encontrara una ocasión propicia para hacer llegar el mensaje. Como me aburría, me senté junto a una vieja que vendía tortas fritas junto a la verja y entablé una interesante conversación sobre las costumbres de los habitantes del palacio. Me dijo que el coche de Mafalda d‘Artois no tardaría en salir, como todos los días, por una de las puertas laterales de la rue de la Barillerie y, que si estaba atento, podría verla pasar por la Tour de l‘Horloge. Entonces me dije que una señora de tanta importancia no puede salir a la calle de día sí no va acompañada por sus damas, así que la tal Beatriz d‘Hirson estaría seguramente dentro del carruaje. En cuanto la vieja me señaló el lujoso vehículo de la madre de la reina, calculé la distancia, la velocidad y el salto necesario para encaramarme a la portezuela de la cámara.
– ¡Vivediós, Jonás!
– ¡Haríais bien en no blasfemar en mi presencia, sire, o me veré obligado a dejar de hablaros!
– ¡No seas tan melindroso, muchacho! -protesté airado, dando una firme patada en el suelo que retumbó como un tambor sobre la madera-. Más que novicius, en ocasiones pareces una delicada damisela. He conocido novicius con peor vocabulario que el mío.
– Serán los de vuestra Orden, que ni son novicias ni son nada.
Sentí ganas de abofetearle, pero recordé a tiempo que, no en vano, y en buena medida por mi culpa, había pasado catorce años entre monjes mauricenses. Su evolución era rápida y favorable, de modo que debía darle algo más de tiempo.
– ¡Maldita sea -grité a pleno pulmón, dando un puñetazo sobre mi scrinium-, termina de hablar de una vez!
Otro, en su lugar, se hubiera acobardado, pero él no: se sentó cómodamente con la espalda apoyada contra la pared y me miró con descaro.
– Bueno, pues cuando el coche de Mafalda d‘Artois estaba a punto de llegar a mi altura, cogí impulso con una pequeña carrera y salté pasando justo por delante del morro de uno de los caballos de la guardia. Mi estatura favoreció la artimaña. Metí la cabeza por el ventanuco y pregunté con voz suave y galante, para no asustar a las damas: «¿Alguna de ustedes es Beatriz d‘Hirson?» Dentro había tres mujeres, pero no hubiera sabido decir quién era cada una de ellas; lo gracioso es que los ojos de dos de las damas se volvieron hacia la tercera, que permanecía silenciosa y asustada en un rincón del carruaje. Deduje, pues, que la tal Beatriz era ella y le alargué la mano con vuestra carta, pero para entonces los guardias ya estaban tirando de mi hacia atrás, gritando como locos y golpeándome en la espalda y en las posaderas con todas sus fuerzas. Miré a la dama, le dediqué la mejor de mis sonrisas para parecer un joven galante, y dejé caer la nota sobre su vestido mientras le decía afectuosamente: «Leedla, señora, es para vos.» Salí despedido hacia el suelo pero, por fortuna, caí de pie en un charco de barro. -Suspiró y miró con lástima sus sucias calzas nuevas-. Los guardias me golpearon hasta que eché a correr como alma que lleva el diablo en dirección al Ponç aux Meuniers, perdiéndome entre la multitud. Bien -concluyó satisfecho-, ¿qué os parece mi actuación?
Mi pecho estallaba de orgullo paterno.
– No está mal, no está mal… -murmuré con el ceño fruncido-. Hubieras podido terminar en los calabozos del rey.
– Pero estoy aquí y todo ha salido espléndidamente: la dama tiene vuestra nota y ya sólo debemos esperar la respuesta. ¡Me gusta Paris! ¿A vos no os pasa lo mismo…?
– Prefiero, si de elegir se trata, otro tipo de ciudad más tranquila.
– Sí, lo comprendo… -murmuró inocentemente-. La edad avanzada influye mucho en los gustos.
Ponç-Sainte-Maxence era un bosque tan profundo y oscuro que, a pesar de encontrarnos en una luminosa mañana de primavera, mientras nos adentrábamos en él teníamos la torva sensación de estar penetrando en un lugar lleno de peligros y misterios desconocidos. En un par de ocasiones elevé la mirada hacia la cúpula del ramaje y apenas pude divisar un resquicio por donde se cola-se la luz del sol. Sólo los pájaros parecían contentos en lo alto de aquellos árboles. Era, sin duda, el lugar ideal para la caza del venado, cuyos balidos se escuchaban por doquier, pero más parecía una floresta maldita, propiedad de los seguidores del Maligno, que un grato lugar de holganza.
No distaba mucho de París -en dos horas podían cabalgarse cómodamente las quince leguas de distancia poniendo a buen paso las caballerías-, pero la diferencia entre un lugar y otro era tal, que la separación entre ambos semejaba tan grande como la que separa cualquier punto del orbe de los infiernos. No era de extrañar, por tanto, que después del triste suceso del rey Felipe el Bello la corte hubiera dejado de practicar la caza en aquellos territorios de la Corona.
Jonás y yo nos íbamos internando poco a poco siguiendo cautelosamente una senda abierta en la espesura, mirando a nuestro alrededor de reojo como si temiéramos el ataque repentino de un ejército de malos espíritus. Por eso, cuando escuchamos los ahogados golpes de un hacha golpeando contra la madera, el corazón nos dio un vuelco y detuvimos los caballos con un brusco tirón de bridas.