Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– ¿Y qué ocurrió?
– Su Santidad no quiso comer nada, decía que tenía el estómago cerrado y que sólo deseaba un poco de vino, pero el Camarero, vuestro primo, comentó que quizá no fuera conveniente, que le haría subir la fiebre y que lo más correcto sería regresar a Aviñón para que le viera su médico personal. Pero el Papa se negó. En realidad dio un brinco en la cama, ¿sabéis?, como si la rabia le impulsara a pesar de la debilidad, y le gritó a vuestro primo que tenía que llegar a Wilaudraut cuanto antes, que aquel médico suyo era un necio que no había sabido curarle y que si no le llevaban a su casa de la Gascuña se moriría muy pronto. En fin, yo me sentía muy violento, así que me excusé y salí, pero no bien hube alcanzado el pasillo, vuestro primo salió en pos de mí y me detuvo. Dijo que ya sabía que era imposible que en Roquemaure hubiera un físico, pero quería saber si en las aldeas cercanas sería posible encontrar a alguno. «No hace falta que sea bueno, me dijo, con que tenga buen aspecto es suficiente. Quiero alguien que calme los nervios de Su Santidad con buenas palabras, alguien que le convenza de que se encuentra bien para proseguir su camino.»
– ¿Eso dijo Henri, exactamente…?
– Sí, sire, tal cual. Y verá, aquí es donde empieza el problema, porque algunos días antes habían llegado hasta mi posada dos físicos árabes que me pidieron alojamiento para cuatro o cinco noches. No suele haber moros por estos pagos, pero tampoco es raro que ricos comerciantes, o incluso diplomáticos, crucen Roquemaure camino de España o de Italia, y son gente que paga bien, sire, con buenas onzas de oro. Los físicos se encerraron en su cuarto desde el primer día y sólo salían para comer o para dar un paseo por los contornos a media tarde. Uno de mis hijos les vio en una ocasión extender sus alfombrillas junto al río y prosternarse y hacer reverencias como hacen ellos para sus oraciones.
– Así que vos le dijisteis a mi primo que, casualmente, había dos físicos musulmanes en una de las habitaciones, y que si quería, podía avisarles y pedirles ayuda.
– Ocurrió tal como decís, caballero… Al principio el cardenal Henri no se atrevía a proponerle al Papa que se dejara examinar por dos moros, pero en vista de que no había otra solución, se lo consultó, y el Papa accedió. Por lo visto, Clemente ya había sido curado en alguna otra ocasión por médicos árabes y había quedado muy satisfecho con el resultado. Así que llamé a la puerta de aquellos caballeros y les conté lo que pasaba. Se mostraron dispuestos a colaborar y departieron largo tiempo con vuestro primo antes de entrar en la habitación en la que se encontraba el Santo Padre. Yo no sé lo que hablaron, pero vuestro primo debió hacerles muchas indicaciones porque ellos asentían con mucha cortesía. Después entraron, y yo entré también, por si les hacía falta alguna cosa. Debo añadir que, de todo esto, los que estaban abajo no sabían nada, puesto que incluso el joven sacerdote que ayudaba a vuestro primo en las obligaciones con el Papa había dejado el cuarto para rezar con los cardenales por la salud de Su Santidad, y estaban orando todos en este mismo comedor mientras sucedía lo que os estoy contando. Pues bien -prosiguió, después de dar un largo trago de vino-, los médicos reconocieron con mucha diligencia a Su Santidad. Le observaron las pupilas, la boca, le tomaron el pulso y le palparon el vientre, y finalmente le recetaron esmeraldas en polvo disueltas en vino; le dijeron que esa pócima aliviaría su estómago y bajaría la fiebre en pocos minutos. Parecía un buen remedio, y el Papa se mostró dispuesto a machacar tres hermosas esmeraldas que portaba consigo. Estaba convencido de que se curaría. Los físicos me pidieron un almirez y un poco de vino, y trituraron las esmeraldas con mucho cuidado, mezclándolas lentamente con la bebida. Eran unas piedras bellísimas, brillantes, enormes… de un verde transparente que me maravilló. Ya sé que las piedras preciosas tienen propiedades curativas, pero a mí me dolió en el alma verlas desaparecer en la boca de Su Santidad reducidas a nada.
