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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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Permanecí mucho tiempo dentro de mí, dialogando conmigo mismo más o menos en estos mismos términos, y salí de allí dando gracias a la Deidad por haber encontrado un poco de calma. Desanduve la senda de la concentración, respiré profundamente con mi cuerpo físico y moví las manos y el cuello para desentumecerme.

– ¡Menos mal! -suspiró Jonás con alivio-. Creí que estabais muerto. De veras.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí? -me sorprendí-. ¿No te había mandado a la calle?

– Y he estado en la calle -protestó-. He visto una representación de marionetas en la Bûcherie y he estado observando a los operarii que trabajan en las obras de los arbotantes de Notre-Dame. Ahora son las tres de la tarde, sire. Hace una hora que os observo. ¿Qué clase de oración es la que estabais haciendo? Ni siquiera vuestros párpados se movían.

– Ha llegado una carta de Beatriz d‘Hirson -anuncié por toda respuesta.

– Lo sé, la he visto. Está ahí, sobre vuestro lectorile. No la he leído, ¿qué dice?

– Quiere vernos esta noche, a la hora de vísperas, frente al puente levadizo de la fortaleza del Louvre.

– ¿Fuera de las murallas? -se sorprendió Jonás.

– Nos recogerá con su coche. Presumo que no tiene un lugar donde recibirnos que considere completamente seguro, así que me temo que hablaremos dando vueltas en su carruaje por el suburbium.

– ¡Estupendo! ¡Los carruajes de los cortesanos son tan cómodos como los aposentos de un príncipe, sire!

– ¡Pero qué sabrás tú de aposentos principescos sí no has visto nada, Jonás, si acabas de salir del monasterio! -exploté injustamente.

– Vuestra extraña oración no os ha tranquilizado.

– Mi extraña oración me ha servido para comprender que lo único importante para mí en estos momentos es terminar con esta dichosa misión, informar al Papa y al gran comendador, y regresar cuanto antes a mí casa, a Rodas.

– ¿Y yo qué? -preguntó él.

– ¿Tú…? ¿Acaso crees que voy a cargar contigo el resto de mi vida?

Era evidente que estaba de muy mal humor.

Hacía un frío endemoniado en las húmedas calles de París. Nuestras bocas emitían nubes de vaho mientras esperábamos en las sombras el carruaje de Beatriz d‘Hirson. Por fortuna, los abrigos de piel que traíamos de Aviñón eran largos y nos cubrían las piernas. El muchacho se había tocado la cabeza, además, con un bonete de fieltro y yo con un sombrero de castor que me protegía el cuero cabelludo del viento gélido. Esa tarde, la dueña de nuestro hostal, a petición mía, había subido a nuestro cuarto para rasurarnos la cara y desmochamos el pelo, pero Jonás se había negado en redondo a dejarse cortar la melena: en las calles de París había visto a los muchachos de su edad con los cabellos largos -símbolo de nobleza y de hombres libres- y había decidido imitarlos; también se había negado a dejarse pasar la navaja por las mejillas -aunque sólo tenía una ligera pelusa oscura en las quijadas-, orgulloso de su flamante virilidad. Creo que aquella nueva actitud hacia su aspecto era su manera de decirme que no deseaba regresar al cenobio.

– He estado pensando, sire, sobre la visita que hicimos el otro día a Ponç-Sainte-Maxence -dijo mientras daba pequeños saltitos para conservar el calor del cuerpo bajo los ropajes.

– ¿Y qué has pensado? -pregunté con pocas ganas.

– ¿Queréis que os cuente mi teoría sobre la muerte del rey Felipe el Bello?

– Adelante. Te escucho.

Siguió saltando como una liebre y expulsando grandes bocanadas de aliento lechoso. A nuestra espalda, la imponente fortaleza cuadrada del Louvre apagaba las últimas luces de sus torretas. Aunque en pocos minutos Paris quedaría completamente a oscuras, todavía se veían brillar algunas discretas linternas en unas cuantas ventanas y terrazas del castillo y, gracias a ellas, pese a las tinieblas, podía divisarse contra el fondo negro de la noche -un negro tan oscuro como la tinta-, la alta figura del Torreón que emergía desde el interior del castillo como una flecha que apuntara amenazadoramente al cielo.

– Creo que Auguste y Félix son nuestros viejos amigos templarios Ádâd Al-Aqsa y Fath Al-Yedom y que se instalaron en Ponç-Sainte-Maxence con tiempo de sobra para preparar su siguiente trampa: sabían que, antes o después, el rey iría allí a cazar. Empezaron a correr el rumor entre los siervos sobre el maravilloso venado y, cuando el rey se presentó, se subieron al cerro y esperaron el momento propicio. La fortuna les favoreció, y el rey se separó del grupo creyendo que había visto al animal. Entonces… -Se detuvo un segundo, reflexionando, y luego siguió-. Pero no puede ser, porque si ellos estaban en el cerro… -No estaban en el cerro -le ayudé. -¡Pero la vieja dijo…!

– Volvamos al principio. ¿Por qué sabes que eran nuestros templarios?

