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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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Por las noches, sobre todo aquellas que pasábamos a la intemperie en mitad del campo, le miraba dormir a la luz de las brasas buscando en sus rasgos los rasgos lejanos de su madre. Y, para mi tormento, los encontraba. Tenía las mismas cejas finas y la misma frente despejada, y el óvalo de su cara dibujaba los mismos ángulos perfectos y las mismas sombras. Algún día ten-dría que contarle la verdad… Pero aún no. Aún no era el momento, yo no estaba preparado y me preguntaba, lleno de temor, si lo estaría alguna vez.

Entramos en París una calurosa y soleada mañana de verano, apenas unos días después del decimocuarto cumpleaños de Jonás, cruzando la muralla de Felipe Augusto por la puerta de la torre de Nesle y saliendo justo por el otro lado: como no podíamos alojarnos en la capitanía provincial de mi Orden, buscamos acomodo en una casa de huéspedes del suburbium del Marais, fuera de las murallas, en un hostel llamado Au Lion d‘Or. La elección no era casual: unas pocas casas más allá comenzaba lo que en su día fue el populoso barrio judío de París, ahora casi desierto tras la expulsión ordenada por Felipe, y, a su lado, imponentes y majestuosas, se elevaban hacia el cielo las torres puntiagudas de la residencia conventual de los caballeros templarios. Sólo hacía falta admirar por un momento aquel conjunto de construcciones amuralladas en medio de un terreno pantanoso -y, por sectores, roturado-, para comprender hasta dónde había llegado el poder y la riqueza del Temple. Más de cuatro mil personas, entre milites, refugiados de la justicia real, artesanos, campesinos y judíos, habían vivido en su interior. Lo verdaderamente increíble no era que Felipe IV hubiera tenido redaños suficientes para ordenar la detención masiva de sus ocupantes en mitad de la noche, no; lo que jamás cabría en cabeza humana es que lo hubiera conseguido: aquella fortaleza en las afueras de París parecía realmente inexpugnable. Ahora estaba en manos de mi Orden, y aunque me duela decirlo, ya no quedaba nada en ella de su antiguo esplendor.

Nuestro cuarto en el Hostel au Lion d‘Or era amplio y soleado, disponía de un ancho scrinium para trabajar, una mesilla con un lavamanos y tenía unas vistas inmejorables de los campos del forisburgus del Marais; además, y esto es lo importante, las comidas de la dueña no eran del todo malas. Mi lecho de madera estaba en el Centro del cuarto y el jergón de bálago de Jonás bajo las ventanas; en un primer momento pensé que sería mejor cambiarlo de lugar para evitarle una pulmonía, pero luego varié de opinión: tumbado en aquel lugar podría observar las constelaciones y los fenómenos celestes. Un par de mantas bastarían para aliviarle del frío nocturno.

Si se me permite el comentario, diré que lo único malo de París es que está lleno de gente. Por todas partes encuentras grupos de estudiantes, de actores que representan sus obras, de mercaderes que discuten precios, de nobles a la caza de aventuras, de campesinos, de obreros, de capellanes camino de sus residencias o de los numerosos conventos de la ciudad, de judíos, vagabundos, menesterosos, pintores, orfebres, meretrices, jugadores, guardias reales, caballeros, monjas… Dicen que viven allí doscientas mil personas, y la cosa llega hasta el punto de que las autoridades han tenido que poner pesadas cadenas fijadas en los extremos de las calles para poder bloquearlas de inmediato a fin de moderar la circulación de personas, coches y jinetes. Jamás había visto en ciudad alguna, y he conocido bastantes a lo largo de mi vida, un tráfico tan terrible como el de París; no pasa día que no muera alguien atropellado por el carruaje de algún amante de la velocidad. Naturalmente, con tanto alboroto, los robos son tan comunes como el Pater Noster, y hay que llevar mucho cuidado para que no te birlen la bolsa del oro sin que te des cuenta. Y para terminar con la lista de males de París, diré que, si hay algo todavía más abundante que las personas son las ratas, unas ratas enormes como lechones. Un día cualquiera en esa ciudad puede resultar agotador.