– ¿Y qué pasó después?
– Los moros volvieron a su habitación y el Papa se sintió mucho mejor inmediatamente. Recuperó la respiración, se le fue la fiebre, dejó de sudar… Y entonces, cuando estaba a punto de bajar para reemprender el viaje, se encogió, se dobló por la mitad, y empezó a vomitar sangre. Vuestro primo y yo estábamos aterrorizados. Lo primero que pensamos fue en pedir socorro a los médicos, así que corrí de nuevo hacia su habitación. Pero, en apenas diez minutos, habían desaparecido; no quedaba en el cuarto señal alguna de su presencia, como si jamás hubieran estado allí: ni ropas, ni libros, ni huellas en las camas, ni restos de comida… Nada. ¡Ya podéis suponer la angustia que teníamos! El Papa seguía vomitando sangre y retorciéndose de dolor. Vuestro primo me cogió entonces por el cuello y me dijo: «¡Escucha, bribón. No sé cuánto te habrán pagado esos asesinos por ayudarles a matar al Papa, pero te juro que te esperan los tormentos de la Inquisición si no me dices ahora mismo qué veneno le habéis dado.» Le juré y le volví a jurar que no sabia de qué hablaba, que yo también había sido engañado y que, por muy cardenal y muy Camarero que fuera, también a él le entregarían a la Inquisición por haber permitido que dos moros envenenaran al Papa.
Françoise dio un interminable suspiro y guardó silencio. Parecía estar reviviendo en su mente la agonía de aquel día, el miedo, el pánico que había sentido al ver morir a Su Santidad Clemente V en su casa, y casi por culpa suya.
– El Santo Padre también echaba sangre por… detrás, ya sabéis a qué me refiero. Un río, sire, salía un río de sangre por arriba y por abajo.
– ¿Roja o negra?
– ¿Cómo decís…?
– ¡La sangre, demonios, la sangre! ¡Roja o negra!
– Negra, sire, muy negra, oscura -exclamó.
– Y entonces, asustados, mi primo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, y vos jurasteis no decir nada a nadie y, puesto que los físicos habían hecho su parte desapareciendo en el aire, ambos os comprometisteis a no mencionar este incidente en las declaraciones posteriores a la muerte. ¿Me equivoco?
– No, sire, no os equivocáis, así fue…
– Pero Dios no estaba conforme, amigo mesonero, y envió a su Madre Santísima para que mi primo se arrepintiera de aquel mal juramento que, seguramente, le ha retenido hasta hoy en el purgatorio, hasta el mismo momento en que habéis hablado.
– ¡Sí, si…! -aulló el pobre infeliz con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Y no sabéis lo feliz que me siento de liberar mi alma y la de vuestro primo del fuego del infierno!
– Y yo me alegro de haber sido un instrumento de Nuestro Señor para llevar a cabo tan maravillosa tarea -declaré con orgullo-. Nunca podré olvidaros, amigo Francois. Me habéis he-cho feliz permitiéndome cumplir esta sagrada misión.
– ¡Siempre os deberé la salvación de mi alma, sire, siempre!
– Sólo una cosa más… ¿Por casualidad recordáis los nombres de aquellos árabes?
– ¿Y qué importancia puede tener? -me preguntó sorprendido.
– Ninguna, ninguna… -corroboré-. Con toda probabilidad, serian nombres falsos. Pero si alguna vez me encontrara con algún médico árabe que respondiera a alguno de esos nombres, tened por seguro que pagaría con su vida el daño que le causó a mi primo y el que os causo a vos.
La mirada de François se posó en mí con húmeda veneración, y no pude evitar un ligero picorcillo en la conciencia.
– No lo recuerdo bien, pero creo que uno de ellos respondía por Fat no-sé-qué, y el otro… -Frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar-. El otro era algo así como Adabal… Adabal, Adabal, Adabal… -salmodió-. Adabal Ka, creo, pero no estoy seguro… ¡Esperad! ¡Esperad un momento! Recuerdo que aquella noche, cuando todo había pasado y la comitiva se había marchado con el cadáver, apunté los nombres de aquellos físicos por si me sometían a interrogatorio.