– Bien, no tengo pruebas, pero ¿no es curioso que los nombres árabes y los nombres franceses empiecen por las mismas letras, A y F? Tiene que tratarse de los mismos templarios que estuvieron en la posada de François en Roquemaure, ¿no?

– Buena deducción, pero hay algo que lo confirma mucho mejor. Los templarios tienen expresamente prohibida la caza por su Regla, ¿no escuchaste lo que dijo la mujer del leñador sobre que Auguste y Félix no cazaban jamás? Un caballero templario no puede cazar ni con aves, ni con arco, ni con ballesta, ni con perro. La única caza que tiene permitida es la del león, y tampoco la del león real, sino el león simbólico, el Maligno. Por ese motivo Auguste y Félix jamás mataban venados en el bosque.

– ¡Voto a…!

– ¡Muchacho -le dije irónicamente-, estás blasfemando!

– ¡No es cierto!

– ¡Si lo es, te he oído! Tendrás que confesar tu pecado -repuse con malicia.

– Lo haré mañana a primera hora.

– Así me gusta. Pero sigamos, decías antes de mi interrupción que ellos no podían haber matado al rey porque estaban en lo alto del cerro.

– Y vos habéis dicho que no, que no se encontraban allí.

– Naturalmente. Si hubieran estado en el cerro no habrían podido matar al rey y, desde luego, lo hicieron.

– ¿Dónde estaban, pues?

Me arropé con mi abrigo y deseé que la dama D‘Hirson no se retrasara mucho.

– Primero, es fundamental aceptar la presencia del ciervo, pero no de un ciervo prodigioso, sino de un ciervo probablemente grande, de largas cuernas y domesticado, que hoy debe vagar en libertad por los mismos bosques que nosotros visitamos hace dos días. Auguste y Félix debieron atraparlo al poco de instalarse allí (debemos pensar que poco después de matar a Guillermo de Nogaret, que murió entre el papa Clemente y el rey Felipe), lo domesticaron, más o menos, y construyeron unas falsas cuernas de doce vástagos con los restos de las cornamentas de otros animales. No olvides que ellos se hacían cargo de la piel de los venados que cazaban los habitantes del bosque, y eso implica llevarse también las cabezas. Fabricaron, pues, las falsas cuernas de manera que engarzaran perfectamente en la cabeza del animal. Debieron también preparar algún artificio para que, en pocos segundos, esos cayados que usaban para caminar por la floresta se convirtieran en una cruz perfecta que encajase también entre los vástagos falsos. ¿Te imaginas el efecto? El rey ve al ciervo y lo sigue, separándose del grupo; a veces el animal desaparece de su vista en la espesura, pero vuelve a encontrarlo enseguida y continúa en su loca carrera que le separa más y más de su séquito. Es probable, y aquí nos movemos en terreno inseguro, que en algún momento Auguste o Félix ocultaran al animal en algún lugar elegido de antemano y que el rey tuviera que detenerse a la espera de verlo saltar de nuevo por algún lugar. Entonces aparece Auguste, o Félix, y le dice que él puede ayudarle a encontrar al ciervo. Le lleva de un lado a otro, diciendo que lo ve por allí o por allá, y el rey se deja guiar confiadamente, porque arde en deseos de cazar un venado tan raro cuya cornamenta deslumbrará a la corte. El animal reaparece de pronto y el rey, agradecido, le dice a nuestro amigo: «Pídeme lo que quieras», y él le contesta: «Vuestra trompa de oro», y el rey se la da. Ahora, sin que se dé cuenta, ha quedado aislado y listo para caer en la trampa. Corre tras el venado y, justo en el lugar donde más tarde apareció en el suelo, lo vuelve a perder de vista. Se detiene allí, atento, inmóvil y solo…, completamente solo. Entonces escucha un ruido, un crujir de hojas, y se vuelve raudo a mirar, y ¿qué es lo que ve? ¡Ah!… Aquí empieza la sugestión. Ve al dócil y domesticado animal tan inmóvil como él y tan cerca que casi puede escuchar su respiración, mostrándole su enorme cornamenta milagrosa en cuyo centro se distingue una gran cruz de madera, probablemente reluciendo bajo el sol gracias a una buena capa de resma. Y el rey se asusta, retrocede con su caballo, con seguridad le viene a la mente la maldición de Molay, que no ha conseguido olvidar (recuerda que él fue el último de los tres en morir, así que debía estar atemorizado esperando que le llegara el momento). De repente se siente enfermo; quiere llamar a sus compañeros de cacería pero su mano no encuentra la trompa en el cinto: se la había entregado al campesino. Y ya no puede pensar más, un fuerte golpe en la cabeza le derriba del caballo (recuerda también que la única señal de violencia que encontraron los médicos estaba situada en la nuca, en la base del cráneo, lo cual nos confirma que el ataque se realizó por una persona que estaba de pie en tierra), cae y comienza a desvariar: «La cruz, la cruz…» Auguste y Félix recuperan rápidamente sus bastones, desmontan la falsa cornamenta y liberan al animal; quizá echaron a correr hacia el cerro para enterrar allí los vástagos y para que, cuando el rey fuera descubierto más tarde, a ellos se les viera regresar desde aquella zona. Pero les preguntarían si habían visto algo.

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