En mitad de aquella locura yo debía encontrar a una mujer llamada Beatriz d‘Hirson, dama de compañía de Mafalda d‘Ar-tois, suegra de Felipe V el Largo, rey de Francia. Bien pensado, los salvoconductos extendidos a mi nombre por la Orden valenciana de Montesa me servirían de muy poco para ser admitido en presencia de una mujer como Beatriz d‘Hirson, que aunque ca-rente, al parecer, de título nobiliario, debía ser descendiente de la más rancia nobleza francesa para ocupar un cargo como el de dama de compañía de la poderosa Mafalda. Estuve meditando sobre ello un buen rato y finalmente llegué a la conclusión de que lo mejor sería escribirle una carta de presentación en la que dejaría entrever, con exquisita sutileza, que mi interés por verla estaba relacionado con algún asunto relativo a su antiguo amante, Guillermo de Nogaret. Esto, si yo no estaba equivocado en mis sospechas, provocaría un recibimiento inmediato.

Escribí la carta con todo cuidado y envié a Jonás al palacio de la Cité para entregarla en persona, si eso era posible; no quería que esas letras pudieran caer en manos de cualquiera. Yo, entretanto, pasé la mañana revisando mis notas y planeando los pasos subsiguientes. Se imponía obligatoriamente una rápida visita al bosque de Ponç-Sainte-Maxence, a pocas leguas de París hacia el norte, para estudiar en persona el lugar donde Felipe IV el Bello, padre del actual rey, había caído del caballo, decían, y había sido atacado por un enorme ciervo. Según los informes que me había facilitado Su Santidad, la mañana del 26 de noviembre de 1314 el rey había salido a cazar por los bosques de Ponç-Sainte-Maxence en compañía de su camarero, Hugo de Bouville; su secretario particular, Maillard, y algunos familiares. Cuando llegaron a la zona -que el rey conocía bien porque cazaba allí con frecuencia-, los campesinos les indicaron que, en dos ocasiones recientes, había sido visto por los contornos un raro ciervo de doce cuernas y hermoso pelaje grisáceo. El rey, deseoso de conquistar tan impresionante pieza, se lanzó en su captura con tanto empeño que terminó por dejar atrás a sus compañeros y por perderse en la floresta. Cuando tiempo después consiguieron encontrarlo, estaba tendido en el suelo repitiendo sin cesar: «La cruz, la cruz…» Fue trasladado inmediatamente a París, aunque él (que apenas podía hablar), pidió que le llevaran a su querido palacio de Fontainebleau, en el que había nacido. La única señal de violencia que los médicos pudieron encontrar en su cuerpo fue un golpe en la parte posterior de la cabeza que debió provocarse, con toda seguridad, al caer del caballo, cuando fue atacado por el ciervo. Falleció después de doce días de demencia durante los cuales su único y constante deseo era beber agua, y cuando murió, para terror de los presentes y de la corte en general, sus ojos se negaron a ser cerrados. Según la copia que obraba en mi poder del informe de Reinaldo, gran inquisidor de Francia -que acompañó al rey durante sus últimos días-, los párpados del fallecido monarca volvían a abrirse una y otra vez, por lo que se hizo necesario taparlos con una venda antes de enterrarlo.

Para mí estaba claro que en aquellos papeles se planteaban muchas preguntas sin respuesta, por ejemplo: ¿por qué el rey no había hecho sonar su trompa cuando fue atacado por el ciervo?, ¿dónde estaba la jauría de perros?, ¿quién había visto a ese venado de cornamenta imposible?, ¿había cazado alguien realmente a ese animal después del accidente?, ¿cómo pudo perderse el rey en unos parajes que, al parecer, conocía perfectamente?… En cuanto a los síntomas que presentaba: sed, incapacidad para expresarse, locura, párpados rebeldes… todo eso encajaba bien con el golpe en la cabeza. Yo había leído sobre casos de gente que, sí llegaban a despertar después de un golpe así y no morían, habían mudado de carácter para siempre, o habían perdido la razón, o repetían mecánicamente palabras o movimientos corporales sin sentido, o tenían visiones, o se les despertaba un hambre insaciable que terminaba matándolos, o, como en este caso, una sed insoportable. No era eso lo que me preocupaba, estaba claro que el golpe en la cabeza era la causa de todo, pero ¿y esas palabras, «La cruz, la cruz…»?, ¿a qué cruz se refería el rey?

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